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Después de veinte minutos él abrió la puerta.

– Estoy listo para los refuerzos.

Sólo llevaba puesta una toalla atada alrededor de su fina cintura, y apenas se mantenía sobre sus pies. Rachel lo miró de cerca, la preocupación ahuyentando su nerviosismo. Estaba pálido, la piel tirante sobre sus altos pómulos, pero sus labios estaban muy rojos.

– Creo que tienes fiebre otra vez -dijo ella, colocando su mano contra la mejilla de él. Estaba demasiado caliente, pero la fiebre no había subido tanto como antes. Rápidamente bajó la tapa del inodoro y lo ayudó a sentarse, luego le dio dos aspirinas y un vaso de agua antes de terminar de lavarle el torso, trabajando tan rápido como podía. Cuanto antes estuviera en la cama, mejor. Debería haber buscado indicios de fiebre nuevamente, después de la forma en que él se había forzado durante ese día.

– Siento esto -masculló él mientras ella lo estaba secando-. No pretendía agotarme así contigo.

– No eres Superman -le dijo Rachel enérgicamente-. Ven, vamos a meterte en la cama.

Ella lo ayudó a levantarse, y él dijo:

– Espera -quitando el brazo derecho de alrededor de sus hombros, tiró de la toalla desprendiéndola de su cintura y la dejó sobre uno de los toalleros. Total e indiferentemente desnudo, pasó su brazo sobre sus hombros y se recostó pesadamente contra ella mientras lo ayudaba a caminar hasta la cama. Rachel no sabía si debía reírse o enfadarse con él, pero al final decidió ignorar su falta de ropas. No era como si no lo hubiera visto antes, y si no la había molestado entonces, tampoco la debería molestar ahora.

Aunque él tenía fiebre y estaba agotado, nada se escapaba de su observación. Vio la cama hecha al pie de la cama, y sus cejas oscuras bajaron a medida que sus ojos se estrechaban.

– ¿Qué es eso?

– Mi cama.

Él lo miró, luego a ella. Su voz estaba calmada.

– Levanta esa maldita cosa de ahí y métete en la cama conmigo, donde tienes sitio.

Ella le dirigió una larga mirada, fría.

– Supones demasiado basándote en un beso. Estás mejor ahora. No necesitaré levantarme por ti durante la noche, de modo que no necesito acostarme contigo.

– Después de acostarte conmigo muchas veces, ¿por qué parar ahora? Bien sabe Dios que no puede ser modestia a estas alturas, y el sexo está descartado. Cualquier paso que diera sería publicidad engañosa, y tú lo sabes.

Ella no quería reírse, no quería que él supiera que su lógica parecía muy… lógica. No era el pensamiento de lo que él pudiera hacer, lo que la había vuelto cauta en ese momento respecto a dormir con él, era más bien el saber lo que significaría para ella acostarse cerca de él por la noche, sentir su peso y calor en la cama a su lado. Ella se había acostumbrado a dormir sola, y le dolía volver a descubrir el placer sutil pero poderoso de compartir las horas de oscuridad con un hombre.

Él puso la mano en su cuello, su calloso pulgar frotando los sensibles tendones que recorrían su hombro y la hizo temblar.

– Hay otra razón por la que debes dormir conmigo.

Ella no sabía si la quería oír. La expresión tan fría, letal que había otra vez en sus ojos, le daban la apariencia de un hombre que no se hacía ilusiones, que había visto lo peor y no se sorprendería.

– Estaré justamente ahí, al pie de la cama -susurró ella.

– No. Te quiero a mano, de modo que sepa dónde estás en cada momento. Si tengo que usar el cuchillo quiero estar seguro de que accidentalmente no te pondrás en medio.

Ella giró la cabeza y miró el cuchillo, que todavía se encontraba sobre la mesilla de noche.

– Nadie puede entrar a la fuerza sin despertarnos.

– No correré ese riesgo. Vuelve a la cama. O los dos dormiremos en el suelo.

Él quería decir eso, y con un suspiro ella cedió; no tenía sentido que ambos estuvieran incómodos.

– Bien. Déjeme coger mi almohada.

Su mano cayó a su lado, y Rachel recuperó su almohada, lanzándola a la cama. Con cautela él se sentó en la cama, y un gemido grave escapó de su boca cuando se recostó, tensionando el hombro. Ella apagó la luz y se metió en la cama en el lado contrario, levantando la sábana sobre los dos y acurrucándose en su posición normal, como si hubieran hecho eso durante años, pero su actitud normal era absolutamente superficial. En su interior tenía un nudo; su cautela era contagiosa. Dudaba de que él verdaderamente esperara que los hombres que lo buscaban forzaran la puerta de la casa para entrar en medio de la noche, pero estaba preparado, de todos modos.

La vieja casa se reacomodaba alrededor de ellos con gemidos y chirridos confortables; en el silencio de la noche ella podía oír a los grillos chirriando fuera de la ventana, pero los ruidos familiares no la consolaban. Sus pensamientos vagaban con desasosiego, tratando de unir las piezas del rompecabezas con la información que tenía. Él estaba de vacaciones, ¿pero lo habían emboscado? ¿Por qué estaban intentando deshacerse de él? ¿Sabía algo que deseaban eliminar? Quería preguntarle, pero su respiración tranquila, le dijo que él ya se había dormido, desgastado por el día.

Sin pensar, ella extendió la mano y la puso sobre su brazo. Era un simple gesto automático, nacido en las noches en las que había necesitado darse cuenta de cómo estaba él con cada movimiento.

No hubo advertencia, solamente el golpe rápido como un rayo de su mano cuando cerró los dedos alrededor de su muñeca con una fuerza que la magulló y le retorció la mano. Rachel alzó la voz, tanto por miedo como por dolor, cada nervio de su cuerpo sacudido por su ataque. La mano cerrada alrededor de su muñeca disminuyó un poco su presión, y él masculló:

– ¿Rachel?

– ¡Me haces daño! -la involuntaria protesta escapó de ella, y él la soltó completamente, incorporándose en la cama y jurando suavemente bajo su aliento.

Rachel se restregó la muñeca amoratada, su mirada fija en el débil contorno del cuerpo de él contra la oscuridad.

– Creo que la cama en el suelo sería más segura -dijo ella finalmente, intentando aligerar el ambiente-. Lo siento. No tenía la intención de tocarte. Simplemente… pasó.

Su voz era ruda.

– ¿Estás bien?

– Sí. Mi muñeca está amoratada, pero eso es todo.

Él trató de girarse hacia ella, pero la herida en su hombro lo detuvo, y maldijo de nuevo, parándose.

– Ven a este lado, de modo que pueda dormir sobre mi parte sana y pueda sujetarte.

– No necesito que me sujetes, gracias -aún se sentía un poco conmocionada por la forma en que él había reaccionado, tan violenta y velozmente como una serpiente-. Debes estarlo pasando mal compartiendo la cama.

– Eres la única mujer con la que me he acostado, en el sentido literal, en años -contesto él bruscamente-. ¿Ahora quieres correr el riesgo de volver a sobresaltarme, o vas a ponerte aquí?

Ella salió de cama y anduvo hasta el otro lado, y él se desplazó lo suficiente para dejarle un sitio. Sin hablar, ella se rindió, le dio la espalda y subió la sábana para cubrirlos. En silencio él se puso contra ella como una cuchara, sus muslos contra los suyos, su trasero contra su estomago, su espalda contra su duro y ancho pecho, el brazo de él bajo su cabeza, y el izquierdo alrededor de su cintura, sujetándola en el lugar. Rachel cerró sus ojos, sintiendo su calor y preguntándose cuanta fiebre tendría él. Había olvidado lo que se sentía al acostarse así con un hombre, sintiendo su fuerza envolviéndola como una manta.

– ¿Qué ocurre si te doy en el hombro o en la pierna? -susurró ella.

– Dolerá como el demonio -contestó él secamente, y su aliento le agitó el pelo-. Duérmete. No te preocupes por eso.

¿Cómo podría dormir sin preocuparse de herirle, cuando sería ella la que le causara más dolor? Acurrucó la cabeza en la almohada, sintiendo la fuerza de hierro de su brazo bajo ella; la mano de él se deslizó bajo la almohada y se cerró suavemente sobre su muñeca, un toque que ella deseaba ahora.