– Buenas noches -dijo, hundiéndose en su calor y dejando que el sueño la tomara.
Sabin se quedó acostado allí, sintiendo su suavidad dentro de sus brazos, el dulce perfume femenino en sus fosas nasales y recordando su sabor en su lengua. Se sentía tan bien, y eso lo había puesto alerta. Habían pasado años desde que se acostara realmente con alguien; estaba entrenado para tener un borde fino, afilado que no había podido soportar tener a nadie cerca cuando dormía, eso incluía a su ex-esposa. Incluso mientras había estado casado, se había encontrado esencialmente solo, tanto mental como físicamente. Era extraño que ahora estuviera cómodo, pasando la noche con Rachel en sus brazos, como si no necesitara distanciarse de ella. Era de forma innata una persona cuidadosa y solitaria, en guardia con todo el mundo, incluyendo a sus hombres; ese rasgo de su personalidad le había salvado la vida en más de una ocasión. Quizás era porque estaba ya inconscientemente acostumbrado a estar acostado con ella, a tocarla y ser tocado por ella, pero el roce más suave en su brazo lo había sobresaltado con una violencia que había hecho que no pudiera detenerse.
Sin importar la razón, se sentía bien creer en ella, besarla. Era una mujer peligrosísima, pues lo tentaba de formas en las que nunca había sido tentado. Pensó en tener relaciones sexuales con ella. Cada uno de los músculos de su cuerpo se tensó, y comenzó a endurecerse. Desgraciadamente no podía hacerla rodar sobre su espalda y comenzar a hacerle todas las cosas que quería hacerle, para eso tendría que esperar. La tendría, pero tenía que tener muchísimo cuidado para no convertirlo en nada más que un buen rato. No se podía permitir el lujo de dejar que fuera otra cosa, para ninguno de los dos.
Rachel se despertó lentamente, estaba tan cómoda que no quería abrir los ojos y comenzar el día. Era normalmente madrugadora, se despertaba completamente desde el momento en que sus pies tocaban el suelo, y realmente le gustaba la mañana. Pero esta mañana en particular se había hecho una profunda madriguera con la almohada, su cuerpo caliente y se había relajado, y se dio cuenta de que había dormido mejor que en años. ¿Tan sólo dónde estaba Kell? Inmediatamente se dio cuenta de que él no estaba en la cama; sus ojos se abrieron, y estuvo levantada antes de completar el pensamiento. La puerta del cuarto de baño estaba abierta de modo que no estaba adentro.
– ¿Kell? -lo llamó, saliendo corriendo del dormitorio.
– Aquí afuera.
La respuesta venía de la parte trasera, y fue casi corriendo hasta la puerta de atrás. Él estaba sentado en el porche, llevaba puestos sólo los pantalones vaqueros, y Joe estaba acostado en la hierba a sus pies. El pato Ebenezer y su fiel bandada caminaban bamboleándose alrededor del patio trasero, cazando insectos pacíficamente. La lluvia de la noche anterior lo había dejado todo fresco, y el cielo era de un azul tan profundo y sin una sola nube, tan calmado y matutino, y caliente que casi dolía mirarlo.
– ¿Cómo te has salido de la cama sin despertarme?
Apoyando la mano en el suelo se impulsó para ponerse de pie; ella lo miró notando que parecía que podía moverme mejor que el día anterior. La afrontó a través de la tela metálica.
– Estabas muy cansada después de haberme cuidado tanto durante cuatro días.
– Te desenvuelves mejor.
– Me siento más fuerte, y la cabeza no me duele -abrió la puerta de tela metálica, y vaciló durante un momento, sus ojos negros bajando rápidamente por su cuerpo. Era todo lo que podía hacer para evitar abrazarla contra su pecho, pero ella sabía que el camisón que había elegido la noche anterior no revelaba nada, de modo que el gesto hubiera sido inútil. Probablemente se veía desaliñada, con el pelo desordenado, pero ella se lo había visto peor, así que no iba a preocuparse por eso, de todos modos.
– Estoy demasiado acostumbrada a jugar a mamá gallina -dijo riéndose un poco-. Al no estar tú en la cama me he asustado. Ya que estás bien, iré a vestirme y preparar el desayuno.
– No te vistas por mi -dijo él arrastrando las palabras, un comentario que ella ignoró mientras se alejaba. Kell la observó hasta que se perdió de vista, luego lentamente se abrió paso subiendo las escaleras y regresando dentro. Pasó el cerrojo a la puerta de tela metálica tras de sí. Ella no jugaba a llevar camisones ceñidos para después avergonzarse por lo que se traslucía, pero no lo necesitaba. Con ese camisón rosa de flores y somnolienta parecía lista para que un hombre se hundiera suavemente en su interior. Precisamente era eso lo que había querido hacer cuando se había dado cuenta de que el camisón se le había subido durante la noche y él se encontraba en apuros contra sus sedosos muslos, con tan sólo el tejido de sus calzoncillos separándolo de ella. Se había despertado totalmente necesitando alejarse de la casa, alejar de su vista la tentación. Maldijo con impaciencia su incapacidad física, porque deseaba llenarla, dura, rápida y profundamente.
Ella sólo tardo unos pocos minutos en volver a la cocina, con el pelo cepillado apartándolo de su cara y dos pinzas con forma de mariposa sujetándolo a los lados. Seguía descalza, y llevaba puestos unos vaqueros tan viejos que eran casi blancos, junto con una camisa de punto de talla grande atada en la cintura. Su rostro bronceado no tenía ni gota de maquillaje. Él se percato de que se sentía cómoda consigo misma. Probablemente podría detener los coches cuando se arreglase con seda y joyas, pero lo haría sólo cuando le apeteciese, no para beneficiar a otra persona. Estaba segura de si misma, y a Kell le gustaba eso; era tan autoritario que necesitaba a una mujer fuerte que no se dejase abatir por él, encogiéndose a su lado.
Con pocos movimientos, puso el café y empezó a freír el beicon. Hasta que la mezcla de aromas del café y el beicon no llenó el aire, él no había sido consciente de lo hambriento que estaba, pero repentinamente se le estaba haciendo la boca agua. Puso unos panecillos en el horno, batió cuatro huevos, después cortó en rodajas un melón y lo pelo. Sus claros ojos grises lo miraron directamente.
– Esto sería más fácil si tuviera mi mejor cuchillo.
Sabin rara vez reía o se divertía, pero su tono seco, regañón lo hizo querer sonreír. Se apoyó contra la mesa de trabajo tratando de reducir el peso que su pierna herida tenía que soportar, sin querer replicar. Necesitaba una manera de defenderse, aunque fuera un simple cuchillo de cocina. La lógica y el instinto insistían en eso.
– ¿Tienes algún tipo de arma por aquí?
Hábilmente Rachel movió el beicon.
– Tengo un rifle del 22 debajo de la cama, y una 357 de fogueo cargada en la guantera del coche.
Rápidamente la irritación en él aumentó; ¿por qué no había dicho nada de ellos la noche anterior? Luego ella lo miró de la cabeza a los pies, completo, y él supo que estaba esperando que dijera algo. ¿Por qué le debía dar un arma a un hombre que había puesto un cuchillo contra su cuello?
– ¿Qué hubiera sucedido si los hubiera necesitado durante la noche?
– No tengo carga para el 357 salvo de fogueo, de modo que lo descarté -contestó serenamente-. El 22 está a mano, y no sólo sé como utilizarlo, sino que tengo los dos brazos sanos a diferencia de ti -se sentía segura en Diamond Bay, pero el sentido común le indicaba que necesitaba protección; era una mujer que vivía sola, sin vecinos cerca. Las dos armas eran para aquellos hombres a los que su abuelo llamaba “indeseables”, aunque cualquiera que mirase el cargador del 357 no sabría que estaba cargado con balas de fogueo. Las había elegido para protegerse, no para matar.
Él hizo una pausa, entrecerrando sus ojos negros.
– ¿Por qué me lo dices ahora?
– Uno, porque me dijiste quién eres. Dos, porque preguntaste. Tres, incluso sin el cuchillo, no estás desarmado. Herido, pero no indefenso.