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Rachel Jones lograba que se sintiera confortablemente relajado. Su vida era tranquila, su diminuta casa era hogareña, y ese ardiente sol sureño calentaba su piel como las llamas. Todo allí era seductor, de una forma u otra. Las comidas que ella cocinaba y compartía con él le hacían pensar en como sería desayunar con ella todos los días, y esos pensamientos eran más peligrosos que cualquier arma.

Una vez había tratado de tener una vida normal, pero no había sido posible. El matrimonio no había llevado consigo la intimidad que esperaba; el sexo era bueno, y abundante, salvo que cuando el acto terminaba él seguía estando solo, alejado del resto del mundo en parte por su naturaleza y por las circunstancias. Le había gustado su esposa, como máximo, pero eso había sido todo. Ella no había sido capaz de escalar las barreras para llegar al hombre que se encontraba en su interior; incluso era posible que nunca se hubiese percatado de su existencia. En verdad ella o no se había dado cuenta o no había deseado enfrentarse a la verdadera naturaleza de su trabajo. Simplemente Marilyn Sabin había visto a su marido como uno de los miles de hombres normales que tenían un trabajo de oficina en Washington, D.C. que iba al trabajo cada mañana y regresaba -normalmente- por la noche. Ella estaba ocupada con sus prácticas como abogada y muchas veces tenía que trabajar hasta tarde, de modo que lo entendía. Era una mujer animosa, de carácter alegre, de modo que el distante Kell había estado perfectamente satisfecho con ella, y ella jamás había intentado ver al hombre más complicado que había bajo la superficie.

Kell giró su cara hacía el sol, sintiendo como todo en su interior se relajaba y su respiración se hacía más lenta. Marilyn… habían pasado años desde la última vez que pensara en ella, un claro indicio de lo poco que había llegado a calar en su interior. El divorcio no había provocado ninguna respuesta en él salvo un encogimiento de hombros; caramba, debería haber estado loca si se hubiera quedado con él después de lo que sucedió.

El intento contra su vida había sido torpe, o no había estado bien planeado o no lo acabaron de ejecutar. Él y Marilyn habían salido a cenar fuera, una de lo raras ocasiones en su vida conyugal en la que habían salido juntos, y además a uno de los sitios tan lujosos que a Marilyn tanto le gustaban. Kell había visto al tirador apostado tan pronto como dejaron el restaurante y actuó de inmediato, apartando de un empujón a Marilyn y rodando para protegerse a si mismo. Su acción había salvado la vida de Marilyn, porque la había apartado de la trayectoria del disparo que el tirador había efectuado casi simultáneamente al empujó de Kell, hiriendo solamente a Marilyn en el brazo derecho.

Esa noche, cambió para siempre la forma en que Marilyn veía a su marido, y no le gustó lo que vio. Había visto la calma con la que él rastreo y acorraló a su asaltante, la corta pelea, como dejaba con crueldad al hombre inconcsiente en el suelo, oyó la autoridad con la que Kell dio órdenes a los hombres para que llegaran en poco tiempo y asumieran el control. Uno de esos hombres la llevó a un hospital, dónde fue tratada y se recuperó con rapidez mientras Kell pasaba la noche uniendo las piezas del rompecabezas para comprender cómo había sabido el tirador dónde se iba a encontrar esa tarde. La respuesta, obviamente, había sido Marilyn. Ella no había mantenido en secreto sus movimientos o el hecho de que esa noche iba a cenar con su marido, o el lugar; en verdad no había sabido lo peligroso y altamente clasificado era el trabajo de su marido, ni se interesó por averiguarlo.

Cuando Kell la visitó al día siguiente en el hospital su matrimonio estaba roto en todos los sentidos menos el legal. Lo primero que le dijo Marilyn, con mucha serenidad, era que quería el divorcio. No sabía lo que él hacía, no lo quería saber, pero no iba a poner en juego su vida por su matrimonio como él hacía. Su vanidad pudo sufrir un poco cuando Kell accedió tan fácilmente, pero también él había estado pensando durante toda la noche, y había llegado básicamente a la misma conclusión, pero por razones diferentes.

Kell no la culpó por querer el divorcio; había sido lo prudente. También le había demostrado lo fácilmente que podrían llegar a él a través de la persona que supuestamente se encontraba más cercana a él. Había constatado que había sido un error intentar tener una vida normal, teniendo en cuenta quién era y lo que hacía. Otros hombres podían manejarlo, pero esos otros hombres no eran Kell Sabin, cuyos especiales talentos lo acercaban a cualquier peligro. Si había alguien al que otras agencias de inteligencia quisieran sacar de circulación, ése era Kell Sabin. Al ser un blanco, cualquiera que se le acercara también se convertía en un blanco.

Le había enseñado una lección. Nunca más había vuelto a permitir que nadie se le acercara para que pudieran usarlo contra él, o pudieran dañarle. Había escogido esa vida, porque era realista y un patriota, y estaba dispuesto a pagar sin importar el precio que supusiera, excepto -determinó él- que nunca más se vería envuelto un niño, un civil, una de las mismas personas cuya vida y libertad había jurado proteger.

No había vuelto a sentirse tentado por casarse, o tener una amante. El sexo era casual, nunca regularmente con la misma mujer, y estaba siempre al tanto de cuántas veces veía a alguien en concreto. Había ido bien.

Hasta Rachel. Ella lo tentaba. ¡Maldición, cómo lo tentaba! Su parecido con Marilyn era insignificante; era cómoda e informal, cuando Marilyn había sido fastidiosa y elegante. Sabía más de la cuenta -de alguna manera, lo sabía- sobre su vida en general, mientras que Marilyn sólo había visto una parte minúscula durante los años en los que habían estado casados.

Pero simplemente no saldría bien. No podía consentir que ocurriera. Observó como trabajaba Rachel en su pequeño huerto, contenta con esas tareas. El sexo con ella sería ardiente y duraría mucho tiempo, retorciéndose en esa cama con ella, y no se preocuparía si él le desordenaba el pelo o deshacía su maquillaje. Para protegerla, tenía que asegurarse que fuera simplemente sexo. Cuando se marchara para siempre de su vida sería por el bien de ella, y por el suyo. Tenía una gran deuda por lo mucho que se había arriesgado para ayudarlo siendo un desconocido como para hacerle algún daño.

Ella se puso de pie y se desperezó, alzando los brazos a gran altura en el aire; el movimiento alzó sus pechos empujándolos contra la desgastada tela de su camiseta. A continuación recogió la cesta y anduvo cuidadosamente a través de las muchas hileras de verduras hacía él; Joe dejó su sitio al final de la fila y la siguió tratando de cobijarse bajo su sombra. Había una sonrisa en la cara de Rachel cuando se acercó a Kell, sus ojos grises ardientes y claros, su delgado cuerpo moviéndose atractivamente. Él la vigiló mientras se acercaba, conciente de ella con cada célula de su cuerpo. No, no había modo de ponerla en peligro quedándose más tiempo del estrictamente necesario; el verdadero peligro era que estaba tan hambriento de ella que podía sentirse tentado de volver a verla, algo que no podía permitir que sucediera.

Capítulo Ocho

Los pocos días siguientes pasaron lentos, calurosos y tranquilos. Ahora que Kell estaba mejor y no requería una vigilancia constante Rachel volvió a su plan de trabajo normal; terminó de planificar el curso y empezó a trabajar en su libro de nuevo, al igual que en el huerto y todas las demás pequeñas tareas que parecían no acabar nunca. Consiguió las balas que Kell le había pedido, y la 357 nunca se encontraba muy lejos de su mano. Cuando estaban dentro de la casa, algunas veces la colocaba en la mesilla del dormitorio, pero normalmente la solía llevar en el bolsillo trasero de los pantalones, donde podría cogerla al instante.