– Ahora -dijo él guturalmente, mientras tiraba de ella hacia la habitación.
Se bajó los calzoncillos pero no perdió tiempo en quitarse la camisa; ni siquiera en bajarse los pantalones, abriéndolos solamente y empujándolos abajo. No lo hicieron en la cama. La tomó en el suelo tan desesperado por estar dentro de ella, envainarse en su cuerpo y eliminar toda distancia entre ellos, que no pudo esperar. Rachel se agarró a él cuando golpeó contra ella, cada centímetro de su carne, cada célula, marcada a hierro con su posesión. E incluso entonces ambos supieron que no sería suficiente.
Esa tarde cuando ya anochecía ella salió al jardín para recoger unos pimientos frescos para agregarlos a la salsa para los fideos que estaba cocinando. Kell estaba tomando una ducha y Joe, extrañamente, no estaba a la vista. Empezó a llamarlo, pero decidió que debía estar dormido bajo el arbusto principal, refugiándose del calor. La temperatura rondaría los treinta grado y la humedad era alta, lo que presagiaba tormenta. Con la mano llena de pimientos cruzó el patio trasero hasta la casa. Nunca pudo decir después, de donde llegó; no había nadie a la vista, ni ningún lugar donde pudiera esconderse. Pero cuando subió los primeros peldaños del porche, de repente estaba detrás de ella, su mano sobre su boca y tirando de su cabeza hacia atrás. Su otro brazo la agarró casi en el mismo movimiento que Kell había usado cuando la asaltó por la espalda, pero en vez de un cuchillo, ese hombre empuñaba un arma; la luz del sol brilló sobre el lustre azulado.
– No hagas ningún ruido y no te heriré -murmuró el hombre contra su oreja, su voz suave en las consonantes y puro líquido en las vocales-. Estoy buscando a un hombre. Se supone que está en esta casa.
Ella le arañó la mano, intentando gritar una advertencia aunque Kell podía estar todavía en la ducha y no podría oírla. ¿Pero que sucedía si Kell la oía? Intentando ayudarla podría hacer que le dispararan. El pensamiento la paralizó, y se echó contra el hombre, esforzándose por organizar su mente y pensar en lo que podía hacer.
– Shhh -dijo el hombre en voz baja, suave que hizo que el cuerpo de ella se helara-. Abre la puerta ahora, y entraremos tranquilos y fácilmente.
No tenía ninguna elección salvo abrir la puerta. Si hubiera querido matarla ya lo hubiera hecho, pero aun podía golpearla para dejarla inconsciente, y el resultado sería el mismo: sería incapaz de ayudar a Kell si la oportunidad se presentaba. El hombre la empujó caminando contra su cuerpo grande, sosteniéndola con tanta fuerza que no pudiera soltarse. Ella miró fijamente el arma en su mano. ¿Dónde estaría Kell? Intentó escuchar la ducha, pero el latido de su corazón rugía como un trueno en sus oídos cubriendo el sonido. ¿Se estaría vistiendo? ¿Había oído la puerta trasera? Aun cuando la hubiera oído, ¿pensaría en ello? Confiaban en Joe para avisarles si cualquiera se acercaba. Seguido de este pensamiento vino otro, y el pozo del dolor volvió a ella. ¿Había matado a Joe? ¿Era por eso que el perro no se había acercado a la casa cuando ella había salido al jardín?
Entonces Kell salió de la habitación, llevando sólo los pantalones vaqueros y la camisa de la mano. Se detuvo, su cara completamente inmóvil mientras miraba al hombre que la tenía, y después a los aterrados ojos que asomaban por encima de la mano que tapaba su boca.
– Estás dándole un susto de muerte -dijo en un tono frío, controlado.
La mano sobre su boca se aflojó, pero el hombre no la soltó por completo.
– ¿Ella es tuya?
– Es mía.
Entonces el hombre grande la soltó, apartándola con suavidad de sí mismo.
– No me dijiste nada sobre una mujer, por lo que no me iba a arriesgar -le dijo a Kell, y Rachel comprendió quién era.
Se mantuvo en silencio, luchando por recuperar el control y consiguiéndolo lentamente, respirando profundamente hasta que pensó que podría hablar sin que la voz le temblara.
– Tú debes de ser Syllivan -dijo ella, con una calma admirable cuando gradualmente relajó sus manos.
– Sí, señora.
No sabía que se había esperado, pero no era esto. Él y Kell se parecían tanto que se tambaleó. No físicamente, pero ambos tenían la misma tranquilidad, el mismo aura de poder. Tenía el pelo largo, aclarado por el sol, y sus ojos eran tan agudos y dorados como los de un águila. Una cicatriz le cortaba el pómulo izquierdo, testimonio de alguna batalla anterior. Era un guerrero, delgado, duro y peligroso… como Kell.
Mientras lo había estado mirando, él le había dado el mismo trato, estudiándola mientras ella se esforzaba por el control. Una esquina de su boca se estiró en casi una sonrisa.
– Siento haberla asustado, señora. Admiro su control. Jane me hubiera dado patadas en las espinillas.
– Probablemente lo hizo -comentó Kell, su tono aun frío, pero ahora con un fondo divertido.
Las cejas oscuras de Sullivan bajaron sobre sus ojos dorados.
– No -dijo él secamente-. Ahí no fue donde me dio patadas.
Esa parecía una historia fascinante, pero aunque Kell seguía pareciendo divertido, no siguió.
– Ésta es Rachel Jones -dijo mientras alargaba su mano hacia ella en una orden sin palabras-. Me sacó del océano.
– Encantado de conocerla -la pronunciación de Sullivan era suave y grave mientras veía cómo Rachel se acercaba inmediatamente a Kell en respuesta a la mano extendida de él.
– Me alegro de conocerlo, señor Sullivan… creo.
Kell le dio un pequeño y reconfortante apretón, y luego empezó a tirar de su camiseta; era una acción que aún le causaba alguna dificultad, debido a la rigidez de su hombro y a la herida. Sullivan miró, el tejido rojizo y sensible de la cicatriz, formado recientemente donde la bala había herido el hombro de Kell.
– ¿Cuál es el daño?
– He perdido un poco de flexibilidad, pero aún hay inflamación. Podría recuperar una parte cuando la inflamación baje.
– ¿Tienes heridas en otro sitio?
– En el muslo izquierdo.
– ¿Te retrasará?
– Quizás. He estado corriendo, preparándome.
Sullivan gruñó. Rachel comprendió que el hombre no quería hablar libremente delante de ella, la misma cautela inculcada que caracterizaba a Kell.
– ¿Tiene hambre, señor Sullivan? Estamos preparando fideos.
Esa mirada salvajemente animal se iluminó.
– Sí, señora. Gracias -la suavidad de su pronunciación lenta y grave de sus corteses modales hacia tal contraste con la fiereza de sus ojos que Rachel sintió que perdía el equilibrio. ¿Por qué Kell no la había advertido?
– Entonces terminaré mientras vosotros habláis. Debo de haber dejado caer los pimientos cuando me agarró -dijo ella. Empezó a caminar hacia la puerta, entonces retrocedió, con pena en sus ojos-. ¿Señor Sullivan?
Él y Kell se dirigían a la sala, y Sullivan se detuvo, mirándola.
– ¿Señora?
– Mi perro -dijo ella, con la voz temblando ligeramente -. Siempre está fuera cuando salgo. ¿Por qué no está…?
El entendimiento apareció en esos ojos dorados y salvajes.
– Está bien. Lo tengo atado en ese bosquecito de pinos. Me llevó un tiempo condenadamente largo ser más astuto que él. Es un buen animal.
El alivio la debilitó.
– Entonces iré a desatarlo. ¿No le hizo daño?
– No, señora. Está aproximadamente a cien metros, a la izquierda de ese senderito.
Ella corrió bajando por el sendero, con el corazón latiéndole sordamente; Joe estaba donde Sullivan había dicho que estaría, atado fuertemente a un pino, y estaba furioso. Incluso le gruñó a Rachel, pero ella le habló suavemente y se le acercó a paso lento, tranquilo, mientras lo calmaba antes de arrodillarse a su lado para desatar la soga alrededor de su cuello. Incluso entonces siguió hablando, dándole palmaditas, rápidas, y los gruñidos disminuyeron en su garganta. Finalmente acepto un abrazo, y por primera vez le dio un lametón dándole la bienvenida. Un nudo subió por su garganta.