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Por desgracia, no pasaba lo mismo con el resto del cuerpo. La forma física de Rose era de todo menos leal. Tan voluble era su cuerpo que no podía ni clasificarlo, como hacía la revista Vida Sana con los cuerpos de sus lectoras. Si perteneciera al grupo de «forma de pera», por ejemplo, tendría las caderas más anchas que los hombros. Si tuviera, en cambio, «forma de manzana», tendería a engordar en el vientre y el pecho. Pero Rose, que tenía cualidades tanto de las peras como de las manzanas, no sabía muy bien en qué categoría encuadrarse, a menos que existiera otro grupo que la revista no hubiera mencionado: el de la «forma de mango», gruesa por todas partes y más gorda en el culo. «Qué coño», se dijo. Ahora que se había terminado el infernal proceso de divorcio, iba a convertirse en una nueva mujer. «Desde luego», pensó. «Desde luego» era la expresión que Rose utilizaba en lugar de «sí». En lugar de «no» decía «para nada».

Fortalecida con la idea de sorprender a su ex marido y su amplia familia política con su pronta transformación en una nueva mujer, Rose escudriñó el pasillo. Tendió las manos hacia golosinas y caramelos (toffees sin azúcar, gominolas de frutas, ruedas de regaliz) y en cuanto los echó al carro salió corriendo como si la persiguieran. Pero al ceder a la tentación del dulce se le debió de poner en marcha la mala conciencia, porque al cabo de un instante estaba batallando con un remordimiento más profundo. ¿Cómo podía haber dejado a su hija sola en el coche? Todos los días hablaban por la radio de algún bebé secuestrado ante su casa, o de alguna madre acusada de negligencia… La semana anterior una mujer de Tucson había incendiado su casa y casi mató a sus dos hijos, que dormían dentro. Si alguna vez llegaba a pasarle algo parecido, pensó Rose, su suegra estaría encantada. Shushan, la matriarca omnipotente, la llevaría de inmediato a juicio reclamando la custodia de su nieta.

Inmersa en tan sombríos pensamientos, Rose no pudo evitar estremecerse. Era cierto que últimamente andaba algo despistada y se olvidaba incluso de cosas que antes hacía sin pensar, pero nadie, ni una sola persona en su sano juicio podía acusarla de ser mala madre. ¡Para nada! Se lo iba a demostrar tanto a su ex marido como a su descomunal familia armenia. La familia de su ex marido procedía de un país en el que la gente tenía apellidos impronunciables y albergaba secretos que ella no podía descifrar. Rose siempre se había sentido una extraña entre ellos, siempre consciente de ser una odar, aquella pegajosa palabra que se había adherido a ella desde el primer día.

Qué terrible era seguir apegada mental y emocionalmente a alguien de quien estaba físicamente separada. Cuando se asentó el polvo, de aquel año y ocho meses de matrimonio lo único que le quedó fue resentimiento y un bebé.

– Es todo lo que me queda -murmuró Rose. Ese, desde luego, era el efecto secundario más común de la amargura crónica posmatrimoniaclass="underline" ahora hablaba sola. Por mucho diálogo que imaginara, jamás se quedaba sin palabras. En las últimas semanas Rose había discutido varias veces en su imaginación con todos y cada uno de los miembros de la familia Tchajmajchian, defendiéndose con decisión, ganando siempre, articulando fluidamente todo lo que no había podido expresar durante el divorcio y de lo que se había lamentado desde entonces.

¡Ahí estaban! Pañales superabsorbentes sin látex. Mientras los ponía en el carrito advirtió que un hombre de mediana edad, pelo cano y perilla le sonreía. Lo cierto es que a Rose le gustaba exhibir su maternidad, y ahora que tenía público no pudo evitar una sonrisa. Alzó el brazo alegremente para coger una caja enorme de toallitas perfumadas de áloe vera y vitamina E. Gracias a Dios algunas personas apreciaban su condición de madre. Empujada por el ansia de reconocimiento, recorrió arriba y abajo el pasillo de productos para niños y en cada trayecto encontró algo que no había tenido intención de comprar pero que ahora decidió llevarse: tres botes de loción antibacteriana para aliviar las irritaciones producidas por el pañal, un termómetro con forma de patito que avisaba cuando el agua de la bañera del bebé estaba demasiado caliente, un juego de seis protectores para que los niños no se pillaran los dedos en las puertas y un chupete con forma de mariposa que tras ser enfriado en la nevera aliviaba el dolor de muelas. Lo echó todo en el carrito. ¿Quién podría decir que era una madre irresponsable? ¿Cómo podían acusarla de no prestar atención a las necesidades de su hija? ¿Acaso no había dejado sus estudios universitarios cuando nació la niña? ¿Acaso no se había roto los cuernos por sacar adelante aquel matrimonio? De vez en cuando le gustaba imaginar que todavía iba a la universidad, que todavía era virgen y, sí, que todavía estaba delgada. Hacía poco había encontrado trabajo en el bar de la universidad, un trabajo que podía ayudarla a hacer realidad su primer sueño, aunque no le serviría para los otros dos.

Al entrar en el siguiente pasillo se le formó una mueca en la cara. Comida internacional. Echó un nervioso vistazo a los botes de crema de berenjena y latas de hojas de parra saladas. ¡Basta de patlijan! ¡Basta de sarmas! ¡Basta de comida étnica rara! Con solo ver aquel espantoso khavourma se le revolvía el estómago. A partir de ahora cocinaría lo que le diera la gana. ¡Prepararía para su hija auténticos platos de Kentucky! Durante un rato se quedó allí devanándose los sesos en busca de un ejemplo de la comida perfecta. Se le animó el semblante al pensar en las hamburguesas. ¡Desde luego!, se dijo. Y eso no era todo: huevos fritos y tortitas y perritos calientes con cebollas y cordero a la brasa, sí, sobre todo cordero a la brasa… En lugar de esa densa bebida de yogur que estaba más que harta de ver en todas las comidas, tomarían sidra de manzana. A partir de entonces elegiría todos los días platos de la cocina del sur: chile picante o beicon ahumado… o… garbanzos. Serviría esos platos sin quejas. Lo único que necesitaba era un hombre que se sentara frente a ella al final del día, un hombre que la quisiera de verdad, a ella y sus recetas. Desde luego, eso era lo que necesitaba: un amante sin bagaje étnico, sin nombres imposibles de pronunciar y sin familia numerosa; un amante nuevecito que supiera apreciar los garbanzos.

Hubo un tiempo en que Barsam y ella se querían, un tiempo en el que Barsam no se fijaba, ni siquiera le importaba, en lo que ella pusiera en la mesa, porque su mirada estaba en otra parte, clavada en la de ella, inundada de amor. Se sonrojó al acordarse de aquellos lascivos momentos, pero al instante se quedó helada al recordar la siguiente fase. Por desgracia, enseguida entró aquella horrible familia en escena para dominarla eternamente, y desde entonces el afecto que sentían el uno por el otro se fue desvaneciendo. Si esa pandilla de Tchajmajchian no hubieran metido sus aguileñas narices en su matrimonio, pensó Rose, su marido seguiría a su lado. «¿Por qué teníais que meteros constantemente en nuestro matrimonio?», le preguntó a Shushan, a quien ahora imaginaba sentada en su butaca contando los puntos de su labor, haciendo otra manta para su nieta. Pero su suegra no respondió. Rose, exasperada, repitió la pregunta. Aquel, desde luego, era el segundo efecto secundario más común del resentimiento crónico posmatrimoniaclass="underline" no solo hablaba sola, sino que se volvía tozuda con los demás. Aunque estuviera a punto de romperse, jamás se doblegaba. «¿Por qué no nos dejasteis nunca en paz?» Rose planteó la misma pregunta, una a una, a las tres hermanas de su marido (la tía Surpun, la tía Zarouhi y la tía Varsenig), mientras miraba ceñuda los botes de babaghanoush que había en los estantes del supermercado.