Mustafa compartía piso con un estudiante de Indonesia que hablaba muy poco, trabajaba mucho y escuchaba viejas cintas como Sonidos de arroyos de montaña o Cantos de ballenas para dormir todas las noches. Mustafa pensaba que se encontraría menos solo en Arizona con un compañero de piso, pero había resultado justo lo contrario. Por la noche, solo en su cama y a miles de kilómetros de su familia, no podía luchar contra las voces que oía dentro de su cabeza. Voces que lo juzgaban y culpaban por lo que era. Dormía mal. Pasaba muchas noches viendo comedias antiguas o navegando por internet. Eso le ayudaba. Los pensamientos se detenían, pero volvían durante el día. Mientras iba de casa a la universidad, entre clases o durante el almuerzo, Mustafa se sorprendía pensando en Estambul y en cómo le gustaría poder borrar su memoria y reiniciar el programa, hasta eliminar todos los archivos definitivamente.
Le habían mandado a Arizona para que escapara del mal presagio que caía sobre los hombres de la familia Kazancı. Pero él no creía en esas cosas. Se había apartado de todas aquellas supersticiones familiares, las cuentas contra el mal de ojo, la lectura de los posos del café, las ceremonias de adivinación, no tanto por una decisión consciente como por un reflejo involuntario. Pensaba que todo eso formaba parte de un mundo oscuro y complicado propio de las mujeres.
De todas formas, las mujeres eran un misterio. A pesar de haber crecido entre tantas, siempre se había sentido lejos de ellas.
Mustafa se había criado como el único niño en una familia en la que los hombres morían demasiado pronto e inesperadamente. Había experimentado crecientes deseos sexuales, rodeado de hermanas sobre las que era tabú fantasear. Sin embargo, le asaltaban pensamientos nefandos sobre las mujeres. Al principio le gustaban chicas que lo despreciaban. Aterrado ante la posibilidad de ser rechazado, puesto en ridículo y vilipendiado, empezó a desear el cuerpo femenino a distancia. Ese año había mirado furioso las fotos de top models de las revistas estadounidenses como si quisiera asumir el hecho insoportable de que ninguna mujer tan perfecta llegaría jamás a desearle.
Mustafa nunca olvidaría la fiera expresión de Zeliha cuando le llamó «un precioso falo». La vergüenza de aquel momento todavía le atormentaba. Sabía que Zeliha podía ver, más allá de su forzada masculinidad, la auténtica historia de su educación. Zeliha era consciente de que una madre opresora le había mimado y se lo había dado todo hecho, y que un padre opresor le había pegado e intimidado.
«Al final eres a la vez narcisista e inseguro», le había dicho.
¿Podrían haber sido distintas las cosas entre Zeliha y él? ¿Por qué se sentía tan rechazado y tan poco querido con tantas hermanas y una madre que lo adoraba?
Zeliha siempre se había burlado de él, y su madre siempre lo había admirado. Mustafa solo quería ser un hombre normal, bueno, aunque también se equivocara. Lo único que necesitaba era compasión y la oportunidad de ser mejor persona. Si tuviera una mujer que lo quisiera, todo sería distinto. Mustafa sabía que tenía que salir adelante en Estados Unidos, no porque quisiera lograr un futuro mejor, sino porque tenía que librarse de su pasado.
– ¿Cómo estás? -dijo la joven cajera con una sonrisa.
Era algo a lo que Mustafa todavía no se había acostumbrado: en Estados Unidos todo el mundo le preguntaba a los demás cómo estaban, incluso a los desconocidos. Comprendía que se trataba de un saludo, no de una pregunta sincera, pero él no sabía cómo devolverlo con la misma facilidad.
– Estoy bien, gracias. ¿Y tú?
La chica sonrió de nuevo.
– ¿De dónde eres?
Algún día, pensó Mustafa, hablaría de tal forma que nadie volvería a hacerle aquella grosera pregunta porque nadie se imaginaría ni por un momento que fuera extranjero. Cogió su bolsa de plástico y salió.
Una pareja de origen mexicano cruzaba la calzada, ella empujando un cochecito de bebé, él con un niño pequeño de la mano. Caminaban sin prisa y Rose los miraba con envidia. Ahora que su matrimonio había terminado, todas las parejas que veía se le antojaban satisfechas y felices.
– ¿Sabes qué? Ojalá la bruja de tu abuela me hubiera visto coquetear con ese turco. ¿Te imaginas su espanto? ¡No se me ocurre una pesadilla peor para la orgullosa familia Tchajmajchian! Orgullosa y altiva… orgullosa y…
Rose no terminó la frase porque la distrajo un pensamiento procaz. El semáforo se puso en verde, los coches que tenía delante arrancaron y la furgoneta que tenía detrás tocó el claxon. Pero Rose no se movió. La fantasía era tan deliciosa que no podía moverse. Su mente se regodeó en muchas imágenes, mientras sus ojos lanzaban un rayo de rabia pura en ángulo oblicuo. Ese, desde luego, era el tercer efecto secundario más común del resentimiento crónico posmatrimoniaclass="underline" no solo hablabas sola y te ponías tozuda con los demás, sino que también te volvías bastante irracional. Cuando una mujer siente un resentimiento justificable, el mundo se tergiversa y la sinrazón parece perfectamente razonable.
Oh, dulce venganza. La recuperación era un plan a largo plazo, una inversión que daba frutos con el tiempo. Pero la venganza era rápida. El primer instinto de Rose era hacer algo, cualquier cosa, para exasperar a su ex suegra. Y en todo el mundo solo existía una cosa que pudiera molestar a las mujeres de la familia Tchajmajchian incluso más que un odar: ¡un turco!
Qué interesante sería flirtear con el archienemigo de su ex marido. Pero ¿dónde encontrar a un turco en medio del desierto de Arizona? No crecían como cactus, ¿verdad? Rose soltó una risita mientras su expresión de reconocimiento se convertía en otra de intensa gratitud. Qué magnífica coincidencia que la fortuna acabara de presentarle a un turco. ¿O no era coincidencia?
Tarareando la canción de la cinta, Rose se puso en marcha. Pero en lugar de seguir por su camino, giró a la izquierda, dio media vuelta y, una vez en el otro carril, aceleró.
Primitive love, I want what it used to he….
Al cabo de un momento el Jeep Cherokee de 1984 azul marino había llegado al aparcamiento del supermercado Fry.
I don't have to think, right now you've got me at the brink
This is goodbye for all the times I cried….
El coche trazó un semicírculo y maniobró para llegar a la salida principal del supermercado. Justo cuando Rose estaba a punto de perder la esperanza de volver a dar con el joven, lo vio aguardando pacientemente en la parada del autobús con la bolsa de plástico medio vacía junto a él.
– ¡Eh, Mostafá! -chilló asomando la cabeza por la ventanilla medio abierta-. ¿Quieres que te lleve?
– Sí, gracias. -Mustafa intentó tímidamente corregir su pronunciación-. Es Mus-ta-fa…
Rose sonrió.
– Mustafa, te presento a mi hija, Armanoush… ¡Pero yo la llamo Amy! Amy, este es Mustafa, Mustafa, esta es Amy…
Mientras el joven sonreía a la niña dormida, Rose le miró la cara buscando alguna reacción, pero no encontró ninguna. De manera que, decidida a darle otra pista, esta vez más reveladora, añadió:
– El nombre completo es Amy Tchajmajchian.
Si aquello le inspiró cualquier tipo de rechazo, Mustafa no lo demostró, de forma que Rose se vio en la necesidad de repetir el nombre, por si acaso no lo había entendido la primera vez: