– ¡Armanoush Tchaj-maj-chi-an!
Entonces saltó una chispa en los ojos avellana del joven, aunque no por el motivo que Rose imaginaba.
– Chak-mak-chi-an… Çak-mak-çı… ¡Oye, eso parece turco! -exclamó encantado.
– Bueno, en realidad es armenio -dijo ella. De pronto se sentía insegura-. Su padre… vaya, mi ex marido… -tragó saliva como si quisiera eliminar un regusto amargo-… era, bueno, es armenio.
– ¿Ah, sí? -replicó él como si nada.
¿Es que no lo entendía?, se preguntó Rose mientras se mordisqueaba el interior de la mejilla. Luego, como exhalando un hipo contenido que se le agolpara en la garganta, lanzó una carcajada. «Pero es guapo… muy guapo… ¡Será mi dulce venganza!»
– Oye, no sé si te gusta el arte mexicano, pero mañana por la noche se inaugura una exposición colectiva. Si no tienes otros planes podríamos ir a verla y luego a comer algo.
– ¿Arte mexicano? -vaciló Mustafa.
– Todo el mundo que lo ha visto dice que está muy bien. Bueno, ¿qué me dices? ¿Te apetece venir conmigo?
– ¡Arte mexicano! -repitió Mustafa con seguridad-. Claro, ¿por qué no?
– Genial -se animó Rose-. Me alegro mucho de conocerte, Mostafá -dijo, pronunciando otra vez mal su nombre. Pero esta vez Mustafa no sintió la necesidad de corregirla.
3
– ¿Es verdad? ¡Por favor, que alguien me diga que no es verdad! -exclamó el tío Dikran Stamboulian, abriendo la puerta de golpe para irrumpir en el salón en busca de su sobrino o sobrinas o cualquiera dispuesto a consolarle. Tenía los ojos oscuros, ahora algo saltones por los nervios, y un poblado bigote que caía hacia los lados y luego se curvaba ligeramente hacia arriba en los extremos, dibujando una sonrisa en sus labios incluso en los momentos más serios.
– Por favor, cálmate y siéntate, tío -masculló sin mirarle la tía Surpun, la más joven de las hermanas Tchajmajchian. Era la única de la familia que había apoyado sin reservas el matrimonio de Barsam con Rose y ahora se sentía culpable. Y no estaba acostumbrada a reprocharse nada. Profesora de humanidades de la Universidad de California en Berkeley, Surpun Tchajmajchian era una intelectual feminista y segura de sí misma que creía que cualquier problema de este mundo se podía solucionar mediante el diálogo sereno y la razón. En ocasiones esa particular creencia la hacía sentirse muy sola en una familia tan temperamental como la suya.
Dikran Stamboulian hizo lo que le decían y arrastró los pies hacia una silla, mordisqueándose los extremos del bigote. La familia estaba reunida en torno a una mesa antigua de caoba plagada de comida, aunque nadie parecía estar comiendo nada. Las niñas gemelas de la tía Varsenig dormían tranquilamente en el sofá. El primo lejano Kevork Karaoglanian también estaba. Había acudido desde Mineápolis para un evento social organizado por la Comunidad de Jóvenes Armenios del Área de la Bahía. Durante los últimos tres meses Kevork había asistido con diligencia a todos los eventos organizados por el grupo: un concierto benéfico, el picnic anual, la fiesta de Navidad, la fiesta del viernes por la noche, la gala de invierno anual, el almuerzo del domingo y una regata de balsas en beneficio del ecoturismo en Eriván. El tío Dikran sospechaba que la razón de que su guapo sobrino acudiera con tanta frecuencia a San Francisco no era tan solo su compromiso con la organización, sino que albergaba una atracción secreta por una chica que había conocido en el grupo.
Dikran Stamboulian miró con ansia la comida de la mesa y tendió la mano hacia una jarra de bebida de yogur, americanizada con demasiado hielo. Varios cuencos de arcilla multicolores de distintos tamaños contenían los platos que más le gustaban: fassoulye pilaki, kadın budu köfte, karnıyarık, churek recién hecho y, para su deleite, bastırma. Aunque seguía echando chispas, se ablandó al ver el bastırma y se derritió del todo al ver al lado su plato preferido: burma.
A pesar de que siempre había estado bajo la estricta vigilancia dietética de su mujer, todos los años el tío Dikran añadía otra capa de grasa a su infame barriga, como un nuevo anillo de crecimiento en el tronco de un árbol. Ahora era un hombre corpulento, bajo y rechoncho, al que no le importaba llamar la atención por eso. Dos años antes le habían ofrecido un papel en un anuncio de pasta. Hizo de cocinero alegre al que nada podía enturbiar el ánimo, ni siquiera que le dejara su novia, puesto que todavía le quedaba su cocina y podía preparar espaguetis. En realidad, igual que en el anuncio, el tío Dikran era un hombre de un buen humor tan excepcional que cada vez que uno de sus muchos conocidos quería ilustrar el tópico de que los gordos son gente alegre, citaba su nombre. Sin embargo, ese día el tío Dikran no parecía él mismo.
– ¿Dónde está Barsam? -preguntó mientras tendía la mano hacia un köfte-. ¿Sabe a qué se dedica su mujer?
– ¡Ex mujer! -le corrigió la tía Zarouhi. Como si fuera una joven maestra de escuela elemental que bregaba todo el santo día con niños rebeldes, no podía evitar corregir cualquier error que le saliera al paso.
– ¡Sí, ex! ¡Pero ella no lo reconoce! Esa mujer está loca, seguro. Lo está haciendo a propósito. Si Rose no hace esto solo para molestarnos, yo ya no me llamo Dikran. ¡Buscadme otro nombre!
– No necesitas otro nombre -le consoló la tía Varsenig-. Sin duda lo está haciendo a propósito…
– Tenemos que rescatar a Armanoush -terció la abuela Shushan, la matriarca de la familia.
Se levantó de la mesa para ir a su butaca. Aunque era una cocinera maravillosa, jamás tuvo mucho apetito y últimamente sus hijas temían que hubiera encontrado la manera de seguir viva tomando solo una taza de té al día. Era una mujer bajita y huesuda con una fuerza excepcional para enfrentarse a situaciones mucho peores que aquella; su delicado rostro emitía un aura de eficiencia. Su negativa a admitir la derrota pasara lo que pasase, su inamovible convicción de que la vida era una lucha, tres veces más penosa para los armenios, y su capacidad para ganarse a cualquiera que se cruzara en su camino habían pasmado a lo largo de los años a muchos miembros de la familia.
– Lo más importante es el bienestar de la niña -masculló la abuela Shushan mientras acariciaba la medalla de plata de san Antonio que siempre llevaba. El santo patrón de los objetos perdidos la había ayudado muchas veces a afrontar las pérdidas que había sufrido en su vida.
Tras estas palabras la abuela Shushan cogió las agujas de hacer punto. De ellas colgaban las primeras pasadas de una manta azul para bebés con las iniciales «A. K.» tejidas en el borde. Hubo unos instantes de silencio, mientras todos los presentes observaban el grácil movimiento de sus manos con las agujas. Para la familia la labor de la abuela Shushan era como una terapia de grupo. La segura y regular cadencia de los puntos calmaba a todo el mundo, y les parecía que mientras la abuela Shushan hiciera punto, no había nada que temer y al final todo saldría bien.
– Tienes razón, pobre Armanoush -comentó el tío Dikran, que por lo general se ponía del lado de Shushan en cualquier disputa familiar, sabiendo que era mejor no disentir con la omnipotente matriarca. A continuación bajó la voz para preguntar-: ¿Qué será de ese corderito inocente?
Antes de que nadie pudiera contestar, se oyó un tintineo en la puerta y alguien abrió con llave. Era Barsam, pálido, con cara de preocupación tras sus gafas de montura metálica.
– ¡Ja! ¡Mirad quién ha llegado! -exclamó el tío Dikran-. Señor Barsam, a tu hija la va a criar un turco y tú aquí de brazos cruzados… Amot!
– ¿Y qué puedo hacer? -se lamentó Barsam Tchajmajchian, volviéndose hacia su tío. Luego alzó la vista hacia una enorme reproducción del Bodegón con máscaras de Martiros Saryan, como si el cuadro ocultara la respuesta que necesitaba. Pero no debió de encontrar solaz en él, porque cuando volvió a hablar su voz tenía el mismo tono inconsolable-. No tengo ningún derecho a intervenir. Rose es su madre.