– Aman! ¡Menuda madre! -rió Dikran Stamboulian. Tenía una risa chillona, extraña en un hombre de su tamaño, un detalle del que era consciente e intentaba dominar, menos cuando estaba en tensión.
– ¿Qué les dirá a sus amigos ese corderito inocente cuando sea mayor? Mi padre es Barsam Tchajmajchian, mi tío abuelo es Dikran Stamboulian, su padre es Varvant Istanboulian, yo me llamo Armanoush Tchajmajchian, todos mis antepasados se llaman NosequeNosequequian y soy la nieta de unos supervivientes del genocidio que perdieron a todos sus parientes a manos de los carniceros turcos en 1915, pero a mí me han lavado el cerebro para que niegue el genocidio porque me crió un turco llamado Mustafa. Pero ¿esto qué es? Ah, marnim jalasim!
Dikran Stamboulian se interrumpió para mirar con atención a su sobrino, buscando el efecto de sus palabras. Barsam se había quedado de piedra.
– ¡Vete, Barsam! -exclamó el tío Dikran, alzando la voz-. Coge un avión para Tucson esta misma noche y detén esta farsa antes de que sea demasiado tarde. Habla con tu mujer. Haydeh!
– ¡Ex mujer! -le corrigió de nuevo la tía Zarouhi, mientras se servía un trozo de burma-. Ay, no debería comer esto, tiene demasiado azúcar y demasiadas calorías. ¿Por qué no pruebas con sacarina, mamá?
– Porque en mi cocina no entra nada artificial -replicó Shushan Tchajmajchian-. Come tranquilamente hasta que tengas diabetes cuando seas vieja. Cada cosa a su tiempo.
– Sí, pues supongo que yo todavía estoy en mi tiempo del azúcar. -La tía Zarouhi le hizo un guiño, pero solo se atrevió a comerse medio burma. Todavía masticando se volvió hacia su hermano-. De todas formas, ¿qué hace Rose en Arizona?
– Ha encontrado trabajo allí -respondió Barsam con tono apagado.
– ¡Sí, menudo trabajo! -La tía Varsenig se dio unos golpecitos en la aleta de la nariz-. ¿Qué demonios se cree que está haciendo, rellenando enchiladas como si no tuviera ni un centavo? Lo hace a propósito, desde luego. Quiere que todo el mundo nos eche la culpa, que piensen que no le ayudamos con la niña. Una valiente madre soltera luchando contra el mundo. ¡Ese es el papel que se ha asignado!
– Armanoush estará bien -murmuró Barsam, intentando no parecer desesperado-. Rose se quedó en Arizona porque quiere volver a estudiar. El trabajo en la Asociación de Estudiantes es provisional. Lo que ella quiere de verdad es sacarse el título de maestra. Quiere trabajar con niños, y eso no es nada malo. Mientras ella esté bien y cuide de Armanoush, ¿qué más da con quién salga?
– Tienes razón, pero a la vez te equivocas. -La tía Surpun subió las piernas a la butaca y se acomodó, mientras su mirada se aceraba de pronto con un toque de cinismo-. En un mundo ideal podría decirse que, bueno, es su vida, no es asunto nuestro. Si no te importaran la historia y los antepasados, si no tuvieras memoria ni responsabilidades y si vivieras únicamente en el presente, desde luego sería así. Pero el pasado vive en el presente, y nuestros antepasados respiran a través de nuestros hijos y tú lo sabes… Mientras Rose tenga a tu hija, puedes intervenir en su vida con todo el derecho del mundo. ¡Y más cuando sale con un turco!
– Barsam, cariño, preséntame a un turco que hable armenio, ¿eh? -terció la tía Varsenig, que nunca se había sentido muy cómoda con los discursos filosóficos y prefería hablar claro en lugar de tanta jerga intelectual.
Barsam miró a su hermana mayor de reojo, sin contestar.
La tía Varsenig prosiguió:
– Dime cuántos turcos han aprendido armenio. ¡Ninguno! ¿Por qué nuestras madres aprendieron su lengua y no viceversa? ¿No es evidente quién ha dominado a quién? De Asia central solo llegaron un puñado de turcos, ¿verdad? ¡Y de pronto están por todas partes! ¿Y qué pasó con los millones de armenios que ya estaban allí? ¡Asimilados! ¡Aniquilados! ¡Huérfanos! ¡Deportados! ¡Y luego olvidados! ¿Cómo puedes entregar a tu propia hija a los responsables de que quedemos tan pocos y suframos tanto hoy en día? ¡Mesrop Mashtots se estará revolviendo en su tumba!
Barsam movió la cabeza sin decir nada. Para aliviar el disgusto de su sobrino, el tío Dikran contó un chiste.
– Un árabe va a una peluquería a cortarse el pelo, y cuando va a pagar, el barbero le dice: «No, no puedo aceptar su dinero porque esto es un servicio a la comunidad». El árabe se marcha muy contento. Al día siguiente, cuando el barbero abre la peluquería se encuentra en la puerta una tarjeta dándole las gracias y una cesta de dátiles.
Una de las gemelas que dormía en el sofá se agitó, pero no llegó a echarse a llorar y enseguida se calmó.
– Al día siguiente va un turco a pelarse a la barbería, y cuando va a pagar el barbero le dice lo mismo: «No puedo aceptar su dinero porque esto es un servicio a la comunidad». El turco se marcha muy contento. Al día siguiente, cuando el barbero va a abrir se encuentra una tarjeta de agradecimiento y una caja de lokum.
Despertada por el movimiento de su hermana, la otra gemela empezó a gemir. La tía Varsenig corrió a su lado y logró acallarla solo con el roce de sus dedos.
– Al día siguiente va un armenio a pelarse, y cuando va a pagar el barbero le dice que no puede aceptar su dinero porque es un servicio a la comunidad. El armenio se marcha muy contento. Y al día siguiente, cuando el barbero va a abrir, a ver si sabéis qué se encuentra…
– ¿Un paquete de burma? -sugirió Kevork.
– ¡No! ¡Se encuentra a veinte armenios que van a pelarse gratis!
– ¿Nos estás diciendo que somos tacaños? -preguntó Kevork.
– No, jovencito ignorante -contestó el tío Dikran-. Lo que intento decir es que nos cuidamos unos a otros. Si tenemos algo bueno, lo compartimos de inmediato con nuestros amigos y parientes. Precisamente el pueblo armenio ha sobrevivido gracias a ese espíritu de colectividad.
– Pero también se dice eso de que: «Se juntan dos armenios y crean tres iglesias distintas» -declaró el primo Kevork, negándose a ceder terreno.
– Das' mader's mom'ri, noren kob chi m'nats -gruñó Dikran Stamboulian en armenio, como hacía siempre que intentaba dar una lección en vano a un joven.
Kevork, que entendía el armenio básico pero no el de los periódicos, soltó una risita un poco nerviosa, intentando disimular que solo había comprendido el principio de la frase.
– Oğlani kizdirmayasin. -La abuela Shushan alzó una ceja y habló en turco, como hacía siempre que quería dar un mensaje directo a un anciano sin que los jóvenes que había en la sala lo entendieran.
El tío Dikran captó el mensaje y lanzó un suspiro, como un niño al que su madre ha reprendido, y trató de consolarse con el burma. Se hizo un silencio. Todos y todo -los tres hombres, las tres generaciones de mujeres, la multitud de alfombras que decoraban el suelo, la plata antigua dentro de la vitrina, el samovar encima del chifonier, la película de vídeo (El color de las granadas), además de los numerosos cuadros y el icono de La oración de santa Ana y el póster del monte Ararat cubierto de nieve blanca- se quedaron callados un breve instante y la sala adquirió una extraña luminosidad bajo la luz mortecina de una farola que acababa de encenderse en la calle. Los fantasmas del pasado estaban allí.
Un coche aparcó delante de la casa; la luz de los faros barrió la sala e iluminó el texto colgado en la pared con un marco dorado: AMÉN, EN VERDAD OS DIGO QUE TODO LO QUE ATÉIS EN LA TIERRA QUEDARÁ ATADO EN EL CIELO, Y LO QUE DESATÉIS EN LA TIERRA QUEDARÁ DESATADO EN EL CIELO. MATEO 18:18. Pasó un tranvía tocando las campanillas, cargado de niños ruidosos y turistas que iban de la Russian Hill al parque acuático, el Museo Marítimo y el Fisherman's Wharf. Los ruidos de la hora punta de San Francisco se metieron en la habitación y los sacaron de su ensueño.