– En el fondo Rose no es mala persona -aventuró Barsam-. No le resultó fácil habituarse a nuestras costumbres. Cuando nos conocimos solo era una chica tímida de Kentucky.
– Dicen que el camino al infierno está asfaltado de buenas intenciones -saltó el tío Dikran.
Pero Barsam prosiguió sin hacerle caso:
– ¿Os imagináis qué significa eso? ¡Allí ni siquiera se vende alcohol! ¡Está prohibido! ¿Sabíais que el evento más emocionante de Elizabethtown, en Kentucky, es una fiesta en la que la gente se disfraza de Padres Fundadores? -Barsam levantó las manos para enfatizar sus palabras o para llamar la atención de Dios en una oración desesperada-. ¡Y luego van al centro para reunirse con el general George Armstrong Custer!
– Por eso no tenías que haberte casado con ella -exclamó el tío Dikran, socarrón. A esas alturas toda su rabia se había evaporado; no podía permanecer enfadado mucho tiempo con su sobrino favorito.
– Lo que intento decir es que Rose no tenía ninguna experiencia multicultural -remarcó Barsam-. Es hija única de una amable pareja del sur que lleva toda la vida trabajando en la misma ferretería. Venía de un pueblo pequeño, y de pronto se encontró metida en esta enorme y unida familia armenia católica en la diáspora. ¡Una familia gigante con un pasado muy traumático! ¿Cómo queríais que llevara bien todo esto?
– Bueno, para nosotros tampoco fue fácil -protestó la tía Varsenig, apuntando a su hermano con el tenedor antes de clavarlo en otro köfte. A diferencia de su madre, ella sí tenía buen apetito y, por lo mucho que comía todos los días, más el hecho de haber dado a luz a las gemelas recientemente, parecía un milagro que estuviera tan delgada-. ¡Si te pones a pensar que lo único que sabía cocinar era ese espantoso cordero a la brasa! Siempre que íbamos a tu casa, se ponía aquel delantal sucio y preparaba cordero.
Todos menos Barsam se echaron a reír.
– Pero bueno, tengo que ser justa -prosiguió la tía Varsenig, encantada con la respuesta de su audiencia-. De vez en cuando cambiaba la salsa. A veces comíamos cordero a la brasa con salsa tex-mex picante, y otras veces cordero a la brasa con salsa cremosa… ¡La cocina de tu mujer era el paraíso de la variedad!
– ¡Ex mujer! -corrigió de nuevo la tía Zarouhi.
– Pues vosotros también se lo hicisteis pasar mal -objetó Barsam, sin mirar a nadie en particular-. Vamos, que la primera palabra que aprendió en armenio fue odar.
– Pero si es que es una odar. -El tío Dikran se inclinó para dar a su sobrino una palmada en la espalda-. Y si es una odar, ¿por qué no la íbamos a llamar odar?
Sacudido por el palmetazo más que por la pregunta, Barsam se atrevió a añadir:
– Algunos de esta familia incluso la llamaron «Espino».
– ¿Y qué tiene eso de malo? -La tía Varsenig se lo tomó como algo personal mientras se zampaba los dos últimos bocados de churek-. Esa mujer debería cambiarse el nombre de Rose por el de Espino. Rose no le pega nada. Un nombre tan dulce para tanta amargura. Si sus pobres padres hubieran tenido la más remota idea de la clase de mujer que llegaría a ser, te aseguro, mi querido hermano, que la hubieran llamado Espino.
– ¡Ya está bien de bromas!
Era Shushan Tchajmajchian; su exclamación no fue ni un reproche ni una advertencia, pero tuvo sobre todos los presentes el efecto de ambas cosas. El atardecer se había tornado ya noche, y la luz de la sala había cambiado. La abuela Shushan se levantó para encender la araña de cristal.
– Deberíamos proteger a Armanoush de todo mal, eso es lo único que importa -agregó suavemente. Las numerosas arrugas de su rostro y las finas venas púrpura de sus manos se hicieron más evidentes bajo la dura luz blanca-. Ese cordero inocente nos necesita, igual que nosotros la necesitamos a ella.
La determinación que expresaba su rostro se convirtió en resignación mientras asentía despacio con la cabeza.
– Solo un armenio puede entender lo que significa que tu comunidad se vea reducida de una forma tan drástica -añadió-. Nos hemos encogido como un árbol podado… Rose puede salir y casarse con quien ella quiera, pero su hija es armenia y debería criarse como armenia.
Entonces se inclinó y con una sonrisa se dirigió a su hija pequeña: -Dame la mitad de tu plato, ¿quieres? Con diabetes o sin ella, ¿cómo puede uno resistirse al burma?
4
Asya Kazancı no sabía por qué a algunas personas les gustaban tanto los cumpleaños. Ella los odiaba. Desde siempre. Quizá, en parte, porque de pequeña en todos sus cumpleaños la obligaban a comerse exactamente la misma tarta: un pastel con tres capas de manzana caramelizada, increíblemente dulce, y glaseado de limón, increíblemente amargo. Ignoraba cómo sus tías esperaban complacerla con aquella tarta, puesto que lo único que escuchaban de sus labios era una letanía de protestas. Tal vez se les olvidaba: a lo mejor cada año borraban todo recuerdo del anterior cumpleaños. Era posible. Los Kazancı eran una familia inclinada a no olvidar jamás las historias de los demás y a olvidar por completo lo que hacía referencia a ellos mismos.
Y así, todos los años, Asya Kazancı había tomado la misma tarta de cumpleaños y cada vez había descubierto algo nuevo de sí misma. A los tres años descubrió que podía conseguir casi cualquier cosa a fuerza de rabietas. Sin embargo, tres años después, al cumplir los seis, se dio cuenta de que más le valía olvidarse de las rabietas porque con cada una de ellas, aunque satisfacía sus exigencias, se prolongaba su infancia. A los ocho años tuvo la certeza de algo que hasta entonces solo había intuido: que era bastarda. Al mirar atrás reconocía que el mérito de este descubrimiento no era del todo suyo, puesto que de no ser por la abuela Gülsüm habría tardado mucho más tiempo en averiguarlo.
Resultó que ese día se encontraban las dos solas en el salón. La abuela Gülsüm estaba muy concentrada regando sus plantas y Asya la miraba mientras coloreaba un payaso en un cuaderno para niños.
– ¿Por qué hablas con las plantas? -quiso saber la niña.
– Porque se ponen más frondosas si les hablas.
– ¿De verdad?
– De verdad. Si les dices que la tierra es su madre y el agua es su padre, se animan y se fortalecen.
Asya no preguntó más y siguió con sus lápices de colores. Había pintado el traje del payaso de color naranja y los dientes en verde. Justo cuando estaba a punto de pintar de escarlata los zapatos, se detuvo y empezó a imitar a su abuela:
– ¡Cariño, cariño! La tierra es tu mamá y el agua es tu papá.
La abuela Gülsüm fingió no oírla. Envalentonada por su indiferencia, Asya aumentó el volumen de su cántico.
La abuela Gülsüm estaba regando la violeta africana, su favorita, se dirigió afectuosa a la flor:
– ¿Cómo estás, guapa?
Y la niña entonó burlona:
– ¿Cómo estás, guapa?
La abuela Gülsüm arrugó la frente y frunció los labios.
– ¡Qué color púrpura más hermoso! -dijo.
– ¡Qué color púrpura más hermoso!
Entonces la abuela tensó los labios y murmuró:
– Bastarda.
Pronunció la palabra con tal serenidad que Asya al principio no se dio cuenta de que su abuela se dirigía a ella y no a la flor.
No aprendió lo que significaba la palabra hasta un año más tarde, cerca ya de su noveno cumpleaños, cuando una compañera del colegio la llamó bastarda. Luego, a los diez años, descubrió que, a diferencia de las otras niñas de su clase, no tenía un modelo masculino en casa. Tardaría otros tres años en comprender que esto podría afectar su personalidad. Cuando cumplió catorce, quince y dieciséis años averiguó otras tres verdades sobre su vida: que las otras familias no eran como la suya, y que algunas familias podían ser normales; que entre sus antepasados había demasiadas mujeres y demasiados secretos sobre los hombres, que desaparecían demasiado pronto y de manera demasiado peculiar; y que por mucho que ella se esforzara, jamás sería una mujer hermosa.