A los diecisiete años, Asya Kazancı había comprendido que ella formaba parte de Estambul en la misma medida que los carteles de «Carretera en obras» o «Edificio en restauración» que el ayuntamiento colgaba temporalmente por todas partes, o como la niebla que caía sobre la ciudad en las noches lúgubres para dispersarse con la primera luz del alba y desaparecer.
Ese mismo año, justo dos días antes de cumplir los dieciocho, Asya saqueó el botiquín de la casa y se tragó todas las pastillas que encontró. Abrió los ojos en una cama rodeada por sus tías, Petite-Ma y la abuela Gülsüm. Trataban de obligarla a beber una terrosa y apestosa infusión de hierbas, como si no hubieran tenido bastante con hacerle vomitar todo lo que tenía en el estómago. Comenzó su decimoctavo año añadiendo un nuevo dato a los otros descubrimientos: que en este extraño mundo, el suicidio era un privilegio tan excepcional como un rubí, y con una familia como la suya, ella desde luego no sería una de las privilegiadas.
Es difícil saber si esta deducción estaba relacionada de algún modo con lo que sucedió a continuación, pero su obsesión por la música comenzó más o menos en aquellos días. No era un gusto abstracto y general por la música, ni siquiera entusiasmo por ciertos géneros musicales, sino más bien una fijación con un único cantante: Johnny Cash.
Lo sabía todo sobre éclass="underline" los numerosos detalles de su trayectoria desde Arkansas hasta Memphis, sus compañeros de borrachera, sus matrimonios, sus altibajos, sus fotografías, sus gestos y, por supuesto, las letras de sus canciones. Asya, a los dieciocho años, convirtió la letra de «Thirteen» en el lema de su vida y decidió que ella también había nacido en el alma del sufrimiento y causaría problemas dondequiera que fuese.
Ese día, cuando cumplía diecinueve años, se sintió más madura al tomar nota mental de otra realidad de su vida: ahora había alcanzado la edad que tenía su madre cuando ella nació. No sabía qué hacer con este descubrimiento; lo único que sabía era que a partir de entonces ya no podrían tratarla como a una niña.
De manera que gruñó:
– ¡Os lo advierto! ¡Este año no quiero tarta de cumpleaños!
Con los hombros cuadrados y los brazos en jarras, olvidó por un instante que cada vez que adoptaba esa postura sus enormes senos se proyectaban hacia delante. De haberlo advertido, seguramente habría vuelto a encorvarse; aborrecía su generoso pecho, que consideraba otra carga genética heredada de su madre.
A veces se comparaba con la críptica criatura coránica Dabbetul Arz, el ogro que emergería el día del Juicio Final, cuyos órganos eran cada uno de un animal diferente. Arrastraba, como aquel ser híbrido, un cuerpo compuesto de partes inconexas heredadas de las mujeres de su familia. Era alta, mucho más alta que la mayoría de las mujeres estambulíes, como su madre, Zeliha, a quien también llamaba «tía»; tenía los dedos huesudos con finas venas de la tía Cevriye, el molesto mentón puntiagudo de la tía Feride y las orejas de elefante de la tía Banu. Su nariz era descaradamente aguileña; como la suya solo había habido otras dos en la historia del mundo: la del sultán Mehmed el Conquistador y la de la tía Zeliha. El sultán Mehmed había conquistado Constantinopla, un hecho, se quisiera o no, lo bastante importante para eclipsar la forma de su nariz. En cuanto a la tía Zeliha, su personalidad era tan imponente y su cuerpo tan cautivador que nadie vería su nariz (ni, de hecho, ninguna otra parte de su cuerpo) como una imperfección. Pero Asya, que no contaba con ningún logro imperial y sufría una incapacidad natural para encandilar a nadie, ¿qué demonios podía hacer con su nariz?
Entre los rasgos heredados de sus parientes, sin embargo, había algunas cualidades agradables. Su pelo, para empezar. Tenía el pelo negro azabache, rizado e indomable, teóricamente como todas las mujeres de la familia, pero en la práctica solo como la tía Zeliha. La disciplinada profesora de instituto que era la tía Cevriye, por ejemplo, se ceñía el pelo en un tenso moño, mientras que la tía Banu quedaba descalificada para cualquier comparación, puesto que casi siempre llevaba un pañuelo en la cabeza. La tía Feride cambiaba de corte y color con frenética frecuencia, dependiendo de su estado de ánimo. La abuela Gülsüm tenía la cabeza de algodón; el pelo se le había quedado blanco como la nieve y se negaba a teñírselo, asegurando que eso no sería apropiado para una anciana. Pero Petite-Ma era una devota pelirroja. Debido al alzhéimer, cada vez más grave, podía olvidar un montón de cosas, incluidos los nombres de sus hijos, pero hasta el momento jamás había olvidado teñirse el pelo con henna.
En la lista de los rasgos genéticos positivos, Asya Kazancı también incluía sus ojos castaños y almendrados (de tía Banu), la frente alta (de tía Cevriye) y un temperamento que tendía a explotar con facilidad pero que, curiosamente, la mantenía viva (de tía Feride). Sin embargo, detestaba comprobar que cada año se parecía más a ellas. Excepto por una cosa: la tendencia de sus tías a la irracionalidad. Las mujeres Kazancı eran categóricamente irracionales. Hacía algún tiempo, para no llegar a comportarse como ellas, Asya se había prometido no desviarse jamás del camino de su propia mente racional y analítica.
Cuando cumplió los diecinueve, Asya era una joven tan estimulada por la necesidad de reivindicar su individualidad, que se había vuelto capaz de las rebeliones más peculiares. Así, cuando repitió su objeción a la tarta, esta vez incluso con más vehemencia, había una razón más profunda detrás de su furia:
– ¡Se acabó la idiotez de las tartas!
– Demasiado tarde, señorita. Ya está hecha -declaró la tía Banu, clavándole una mirada fugaz por encima del ocho de oros que acababa de tirar. A menos que las siguientes tres cartas resultaran ser excepcionalmente prometedoras, el tarot desplegado en la mesa se dirigía hacia un mal presagio-. Pero tú haz como si no supieras nada, sino a tu pobre madre le va a sentar fatal. ¡Tiene que ser una sorpresa!
– ¿Cómo puede ser una sorpresa algo tan predecible? -gruñó Asya.
A esas alturas ya sabía que ser un miembro de la familia Kazancı significaba, entre otras cosas, profesar la alquimia del absurdo, convirtiendo constantemente los sinsentidos en una especie de lógica con la que se podía convencer a cualquiera y, con un mínimo esfuerzo, incluso a una misma.
– La que se supone que augura y predice el futuro en esta casa soy yo, no tú -aseguró la tía Banu con un guiño.
Era verdad, al menos en cierta medida. Tras ejercitar y desarrollar su talento para la clarividencia durante años, la tía Banu había empezado a recibir clientes en casa y a ganar dinero. En Estambul una vidente podía convertirse en leyenda en un instante. Con la suerte de su lado, había bastado con acertar el futuro de alguien. De pronto esa persona fue su principal cliente, y con la ayuda del viento y las gaviotas, extendió tan deprisa el rumor por toda la ciudad que en una semana había ya una cola de clientes en la puerta. Así había trepado la tía Banu por la escalera de la clarividencia, haciéndose más famosa en cada peldaño. Recibía clientas de toda la ciudad, vírgenes y viudas, jovencitas y abuelas desdentadas, pobres y ricas, cada una inmersa en sus propias aprensiones y todas muriéndose por saber lo que esa veleidosa fuerza femenina que es la Fortuna les tenía reservado. Llegaban cargadas de preguntas y salían con muchas más. Algunas pagaban grandes sumas de dinero para expresar su gratitud, o con la esperanza de poder sobornar a la Fortuna, pero también las había que no soltaban ni una moneda. Por muy distintas que fueran, las clientas siempre tenían algo en común: todas eran mujeres. El día que la tía Banu se autoproclamó vidente, juró no recibir jamás a ningún hombre.