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La tía Banu había sufrido una transformación radical en otros aspectos, empezando por su imagen. Al principio de su carrera de vidente, desfilaba por la casa envuelta en exuberantes chales bordados color escarlata, echados con descuido sobre los hombros. Pronto, sin embargo, los chales fueron reemplazados por pañuelos de cachemira, y los pañuelos por estolas de pashmina, y las estolas por turbantes de seda muy sueltos, siempre de tonos rojos. Luego la mujer había anunciado de repente algo que llevaba meditando en secreto durante Alá sabe cuánto tiempo: retirarse de todo lo material y mundano y dedicarse en exclusiva al servicio de Dios. Con este fin, declaró solemnemente que estaba lista para pasar por una fase de penitencia y abandonar todas las vanidades de este mundo, como habían hecho los derviches en el pasado.

– Tú no eres derviche -corearon, cínicas, sus hermanas al unísono, decididas a disuadirla de tal sacrilegio, insólito en los anales de la familia Kazancı. Y a continuación las tres comenzaron a oponer objeciones, cada una en el tono más oficioso de que fue capaz.

– Además, los derviches se vestían con toscos sacos o prendas de lana, no con pañuelos de cachemira -terció la tía Cevriye, la más sensiblera.

La tía Banu tragó saliva, incómoda con su ropa, incómoda con su cuerpo.

– Los derviches dormían en un lecho de heno, no en un colchón doble de plumas -apuntó la tía Feride, la más lunática.

La tía Banu guardó silencio, con la vista fija en el otro extremo de la sala para evitar mirar a los ojos a sus interrogadoras. ¿Qué iba a hacer? El dolor de espalda era insoportable si no dormía en una cama especial.

– Además, los derviches no tenían nefs. ¡Y mírate! -Era la tía Zeliha, la menos convencional de todas.

Ansiosa por defenderse, la tía Banu lanzó un contraataque.

– Yo tampoco. Ya no. Eso ya se acabó. -Y añadió con su nueva voz mística-: ¡Declararé la guerra a mis nefs, y venceré!

En la familia Kazancı, cada vez que alguien tenía el valor de hacer algo inusual, los otros siempre reaccionaban igual, siguiendo un viejo esquema que podía resumirse así: «Pues muy bien. Nos da igual». De modo que nadie se tomó en serio a la tía Banu. Al advertir el escepticismo general, la mujer se fue a su habitación y cerró la puerta de golpe. No volvió a abrirla en los siguientes cuarenta días excepto para rápidas visitas a la cocina y el baño. Aparte de eso, la única vez que dejó la puerta entreabierta fue para poner un cartel que decía: ¡QUE TODO EL QUE ENTRE LO DEJE TODO ATRÁS!

Inicialmente Banu intentó llevarse al cuarto a Pachá Tercero, que en aquel tiempo pasaba sus últimos días sobre la tierra. Debió de pensar que le haría compañía en su solitaria penitencia, por más que los derviches no tuvieran mascotas. Pero por muy antisocial que pudiera ser a veces, la vida de eremita fue demasiado para Pachá Tercero, demasiado interesado en las vanidades mundanas, empezando por el queso feta y los cables eléctricos. Después de apenas una hora en la celda de la tía Banu, Pachá Tercero lanzó una serie de agudos maullidos y arañó la puerta con tal vehemencia que le dejaron salir de inmediato. Tras perder su única compañía, la tía Banu se hundió en su soledad y dejó de hablar, sorda y muda para cualquier persona. También dejó de ducharse, de peinarse e incluso de ver su serie favorita, La maldición de la hiedra del amor, un drama brasileño en el que una supermodelo de gran corazón sufría todo tipo de traiciones a manos de sus seres más queridos.

Sin embargo, lo más impactante fue cuando la tía Banu, que gozaba de un voraz apetito, dejó de comer otra cosa que no fuera pan y agua. Siempre había tenido una notoria debilidad por los carbohidratos, sobre todo el pan, pero nadie pensó jamás que pudiera sobrevivir solo con pan. Las tres hermanas hicieron todo lo posible por tentarla: prepararon numerosos platos, llenaron la casa de aromas de postres dulces, pescado frito y carne asada, a menudo todo ello cargado de mantequilla para potenciar el olor.

La tía Banu no flaqueó, al contrario: pareció aferrarse incluso con más fuerza a su devoción, así como a su pan duro. Durante cuarenta días y cuarenta noches permaneció aislada bajo el mismo techo. Fregar los platos, hacer la colada, ver la televisión, cotillear con los vecinos…, las rutinas cotidianas se convirtieron en algo profano de lo que no quería saber nada. Durante los días que siguieron, cada vez que sus hermanas iban a ver cómo estaba, la encontraban recitando el santo Corán. Tan intenso era el abismo de su éxtasis que se convirtió en una extraña para aquellas que tan cerca habían estado de ella toda su vida. Hasta que la mañana del día cuarenta y uno, mientras los demás desayunaban sucuk a la plancha y huevos fritos, Banu salió de su habitación con una radiante sonrisa, una chispa sobrenatural en los ojos y un pañuelo rojo cereza en el pelo.

– ¿Qué es ese pingo que llevas en la cabeza? -fue la primera reacción de la abuela Gülsüm, quien después de tantos años no se había suavizado ni un ápice y mantenía su parecido con Iván el Terrible.

– De ahora en adelante, voy a cubrirme la cabeza como exige mi fe.

– Pero ¿qué tonterías son esas? -gruñó la abuela-. Las mujeres turcas se libraron del velo hace noventa años. Ninguna hija mía va a traicionar los derechos que el gran comandante en jefe Atatürk otorgó a las mujeres de este país.

– Sí, las mujeres obtuvieron el derecho al voto en 1934 -apuntó la tía Cevriye-. Por si no lo sabías, la historia avanza hacia delante, no hacia atrás. ¡Quítate eso ahora mismo!

Pero la tía Banu no se lo quitó.

Se quedó con su pañuelo en la cabeza y después de pasar la prueba de las tres pes (penitencia, postración y piedad) se declaró vidente.

Al igual que su aspecto, las técnicas de adivinación sufrieron un profundo cambio a lo largo de su trayectoria como parapsicóloga. Al principio solo utilizaba posos de café para leer el futuro de sus clientas, pero con el tiempo fue añadiendo técnicas nuevas y muy poco convencionales, entre ellas el tarot, judías secas, monedas de plata, cuentas de rosario, timbres de puerta, perlas de imitación, perlas auténticas, piedras de la playa, cualquier cosa, siempre que llevara noticias del mundo paranormal. A veces charlaba apasionadamente con sus hombros, donde, según aseguraba ella, se sentaban dos yinn invisibles con los pies colgando. El bueno, en el hombro derecho y el malo, en el izquierdo. Aunque conocía sus nombres, para no pronunciarlos en voz alta los llamaba doña Dulce y don Amargo.

– Si tienes un yinni malo en el hombro izquierdo, ¿por qué no lo tiras y ya está? -le preguntó una vez Asya a su tía.

– Porque a veces todos necesitamos la compañía de los malos -le respondió ella.

Asya intentó arrugar la frente y luego puso los ojos en blanco, pero lo único que consiguió fue parecer aún más niña. Silbó una canción de Johnny Cash, que le gustaba traer a colación cuando estaba con sus tías: Why me, Lord, what have I ever done…. «¿Por qué yo, Señor? ¿Yo qué he hecho?».

– ¿Qué estás cantando? -preguntó suspicaz la tía Banu. No sabía una palabra de inglés y albergaba una profunda desconfianza hacia cualquier idioma que le escondiera algo.

– Cantaba una canción que dice que, como mi tía mayor, deberías ser un modelo para mí y enseñarme la diferencia entre el bien y el mal. Pero en cambio me dices que el mal es necesario.