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Un taxi amarillo con el parachoques trasero plagado de adhesivos se detuvo a su lado. El chófer, un hombre moreno de rudo aspecto, con un bigote tipo Zapata y un diente de oro, y que podría perfectamente ser un violador en sus horas libres, tenía todas las ventanillas bajadas mientras la emisora de radio voceaba a todo volumen el «Like a Virgin» de Madonna. El aspecto absolutamente tradicional del taxista contrastaba con sus gustos musicales muy poco convencionales. El hombre dio un frenazo, asomó la cabeza por la ventanilla y después de lanzar un silbido, bramó:

– ¡Estás para comerte, guapa!

Sus siguientes palabras quedaron ahogadas en la voz de Zeliha.

– Pero ¿a ti qué te pasa, gilipollas? ¿Es que en esta ciudad no puede andar una tranquila por la calle?

– ¿Y por qué quieres andar, si te puedo llevar yo? -replicó el hombre-. No querrás que se te moje ese cuerpazo que tienes, ¿eh?

Mientras Madonna berreaba «My fear is fading fast, been saving it all for you», Zeliha se embarcó en otra retahíla de maldiciones, violando así otra inviolable regla no escrita, esta vez no de Petite-Ma, sino de la Prudencia Femenina: «Nunca insultes a tu acosador».

La regla de oro de la prudencia de la mujer estambulí: cuando te acosen por la calle, nunca respondas, puesto que una mujer que responde, y mucho más si insulta a su acosador, no hará más que avivar el entusiasmo del hombre en cuestión.

Zeliha no desconocía esta regla y era consciente de que violarla era una insensatez, pero aquel primer viernes de julio no era como cualquier otro, y ahora se había desatado en su interior otra persona, mucho más despreocupada y atrevida, presa de una furia que daba miedo: era esa otra Zeliha que habitaba la mayor parte de su espacio interior y ahora había conseguido el control la que estaba tomando decisiones en nombre de ambas. Por eso seguramente siguió maldiciendo a voz en grito, ahogando a Madonna, a los transeúntes y a los vendedores de paraguas que se agolpaban para ver qué se cocía. En el tumulto, el acosador que iba tras ella dio un respingo, consciente de que más valía no meterse con una loca. Pero el taxista no era tan prudente ni tan tímido, y recibió todo aquel escándalo con una sonrisa. Zeliha advirtió la sorprendente blancura y perfección de sus dientes, y no pudo evitar preguntarse si no serían fundas de porcelana. Poco a poco fue sintiendo crecer de nuevo en el vientre aquella oleada de adrenalina que le revolvía el estómago, que le aceleraba el pulso, que la convencía de que ella era la única mujer de toda su familia que algún día podría acabar matando a un hombre.

Por suerte, justo en ese momento el conductor de un Toyota que circulaba detrás del taxi perdió la paciencia e hizo sonar el claxon. Como si despertara de un mal sueño, Zeliha recobró la sensatez y se estremeció al percatarse de la sombría situación en la que se encontraba. Su proclividad a la violencia la asustó, como solía sucederle. En un instante se calmó y se quitó de en medio intentando abrirse paso entre la multitud. Pero con las prisas se le enganchó el tacón derecho en un adoquín suelto. Enfurecida, sacó el pie del charco que había debajo de la piedra y con la brusquedad del gesto se partió el tacón, lo que le sirvió para recordar una regla que jamás debió haber perdido de vista:

La regla de plata de la prudencia de la mujer estambulí: cuando te acosen por la calle, no pierdas los nervios, puesto que una mujer que pierde los nervios y reacciona exageradamente no hará más que empeorar la situación.

El taxista se echó a reír, el del Toyota volvió a tocar el claxon, la lluvia arreciaba, y varios transeúntes chasquearon la lengua al unísono en actitud de reproche, aunque era difícil saber exactamente qué era lo que le reprochaban. Y en medio de todo aquel jaleo, Zeliha advirtió un adhesivo iridiscente en la parte trasera del taxi: NO ME LLAMES CABRÓN. LOS CABRONES TAMBIÉN TENEMOS CORAZÓN. Se lo quedó mirando pasmada y de pronto sintió un cansancio infinito; estaba tan exhausta y desconcertada que cualquiera diría que no se encontraba ante un problema cotidiano de los estambulíes, sino más bien ante una especie de enrevesado código que una mente lejana había diseñado para que lo descifrara, y que ella, pobre mortal, jamás había logrado entender. Pronto el taxi y el Toyota se alejaron y los peatones se dispersaron; Zeliha se quedó sola, sosteniendo el tacón roto en la mano con la ternura y el desaliento de quien sostiene un pajarillo muerto.

Ahora bien, en el caótico universo de Zeliha podía haber pajarillos muertos, pero desde luego no había lugar para la ternura ni el desaliento. No cedería. Se enderezó y echó a andar como pudo con un solo tacón. Se apresuró entre una multitud de paraguas, exhibiendo sus impresionantes piernas y cojeando como una nota desafinada. Ella era un hilo de color lavanda, un color que desentonaba en el tapiz ambulante de marrones y grises y más marrones y más grises. Aunque el suyo era un color discordante, la muchedumbre era lo bastante cavernosa para engullir su desarmonía y ajustaría a su cadencia. El gentío no era un conglomerado de cientos de cuerpos sudorosos y doloridos, sino un solo cuerpo sudoroso y dolorido bajo la lluvia. Tanto con lluvia como con sol, andar por Estambul era hacerlo acompasado con las multitudes.

Pasó por delante de las decenas de pescadores de aspecto rudo que se alineaban a lo largo del viejo puente Galata, de pie, codo con codo y en silencio, con el paraguas en una mano y la caña de pescar en la otra. Zeliha los envidió por su quietud, por aquella capacidad de esperar durante horas a que picaran unos peces que no existían, o que, si existían, eran tan diminutos que solo podían servir de cebo para otros peces que jamás picarían. Era sorprendente aquella capacidad de conseguir tanto con tan poco: volver a casa con las manos vacías y aun así satisfechos al final del día. En ese mundo la serenidad generaba suerte y la suerte generaba felicidad, o al menos eso sospechaba Zeliha. Y sospechar era a lo único que alcanzaba en esa materia, porque jamás había experimentado esa clase de serenidad y no se sentía capaz de experimentarla. Por lo menos no ese día, era imposible.

A pesar de sus prisas, al atravesar el Gran Bazar aminoró el paso. No tenía tiempo para comprar nada, pero entraría para echar un vistazo rápido, se dijo a sí misma mientras inspeccionaba los primeros puestos. Encendió un cigarrillo y en cuanto las volutas de humo ascendieron desde su boca se sintió mejor, casi relajada. En Estambul no se veía con buenos ojos que una mujer fumara en la calle, pero le daba igual. ¿Acaso no había declarado ya la guerra a toda la sociedad? Con ese pensamiento se dirigió hacia la sección más vieja del bazar.

Allí había vendedores que la conocían por su nombre, sobre todo los joyeros. Zeliha tenía debilidad por los accesorios brillantes de toda clase: horquillas de cristal, broches de bisutería, pendientes relucientes, flores de perla, pañuelos con listas de cebra, bolsos de satén, chales de gasa, pompones de seda y zapatos, siempre de tacón alto. No había pasado ni un solo día por aquel bazar sin al menos entrar en varias tiendas para regatear con los vendedores y terminar pagando un precio bastante inferior al sugerido por objetos que ni siquiera tenía pensado comprar. Pero ese día solo vagó entre algunos puestos y echó un vistazo a algunos escaparates. Nada más.

Se detuvo un momento en un puesto de jarras y tarros y frascos de hierbas y especias de toda clase y color. Recordó que por la mañana una de sus tres hermanas le había pedido que comprara canela, aunque no recordaba de qué tipo. Zeliha era la más joven de cuatro hermanas que no lograban ponerse de acuerdo en nada pero que estaban convencidas de llevar siempre la razón y de que no tenían nada que aprender de las demás y sí mucho que enseñar. Era tan terrible como no ganar la lotería solo por un número: por muchas vueltas que le dieras a la situación, no podías evitar la sensación de estar sufriendo una injusticia imposible de reparar. De todos modos, Zeliha compró canela en rama. El vendedor le ofreció un té, un cigarrillo y un rato de charla, y ella no rechazó nada. Mientras tanto, ociosa, recorría con los ojos los estantes, hasta que se fijó en un juego de té. También los juegos de té se contaban entre las cosas a las que no podía resistirse: los vasos con sus estrellas doradas y las delicadas cucharillas y los frágiles platitos con líneas doradas en los bordes. En su casa debía de haber por lo menos treinta juegos distintos, y todos los había comprado ella. Pero no estaba de más tener otro, porque se rompían con mucha facilidad.