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– ¡Esta es mi nueva teoría! -dijo el Dibujante Dipsómano, ajeno a la compasión que había provocado y algo sorprendido al ver tanto interés por parte de la audiencia, e incluso de su mujer.

Era un hombre grandullón de nariz patricia, pómulos altos, ojos azul intenso y un gesto amargo en la boca. Hacía mucho que conocía bien la pena y la melancolía. Sin embargo, tras enamorarse en secreto de una mujer inalcanzable, su pesimismo se había duplicado.

Viéndolo era difícil creer que se ganaba la vida con el humor, y que tras aquel rostro sombrío fluían los chistes más graciosos. Siempre notorio bebedor, últimamente sus problemas con el alcohol se habían disparado. Comenzó a despertarse en lugares de dudosa reputación donde nunca había estado. Pero la gota que colmó el vaso fue la mañana en que se encontró en el patio de una mezquita, tirado en la piedra donde se lavaba a los muertos. Por lo visto había perdido el sentido mientras intentaba orquestar su propio funeral. Cuando logró abrir los ojos al amanecer, vio a su lado a un joven imán, que de camino a la oración matutina se sobresaltó al tropezar con un extraño que roncaba en la piedra de los muertos. Después de aquello, los amigos del Dibujante Dipsómano, e incluso su mujer, se alarmaron de tal manera que le apremiaron para que buscara ayuda profesional y tratara de enderezar su vida. Ese día, por fin, había asistido a una reunión de Alcohólicos Anónimos y había jurado dejar la bebida. Por eso todos los presentes, incluso su mujer, estaban dispuestos a escuchar cualquiera que fuera su teoría.

– Este bar se llama así porque la palabra «Kundera» es un código. El quid de la cuestión no es el nombre en sí, sino qué significa ese nombre.

– ¿Y qué significa? -preguntó el Guionista No Nacionalista de Películas Ultranacionalistas, un hombre bajo, flaco y adusto, con la barba teñida de gris ceniza desde el día en que concluyó que las mujeres jóvenes prefieren hombres maduros. Era guionista y creador de Timur Corazón de León, una popular serie de televisión sobre un fornido héroe nacional capaz de aniquilar batallones enteros de enemigos y convertirlos en sangriento puré. Cuando le preguntaban sobre su programa de televisión y sus películas, de tan mal gusto, se defendía arguyendo que era nacionalista de profesión, pero un auténtico nihilista por elección. Ese día se había presentado con otra novia: una mujer guapa y llamativa aunque superficial. No le había confesado que en los círculos masculinos tenían un nombre para las mujeres como ella: «aperitivos»; no eran el plato principal, por supuesto, pero sí una buena tapita. Sin dejar de atracarse de anacardos, lanzó una carcajada al tiempo que rodeaba con el brazo a su nueva chica:

– Venga, ¡dinos cuál es el código!

– Aburrimiento -contestó el Dibujante Dipsómano con una vaharada de humo. De todas partes ascendían volutas de humo, puesto que todos los clientes fumaban como carreteros, y su tenue nubecilla se unió perezosamente a la densa nube gris que pendía sobre la mesa.

El único que no fumaba era el Columnista Gay en el Armario. Detestaba el olor del tabaco. Todos los días, nada más llegar a casa, se quitaba de inmediato la ropa para librarse del hedor del Café Kundera. Sin embargo, no protestaba cuando otros fumaban. Ni dejaba de ir al bar. Acudía con regularidad porque le gustaba formar parte de aquel grupo variopinto; además, sentía una secreta atracción por el Dibujante Dipsómano.

No es que el Columnista Gay en el Armario quisiera tener ninguna relación física con el dibujante. Imaginárselo desnudo ya le daba escalofríos. No era cuestión de sexo, se decía, sino de espíritus afines. Además, en su camino había dos grandes obstáculos. En primer lugar, el Dibujante Dipsómano era estrictamente heterosexual y las posibilidades de que cambiara de acera parecían remotas. En segundo lugar, estaba loquito por Asya, aquella chica taciturna, algo que a esas alturas todo el mundo sabía menos ella.

De manera que el Columnista Gay en el Armario no albergaba ninguna esperanza de liarse con el Dibujante Dipsómano. Solo quería tenerlo cerca. De vez en cuando sentía un súbito estremecimiento cuando el dibujante, al ir a coger un vaso o un cenicero, le tocaba sin querer la mano o el hombro. A pesar de todo, en sus ansias por asegurar que no sentía el más mínimo interés por él, ni por ningún hombre, de hecho, a veces el columnista trataba al dibujante con mucha distancia, denigrando de pronto sus opiniones sin venir a cuento. Era una historia complicada.

– Aburrimiento -repitió el Dibujante Dipsómano después de apurar su café con leche-. El aburrimiento es el resumen de nuestras vidas. Nos revolcamos en el hastío un día tras otro. ¿Por qué? Porque el miedo al encuentro traumático con nuestra propia cultura no nos deja abandonar esta madriguera. Los políticos occidentales suponen que hay un abismo cultural entre la civilización oriental y la occidental. ¡Ojalá fuera tan sencillo! El verdadero abismo cultural se abre entre turcos y turcos. Somos un puñado de urbanitas cultos rodeados de palurdos y catetos. Han conquistado toda la ciudad.

Echó una mirada de soslayo a las ventanas, como temeroso de que fuera a atacarles una horda de paletos armados de piedras y garrotes.

– Las calles son suyas, las plazas son suyas, los transbordadores son suyos. Cualquier espacio abierto es suyo. Tal vez dentro de unos años este bar será el único lugar que nos quede, nuestra última zona liberada. Venimos aquí corriendo todos los días para refugiarnos de ellos. ¡Sí, de ellos! ¡Que Dios me salve de mi propia gente!

– Lo que dices es poesía -comentó el Poeta Excepcionalmente Malo. Como era tan excepcionalmente malo, lo consideraba todo poesía.

– Estamos atrapados. Atrapados entre Oriente y Occidente. Entre el pasado y el futuro. Por una parte están los laicos representantes de la modernidad, tan orgullosos del régimen que han construido que delante de ellos no se puede ni soltar una palabra de crítica. Tienen al ejército y a la mitad del Estado de su lado. Por otra parte están los tradicionales convencionales, tan enamorados del pasado otomano que no se puede ni soltar una palabra de crítica. Tienen de su parte a la sociedad en general y a la otra mitad del país. ¿Qué nos queda a nosotros?

Volvió a ponerse el cigarrillo entre los labios pálidos y cuarteados, donde lo dejó durante su prolongada queja.

– Los modernos nos dicen que hay que avanzar, pero no tenemos fe en su idea de progreso. Los tradicionales nos dicen que hay que ir hacia atrás, pero no queremos volver a su ideal de orden. Atrapados entre las dos partes, damos dos pasos hacia delante y uno atrás, como hacía la banda del ejército otomano. ¡Y ni siquiera tocamos un instrumento! ¿Hacia dónde podríamos escapar? Tampoco somos una minoría. Ojalá fuéramos una minoría étnica o un pueblo indígena protegido por las Naciones Unidas. Por lo menos así tendríamos algunos derechos básicos. Sin embargo, a los nihilistas, pesimistas y anarquistas no nos consideran una minoría, aunque seamos una especie en extinción. Cada vez quedamos menos. ¿Hasta cuándo podremos sobrevivir?

La cuestión quedó flotando pesadamente sobre sus cabezas, por debajo de la nube de humo. La esposa del dibujante, una mujer nerviosa de grandes ojos sombríos que acumulaban demasiadas ofensas, mejor dibujante que su marido aunque mucho menos apreciada, rechinó los dientes, indecisa entre meterse con el que había sido su compañero durante doce años, como le habría gustado hacer, o apoyar su frenesí pasara lo que pasase, como haría una esposa ideal. Se desagradaban sinceramente el uno al otro y a pesar de todo se mantenían aferrados a su matrimonio, ella con la esperanza de vengarse, él con la esperanza de que la cosa mejorara. Ahora hablaban con palabras y gestos que se robaban el uno al otro. Hasta sus caricaturas eran ya parecidas. Dibujaban cuerpos deformados y se inventaban retorcidos diálogos entre gente deprimida en situaciones dramáticas y sarcásticas.