– ¿Sabes lo que somos? La escoria de este país. Una pulpa patética y rancia, nada más. A todo el mundo, menos a nosotros, le obsesiona entrar en la Unión Europea, sacar beneficios, tener acciones, comprarse un coche mejor y tener una novia mejor…
El Guionista No Nacionalista de Películas Ultranacionalistas se agitó nervioso.
– Aquí es donde entra Kundera -prosiguió el Dibujante Dipsómano sin advertir la metedura de pata-. La idea de levedad impregna nuestras vidas en forma de vacío sin sentido. Nuestra existencia es kitsch, una mentira bonita que nos ayuda a desafiar la realidad de la muerte y la mortalidad. Precisamente esto es…
El tintineo de unas campanillas interrumpió sus palabras. La puerta del Café Kundera se abrió de golpe y entró una chica con cara de cabreo y aspecto de estar tan agotada como una anciana.
– ¡Eh, Asya! -gritó el guionista, como si fuera la esperada salvadora que acabaría con aquella estúpida conversación-. ¡Aquí! ¡Estamos aquí!
Asya Kazancı les dedicó media sonrisa y su frente se arrugó como si dijera: «Bueno, ¿por qué no echar un rato con vosotros? De todas formas, qué más da. La vida es una mierda». Despacio, como lastrada por invisibles sacos de inercia, se acercó a la mesa, los saludó a todos con gesto inexpresivo, se sentó y se puso a liar un cigarrillo.
– ¿Qué haces aquí a estas horas? ¿No tenías que estar en el ballet? -preguntó el Dibujante Dipsómano, olvidando su soliloquio. Sus ojos parpadearon con interés, un signo que advirtieron todos menos su mujer.
– Pues ahí estoy justamente: en mi clase de ballet. Y en este momento -Asya puso el tabaco en el papel de liar- estoy realizando uno de los saltos más difíciles, uniendo las pantorrillas en el aire entre cuarenta y cinco y noventa grados: ¡cabriolé!
– ¡Vaya! -sonrió el dibujante.
– Luego hago un salto de giro -prosiguió Asya-. Pie derecho delante, demiplié, ¡salto! -Alzó en el aire la bolsa de cuero del tabaco-. Gira ciento ochenta grados -ordenó, dándole la vuelta a la bolsa y salpicando un poco de tabaco en la mesa-. ¡Y aterriza con el pie izquierdo! -La bolsa cayó junto al cuenco de anacardos-. Luego repítelo todo otra vez para volver a la posición de salida. Emboîté!
– Bailar es como escribir poesía con el cuerpo -murmuró el Poeta Excepcionalmente Malo.
Un triste letargo se asentó entre ellos. En algún lugar, a lo lejos, hervían los ruidos de la ciudad, una amalgama de sirenas, bocinas, gritos y risas acompañados por el graznido de las gaviotas. Entraron algunos clientes, otros salieron. Un camarero se cayó con una bandeja llena de vasos, otro cogió una escoba y se puso a barrer los cristales. Los clientes lo miraban con indiferencia. Aquí los camareros cambiaban con frecuencia. El horario era muy largo y el sueldo no gran cosa. No obstante, de momento jamás se había marchado ninguno, sino que los despedían. Así era el Café Kundera. Una vez entrabas, quedabas atado a él hasta que el lugar te escupía.
Media hora después, en la mesa de Asya Kazancı algunos pidieron café, el resto, cerveza. En la segunda ronda, los del café tomaron cerveza y los de la cerveza, café. Y así siempre. Solo el dibujante permaneció fiel a sus cafés con leche y a mordisquear las galletas de vainilla que servían con ellos, aunque a esas alturas su exasperación era ya visible. En cualquier caso, nada se hacía con armonía; aun así en aquella disonancia yacía una insólita cadencia. Eso era lo que a Asya más le gustaba del bar: la comatosa indolencia y la ridícula discordia. Estambul vivía en una prisa constante, pero en el Café Kundera prevalecía el letargo. Fuera del bar las personas se pegaban unas a otras para disfrazar su soledad, fingiendo estar mucho más unidas de lo que estaban en realidad, mientras que en el bar pasaba justo lo contrario: todo el mundo pretendía un desapego que no sentía. Aquel local era la negación de toda la ciudad. Asya dio una calada al cigarrillo, disfrutando plenamente de la inacción hasta que el dibujante miró su reloj y se volvió hacia ella.
– Son las ocho menos veinte, cariño. Se acabó la clase.
– Ay, ¿tienes que irte? Mira que es antigua tu familia -saltó la novia del guionista-. ¿Por qué te obligan a ir a clases de ballet cuando es evidente que a ti no te gusta?
Aquel era el problema que surgía con todas las novias fugaces que llevaba el guionista. Impulsadas por el deseo de hacerse amigas de todos los miembros del grupo, hacían demasiadas preguntas personales y demasiados comentarios personales, sin darse cuenta, las desgraciadas, de que era precisamente lo contrario, la falta de cualquier interés serio y sincero en la intimidad de los otros, lo que unía al grupo.
– ¿Cómo puedes aguantar a todas esas tías? -insistió la novia del guionista, que no supo interpretar el gesto de Asya-. Dios, tantas mujeres haciendo de madre bajo el mismo techo… Vamos, yo no lo aguantaría ni un minuto.
Eso ya fue demasiado. En un grupo tan ecléctico como aquel había reglas no escritas que no podían violarse. Asya respiró profundamente. No le gustaban las mujeres, lo cual le habría resultado más fácil de no haber sido una mujer. Cada vez que conocía a alguna sucedía lo mismo: o bien esperaba a ver cuándo la odiaría, o bien la odiaba desde el primer momento.
– Yo no tengo una familia en el sentido normal de la palabra. -Asya le dirigió una mirada condescendiente, esperando acallar así cualquier cosa que la otra pensara decir a continuación. Mientras tanto, advirtió un cuadro con un reluciente marco plateado en la pared, justo por encima del hombro derecho de su oponente. Era la imagen de una carretera hacia la laguna Roja, en Bolivia. ¡Sería genial estar allí ahora mismo! Asya terminó el café, apagó el cigarrillo y comenzó a liarse otro mientras mascullaba:
– Somos una manada de hembras forzadas a vivir juntas. Yo a eso no lo llamo una familia.
– Pero precisamente la familia es eso, cariño -protestó el Poeta Excepcionalmente Malo. En momentos como aquel recordaba que era el mayor del grupo, no solo por edad, sino también por los errores cometidos. Casado y divorciado tres veces, cada una de sus ex mujeres se había marchado de Estambul para alejarse de él todo lo posible. Tenía hijos de cada matrimonio, a los que iba a ver muy de vez en cuando, pero de los que siempre se proclamaba orgulloso propietario. Blandiendo un dedo paternal, añadió-: Recuerda que todas las familias felices se parecen entre sí, pero cada familia infeliz es infeliz a su manera.
– Para Tolstói era muy fácil soltar esas tonterías -comentó la mujer del Dibujante Dipsómano encogiéndose de hombros-. Tenía una mujer que se encargaba de todos los detalles, que crió a la docena de hijos que tuvieron y que trabajó como una mula para que su majestad, el gran Tolstói, pudiera concentrarse y escribir novelas.
– ¿Y qué quieres? -preguntó el Dibujante Dipsómano.
– ¡Reconocimiento! Eso es lo que quiero. Quiero que el mundo entero admita que, de haber tenido la oportunidad, la mujer de Tolstói podía haber sido mejor escritora que él.
– ¿Por qué? ¿Solo por ser mujer?
– Porque era una mujer de mucho talento oprimida por un hombre de mucho talento -saltó su esposa.
– Ah.
Disgustado, el Dibujante Dipsómano llamó al camarero y, para decepción de todos, pidió una cerveza. Pero cuando se la sirvieron debió de sentir una especie de remordimiento, porque de pronto cambió de tema y se embarcó en un discurso sobre los beneficios del alcohol.