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– Este país debe su libertad a esta pequeña botella que con tanta libertad sostengo en mi mano. -El dibujante alzó la voz por encima de la sirena de una ambulancia que se oía en la calle-. Ni las reformas sociales, ni las regulaciones políticas. Ni siquiera la guerra de la Independencia. Es esta botella lo que distingue a Turquía de los demás países musulmanes. Esta cerveza -la levantó como para brindar- es el símbolo de la libertad y la sociedad civil.

– Venga ya. ¿Desde cuándo ser un asqueroso borracho es un símbolo de libertad? -le reprendió bruscamente el guionista.

Los otros no lo siguieron. Debatir era un derroche de energía. Preferían escoger un cuadro y concentrarse en la imagen de una carretera.

– Desde el día que el alcohol fue prohibido y denigrado en todo el Oriente Próximo musulmán -gruñó el Dibujante Dipsómano-. Piensa en la historia otomana. En las tabernas, en los mezes para acompañar las copas… Parece que la gente lo pasaba bien. Nosotros, como nación, disfrutamos del alcohol, ¿por qué no podemos aceptarlo? A nuestra sociedad le gusta beber once meses al año, luego, de pronto, le entra el pánico, se arrepiente y ayuna en ramadán, para volver a la botella cuando termina el mes sagrado. Os aseguro que si aquí nunca se decretó la sharia y si los fundamentalistas jamás lograron el éxito que tuvieron en otros lugares, fue gracias a esta retorcida tradición. Gracias al alcohol en Turquía tenemos algo parecido a la democracia.

– Bueno, ¿entonces por qué no bebemos? -La mujer del dibujante le dedicó una sonrisa cansina-. ¿Y qué mejor razón para beber que don Puntitas? ¿Cómo se llamaba… Cecche?

– Cecchetti -la corrigió Asya, todavía lamentando el día en que se emborrachó lo bastante para dar al grupo una charla sobre la historia del ballet y mencionar de pasada el nombre de Cecchetti. Les encantó. Desde aquel día, de vez en cuando alguien de la mesa proponía un brindis en su honor, en honor del bailarín que había introducido las puntas.

– Así que si no fuera por él los bailarines no podrían andar de puntillas, ¿eh? -se burlaba alguno de ellos.

– Pero ¿en qué estaría pensando? -añadía siempre otro, y todo el mundo se echaba a reír.

El grupo era un organismo autorregulado donde las diferencias individuales se exponían pero jamás asumían el control, como si el organismo tuviera una vida independiente y más allá de las personalidades que lo componían. Con ellos Asya Kazancı encontraba la paz interior. El Café Kundera era su santuario. En casa de las Kazancı siempre tenía que corregirse, luchar por una perfección que escapaba a su comprensión, mientras que en el Café Kundera nadie la obligaba a cambiar, pues allí imperaba la convicción de que los seres humanos eran por naturaleza imperfectos e incorregibles.

Es cierto que no eran los amigos ideales que sus tías habrían elegido para ella. Por edad, algunos de ellos podría haber sido su padre. Pero ella, que era la más joven, disfrutaba viéndolos tan niños. Era bastante reconfortante comprobar que en esta vida nada mejoraba con los años. El adolescente malhumorado terminaba siendo un adulto malhumorado. El comportamiento era siempre el mismo. Sin duda eso era un poco sombrío, no obstante, se consolaba Asya, por lo menos demostraba que una no tenía que convertirse en otra persona, no tenía que convertirse en algo más, como sus tías le exigían constantemente, día y noche. Puesto que nada iba a cambiar con el tiempo y aquel carácter hosco se quedaría con ella para siempre, podía seguir siendo ella misma, la misma persona hosca.

– Hoy es mi cumpleaños -anunció Asya, sorprendiéndose a sí misma; no había tenido ninguna intención de dar aquella información.

– ¿Ah, sí? -preguntó alguien.

– ¡Qué casualidad! También es el cumpleaños de mi hija pequeña -exclamó el Poeta Excepcionalmente Malo.

– ¿Ah, sí? -le tocó ahora a Asya preguntar.

– ¡Naciste el mismo día que mi hija! ¡Géminis!

El poeta negó con su esponjosa cabeza con júbilo y mucho teatro.

– Piscis -le corrigió Asya.

Y se acabó. Nadie intentó abrazarla ni ahogarla a besos, igual que a nadie se le pasó por la cabeza pedir una tarta. El poeta le recitó un poema espantoso, el dibujante se bebió tres cervezas en su honor y la mujer del dibujante le hizo una caricatura en una servilleta: una joven huraña con el pelo de punta, tetas enormes y nariz afilada bajo unos ojos penetrantes y astutos. Los demás le llevaron otro café y al final no le dejaron pagar nada. Así de sencillo. No es que no se tomaran el cumpleaños de Asya en serio. Al contrario, se lo tomaron tan en serio que no tardaron en reflexionar en voz alta sobre la noción de tiempo y la mortalidad, y enseguida pasaron a la cuestión de cuándo iban a morir y si existía una vida después de la muerte.

– Desde luego que hay otra vida, y va a ser peor que esta -era la opinión general del grupo-. Así que hay que disfrutar del tiempo que nos queda.

Algunos meditaron sobre el tema, otros se detuvieron a medio camino para huir por alguna de las carreteras de la pared. Se lo tomaron con calma, como si nadie les esperase fuera, como si fuera no hubiera nada; sus muecas poco a poco se tornaron sonrisas beatíficas o indiferencia. No tenían energía, no tenían pasión ni necesidad de más conversación, de manera que se fueron hundiendo en las lodosas aguas de la apatía, preguntándose por qué demonios aquel local se llamaba Café Kundera.

Esa noche a las nueve, después de una cena formal, con las luces apagadas y entre canciones y palmas, Asya Kazancı sopló las velas de su tarta con tres capas de manzana caramelizada (extremadamente dulce) y glaseado de limón (extremadamente amargo). Solo pudo apagar la tercera parte. Del resto se encargaron sus tías, su abuela y Petite-Ma, soplando en todas direcciones.

– ¿Cómo ha ido hoy la clase de ballet? -preguntó la tía Feride mientras volvía a encender las luces.

– Bien -sonrió Asya-. Me duele un poco la espalda porque nos obligan a hacer muchos estiramientos, pero bueno, no me puedo quejar, he aprendido muchos movimientos nuevos…

– ¿Ah, sí? -se oyó una voz suspicaz. Era la tía Zeliha-. ¿Como cuál?

– Bueno… -Asya dio el primer bocado a la tarta-. A ver. He aprendido el petit jeté, que es un saltito, y la pirouette y el glissade.

– Esto es como matar dos pájaros de un tiro -comentó la tía Feride-. Pagamos por las clases de ballet, pero al final acaba aprendiendo ballet y francés a la vez. ¡Nos ahorramos un montón de dinero!

Todo el mundo asintió, todos menos la tía Zeliha, que con una chispa de escepticismo en el abismo de sus ojos de jade acercó la cara a la de su hija y dijo con tono casi inaudible:

– ¡Enséñanoslo!

– ¿Estás loca? -Asya dio un respingo-. ¡Eso no se puede hacer aquí en medio del salón! Tengo que estar en el estudio y trabajar con una profesora. Primero calentamos y estiramos, y nos concentramos. Y siempre hay música… Glissade significa deslizarse, ¿lo sabías? ¿Cómo me voy a deslizar aquí en la alfombra? ¡No se puede hacer ballet así sin más!

Una sonrisa taciturna se perfiló en los labios de la tía Zeliha, que se pasaba los dedos por el pelo negro. No dijo nada más. Parecía más interesada en comerse la tarta que en discutir con su hija. Pero su sonrisa fue suficiente para enfurecer a Asya, que apartó su plato y se levantó.

Esa noche, a las nueve y cuarto, en el salón del que en otros tiempos fuera un opulento konak de Estambul, ahora antiguo y ruinoso, Asya Kazancı hacía pasos de ballet en una alfombra turca, la cabeza en una romántica pose, los brazos estirados, las manos suavemente curvadas para que el dedo medio tocara el pulgar, mientras su mente era un torbellino de rabia y resentimiento.

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