Выбрать главу

Sin embargo, resultó ser justo lo contrario. El Skewed Window, un lugar de reunión muy frecuentado por intelectuales urbanos y artistas, era cualquier cosa menos un restaurante encantador y romántico. Estaba en un garaje de estilo moderno, con techos altísimos, lámparas art déco y las paredes cubiertas de arte abstracto contemporáneo. Los camareros, vestidos de negro de la cabeza a los pies, correteaban de un lado a otro como una colonia de hormigas que acabara de descubrir un montón de azúcar. Servían platos de diseño convencidos de que los clientes pronto serían reemplazados por otros, que probablemente dejarían mejor propina. En cuanto al menú, era incomprensible. Por si los ingredientes no fueran ya bastante desconcertantes, cada plato hacía referencia, en la forma, la presentación y la guarnición, a una obra abstracta expresionista.

El chef holandés había tenido tres aspiraciones en la vida: ser filósofo, pintor y chef. Tras fracasar estrepitosamente en filosofía y arte cuando era joven, no vio razón para no plasmar sus poco apreciados talentos en la cocina. Y así se enorgullecía de materializar lo abstracto y reinsertar en el cuerpo humano una obra de arte surgida del deseo del artista de exteriorizar sus emociones internas. En el Skewed Window se consideraba que la cena era menos culinaria que filosófica, y que el acto de comer tenía que ser guiado no por la necesidad primordial de llenar el estómago o suprimir el hambre, sino por una sublime danza catártica.

Tras numerosos intentos fallidos de elegir lo que iban a comer, Armanoush decidió apostar por el tartar de atún ahi de sésamo con foie gras yakiniku, y Matt optó por probar el entrecot con salsa de crema de mostaza en un lecho de vinagreta de fruta de la pasión y jicama. No sabía qué vino sería el adecuado para aquellos platos, pero como quería causar buena impresión leyó la carta de vinos y, tras cinco minutos de puro pasmo, hizo lo que hacía siempre cuando no tenía ni idea de qué elegir: pidió el vino guiándose por el precio. El cabernet sauvignon de 1997 parecía perfecto, bastante caro pero no fuera de su alcance. Y así, al pedir la comida intentaron leer en la cara del camarero si habían acertado o no, pero lo único que vieron fue una página en blanco de profesional cortesía.

Charlaron un poco, él de la carrera a la que aspiraba, ella de la infancia que quería destruir; él de sus planes futuros, ella de los restos del pasado; él de sus expectativas en la vida, ella de recuerdos familiares. El móvil sonó justo cuando iban a abordar otro tema de conversación. Armanoush miró fastidiada el número. No era conocido, pero tampoco era privado, de manera que contestó.

– Amy, ¿dónde estás?

– ¡Mamá! -balbuceó Armanoush perpleja-. ¿Cómo has…? ¿Cómo es que has cambiado de número?

– Ah, es que te llamo desde el móvil de la señora Grinnell -confesó Rose-. No tendría que recurrir a estas tretas si te dignaras contestar mis llamadas, por supuesto.

Armanoush parpadeó inexpresiva mientras el camarero le ponía delante un plato de peculiar aspecto, donde se combinaban tonos de rojo, beige y blanco. Sobre una salsa distribuida a brochazos emborronados yacían tres trozos redondos y rojos de atún crudo y una yema de huevo amarillo fuerte, formando entre todos una patética cara de ojos huecos. Con el móvil todavía en la oreja pero ya sin escuchar a su madre, Armanoush frunció los labios intentando averiguar cómo comerse una cara.

– Amy, ¿por qué no me contestas? ¿No me vas a conceder al menos la mitad de los derechos que tienen los Tchajmajchian?

– Mamá, por favor -dijo Armanoush, porque era una pregunta que solo podía responderse suplicando a su madre que no la hiciera. Hundió los hombros, como si el peso de su cuerpo se hubiera doblado. ¿Por qué era tan difícil comunicarse con su madre?

Con una rápida excusa y la promesa de llamarla en cuanto volviera a casa, colgó y apagó el móvil. Miró un instante a Matt para ver si le había molestado la interrupción, pero al ver que todavía estaba inspeccionando su comida, decidió no preocuparse. El plato de Matt era rectangular en lugar de redondo, y la comida estaba dividida en dos zonas separadas por una línea perfectamente recta de crema de mostaza. Lo que le había impactado no era tanto el diseño y los colores como lo impecable del arreglo. Tragó saliva, temeroso de estropear aquella perfecta cuadrícula.

Sus platos eran réplicas de dos cuadros expresionistas. El de Armanoush era La puta ciega, de Francesco Boretti, mientras que el de Matt se inspiraba en un cuadro de Mark Rothko con el acertado título de Sin título. Tan absortos estaban ambos en sus platos que ninguno de ellos oyó al camarero cuando les preguntó si les parecía todo bien.

El resto de la noche fue agradable, pero solo hasta el punto que puede definir la palabra «agradable». La comida resultó ser deliciosa, y enseguida engullir obras de arte les pareció normal, tanto que cuando llegaron los postres Matt no tuvo ningún problema en estropear las impecables líneas de arándanos de su April Blues Bring May Yellows de Peter Kitchell, y Armanoush ni siquiera vaciló al hundir la cuchara en la trémula y aterciopelada crema que representaba la Sustancia reluciente de Jackson Pollock. Sin embargo, en la conversación no lograron ni la mitad de los progresos que habían hecho comiendo. No es que a Armanoush no le gustara estar con Matt, ni que no lo encontrara atractivo. Pero era evidente que faltaba algo, y no era un detalle, una pieza del conjunto, sino que más bien el conjunto se deshacía en pedazos por esa parte que faltaba. Tal vez la comida era demasiado filosófica. En cualquier caso, Armanoush había comprendido sus límites. Estaba claro que no se enamoraría de Matt Hassinger. Tras hacer este descubrimiento, dejó de dudar y su interés por él quedó convertido en mera simpatía.

De camino a casa pararon el coche y pasearon un poco por Columbus Avenue, ambos callados y pensativos. La brisa cambió y por un fugaz instante Armanoush percibió el olor penetrante y salado del mar y deseó estar en la playa, ansiosa por huir de aquel momento. Al llegar a la librería City Lights, sin embargo, no pudo evitar animarse al ver en el escaparate uno de sus libros favoritos: Una tumba para Boris Davidovich.

– ¿Has leído ese libro? ¡Es estupendo! -exclamó.

Al oír un rotundo «no», empezó a relatar el primer cuento del libro, y luego todos los demás, los siete. Puesto que pensaba sinceramente que no se podía entender del todo el libro sin trazar antes un mapa del abrupto terreno de la literatura de la Europa del Este, dedicó a esta labor los siguientes diez minutos, rompiendo así la promesa que le había hecho a su madre esa misma mañana de no decir ni una palabra sobre libros, al menos durante la primera cita.

Una vez de vuelta en Russian Hill, ante la casa de la abuela Shushan, se quedaron frente a frente, conscientes de que la velada había terminado. Deseaban que el final fuera mejor que la cena, y solo se les ocurrió que debían besarse de verdad, tal como ocurría en sus fantasías. Pero resultó ser un beso dulce, sellado con compasión por Armanoush y con admiración por Matt, puesto que ambos estaban muy lejos de la pasión.

– Mira, llevo toda la noche queriendo decirte una cosa -balbuceó Matt, como hundido bajo el peso de la incómoda verdad que estaba a punto de declarar-. Tienes un olor increíble… Muy poco común, muy exótico. Hueles a…

– ¿A qué? -Armanoush palideció. En su mente se había formado la imagen de un humeante plato de mantı.

Matt Hassinger la rodeó con el brazo y susurró:

– A pistachos. Sí, hueles a pistachos.

A las once y cuarto Armanoush sacó un manojo de llaves para abrir las numerosas cerraduras de la puerta de la abuela Shushan, temiendo encontrarse a toda la familia en el salón, hablando de política, tomando té y comiendo fruta mientras la esperaban.