– ¿Lugar de nacimiento? -prosiguió, rutinaria, la recepcionista.
– ¡Estambul!
– ¿Estambul?
Zeliha se encogió de hombros como diciendo: ¿dónde, si no? ¿Dónde demonios, si no aquí? ¡Aquella era su ciudad! ¿Acaso no se le veía en la cara? Al fin y al cabo Zeliha se consideraba una auténtica estambulí, y como si reprochara a la recepcionista el no haber captado un hecho tan obvio, se volvió sobre su tacón roto y tomó asiento en una silla vacía junto a la mujer del velo. Solo entonces advirtió al marido de esta, sentado muy quieto, casi paralizado por la vergüenza. Más que juzgar a Zeliha, el hombre parecía sumido en la incomodidad de ser el único varón en un territorio tan descaradamente femenino. Por un segundo a Zeliha le dio pena y hasta pensó en invitarle a salir al balcón a fumarse un cigarrillo con ella, porque estaba segura de que fumaba. Pero el gesto podría malinterpretarse. Una mujer soltera no podía proponer algo así a un hombre casado y cualquier hombre casado expresaría hostilidad hacia otra mujer estando presente su esposa. ¿Por qué era tan difícil hacerse amiga de los hombres? ¿Por qué tenía que ser siempre así? ¿Por qué no podían salir al balcón a fumar y charlar un rato y luego ir cada uno por su camino? Zeliha se quedó allí sentada en silencio un largo rato, no porque estuviera exhausta, que lo estaba, ni porque estuviera harta de ser el foco de atención, que también, sino porque quería estar junto a la ventana abierta; ansiaba oír el ruido de la calle. La ronca voz de un vendedor penetraba en la sala:
– Mandarinas… Mandarinas frescas y aromáticas…
– Bien, tú sigue gritando -masculló Zeliha entre dientes. No le gustaba el silencio. De hecho, lo aborrecía. No le importaba que la gente se la quedara mirando por la calle, en el bazar, en la sala de espera del médico, en todas partes, día y noche; no le importaba que se la comieran con los ojos y la observaran babeando y volvieran a repasarla como si la vieran por primera vez. De un modo u otro, siempre podía afrontar sus miradas. A lo que no podía enfrentarse era al silencio.
– Mandarinero… mandarinero… ¿a cuánto va el kilo? -chilló una mujer desde la ventana de uno de los pisos superiores del edificio que había al otro lado de la calle.
A Zeliha siempre le había divertido ver la facilidad con la que los habitantes de la ciudad se inventaban los nombres más peregrinos para las profesiones más corrientes. A casi todo lo que se vendía en el mercado se le podía añadir un «ero» incluyendo otro nombre en la larguísima lista de profesiones urbanas. Y así, dependiendo de lo que estuviera a la venta, a cualquiera podían llamarle «mandarinero», «agüero», «patatero» o… «abortero».
A esas alturas Zeliha ya no tenía dudas. Ya no cabían las dudas puesto que ya lo sabía con seguridad; además, se había hecho una prueba en la clínica que habían abierto hacía poco en su barrio. El día de la «gran inauguración», los de la clínica organizaron una llamativa recepción para un puñado de selectos invitados y colocaron ramos de flores y guirnaldas junto a la puerta, para que todos los que pasaran por la calle quedaran también informados del evento. Cuando Zeliha fue a la clínica, justo al día siguiente, las flores se habían marchitado, pero los folletos conservaban todo su colorido: ¡TEST DE EMBARAZO GRATIS CON CADA ANÁLISIS DE AZÚCAR EN SANGRE!, decían en letras mayúsculas fosforescentes. Ignoraba cuál era la relación entre una cosa y la otra, pero de todas formas se hizo las pruebas. Cuando llegaron los resultados supo que estaba normal de azúcar y embarazada.
– Ya puede pasar, señorita -la llamó la recepcionista desde la puerta, batallando con otra «r», una «r» esta vez difícil de eludir en su profesión-. El doctor la está esperando.
Zeliha se levantó de un brinco agarrando el juego de té y el tacón roto, y notó que todas las cabezas de la sala se volvían hacia ella fijándose en cada uno de sus gestos. Normalmente, habría caminado lo más deprisa posible, pero en aquel momento sus movimientos eran visiblemente lentos, casi lánguidos. Justo cuando estaba a punto de salir de la sala se detuvo y, como si le hubieran pulsado un botón, se volvió sabiendo exactamente a quién mirar. Allí, en el centro de su mirada, encontró una cara llena de rencor. La mujer del pañuelo en la cabeza, con los ojos castaños nublados por el resentimiento, los labios maldiciendo al médico y a aquella chica de diecinueve años a punto de abortar el hijo que Alá no debería haber otorgado a una muchacha chapucera sino a ella.
El médico era un hombre fornido cuya postura erguida irradiaba fuerza. A diferencia de la recepcionista, no había reproche en su mirada ni preguntas tontas en su boca. Acogió a Zeliha de la mejor manera. Le hizo firmar unos papeles y luego más papeles por si algo iba mal, ya fuera durante o después de la operación. Zeliha sintió que sus nervios se aflojaban a su lado, y la piel se le hacía más fina, lo cual era una mala jugada puesto que cada vez que se le aflojaban los nervios y se le afinaba la piel, se tornaba tan frágil como un vaso de té, y cada vez que se tornaba tan frágil como un vaso de té no podía evitar llegar al borde de las lágrimas. Y eso era lo que de verdad odiaba. Desde que era pequeña albergaba un profundo desdén por las mujeres lloronas y se había prometido no convertirse jamás en uno de esos lamentos con patas que iban esparciendo lágrimas y quejas quisquillosas por doquier, pues ya tenía demasiados alrededor. Se había prohibido llorar y hasta entonces se las había apañado bastante bien para cumplir su promesa. Si notaba que se le iban a saltar las lágrimas, contenía la respiración y recordaba su voto. De manera que aquel primer viernes de julio volvió a hacer lo que siempre hacía para contener el llanto: respiró hondo y alzó el mentón en un gesto de fortaleza. Esta vez, sin embargo, algo salió espantosamente mal y el aliento que contenía salió como un sollozo.
El médico no pareció sorprenderse. Estaba acostumbrado. Las mujeres siempre lloraban.
– Venga, venga -intentó consolarla mientras se ponía los guantes quirúrgicos-. Todo irá bien, no se preocupe. Es solo una sedación. Se quedará dormida y soñará, y antes de que el sueño acabe la despertaremos y se marchará a casa. Y después no se acordará de nada.
Cuando Zeliha lloraba, todas sus facciones se marcaban y las mejillas se le hundían, acentuando el más contundente de sus rasgos: ¡su nariz! Esa nariz extraordinariamente aguileña que, al igual que sus hermanas, había heredado de su padre. Pero la suya, a diferencia de la de sus hermanas, era más afilada en el puente y algo más alargada en los bordes.
El médico le dio unas palmaditas en el hombro, le ofreció un pañuelo de papel y luego le tendió la caja entera. Siempre tenía una caja de kleenex junto a la mesa. Las compañías farmacéuticas las distribuían gratis. Además de bolígrafos y agendas y otros objetos con el nombre de la empresa, regalaban pañuelos de papel para las pacientes que no podían dejar de llorar.
«Higos… deliciosos higos… ¡higos maduros y dulces!»
¿Era el mismo vendedor u otro distinto? ¿Cómo lo llamarían sus clientes… higuero?, pensó Zeliha, tumbada en la camilla en una habitación enervantemente blanca e inmaculada. Ni los instrumentos, ni siquiera los bisturíes, la asustaban tanto como aquel blanco absoluto. Hay algo en el blanco que recuerda al silencio. Ambos están vacíos de vida.
En sus esfuerzos por apartarse del color del silencio, Zeliha se distrajo con un punto negro en el techo. Cuanto más fijaba en él la mirada, más parecía una araña. Primero estaba inmóvil, pero luego empezó a moverse. La araña crecía y crecía a medida que la anestesia se distribuía por sus venas. Al cabo de unos segundos le pesaba tanto todo que no podía ni mover un dedo. Mientras intentaba resistirse al sueño de la sedación, se echó a llorar de nuevo.