– ¿Está segura de que esto es lo que quiere? Tal vez prefiera pensárselo un poco -dijo el médico con voz aterciopelada, como si Zeliha fuera una pila de polvo y tuviera miedo de que se desmoronase con el viento de sus palabras si alzaba más la voz-. Si quiere reconsiderar su decisión, no es demasiado tarde.
Pero sí era tarde. Zeliha sabía que tenía que hacerlo en ese momento, aquel primer viernes de julio. Ahora o nunca.
– No hay nada que considerar. No puedo tenerla -se oyó soltar.
El médico asintió con la cabeza. Y como si hubiera estado esperando aquel gesto, de pronto sonó en la sala la oración del viernes desde la mezquita cercana. Al cabo de unos segundos se le unió otra mezquita, y otra y otra. Zeliha frunció la cara en una mueca de disgusto. Odiaba que una oración originalmente pensada para ser recitada con la pureza de la voz humana quedara deshumanizada por una voz electrónica que llenaba la ciudad desde micrófonos y altavoces. Pronto el clamor se hizo tan ensordecedor que pensó que se había estropeado el sistema de megafonía de todas las mezquitas de la zona. O eso, o los oídos se le habían tornado extremadamente sensibles.
– Habremos terminado en un minuto. No se preocupe.
Zeliha miró sorprendida al médico. ¿Tanto se le notaba el desprecio por la electro-oración? No es que le importara. De todas las mujeres Kazancı, ella era la única tan abiertamente irreligiosa. Cuando era pequeña le gustaba imaginar que Alá era su mejor amigo, lo cual no era malo, por supuesto, solo que su otra mejor amiga era una niña pecosa y parlanchina que había hecho del fumar un hábito a la edad de ocho años. La niña era la hija de la señora que limpiaba su casa, una kurda regordeta con un bigote que no siempre se molestaba en depilar. En aquellos tiempos la asistenta iba a su casa dos veces por semana, y siempre se llevaba a su hija. Zeliha y la niña se convirtieron en buenas amigas al cabo de un tiempo, y hasta se hicieron un corte en el dedo índice para mezclar su sangre y convertirse en hermanas de sangre para siempre. Durante una semana anduvieron las dos con una venda ensangrentada en torno al dedo como señal de su hermandad. En aquel entonces, cada vez que Zeliha rezaba, solo pensaba en aquella venda ensangrentada: ah, si Alá pudiera convertirse también en una hermana de sangre… su hermana de sangre…
«Perdóname», se disculpaba al instante, y luego lo repetía una y otra vez, porque cuando uno pedía perdón a Alá, tenía que hacerlo tres veces: «Perdóname, perdóname, perdóname».
Estaba mal y lo sabía. Alá no podía y no debía ser personificado.
Alá no tenía sangre, ni dedos, ya puestos. Había que evitar atribuirle cualidades humanas, lo cual no era nada fácil, puesto que cada uno de sus -o sea, de Sus- noventa y nueve nombres resultaban ser cualidades pertenecientes también a los hombres. Alá podía ver, pero no tenía ojos; lo oía todo, pero no tenía oídos; lo alcanzaba todo, pero no tenía manos. Con esta información, a los ocho años, Zeliha había llegado a la conclusión de que Alá podía parecerse a nosotros, pero nosotros no podíamos parecemos a él -o sea, a Él-, ¿o era al revés? En fin, el caso es que había que aprender a pensar en él -o sea, en Él- sin pensar en Él como en él.
Lo más probable es que nada de esto le hubiera importado tanto de no haber visto una tarde que Feride, su hermana mayor, también llevaba un vendaje ensangrentado en el dedo índice. Por lo visto la niña kurda también era su hermana de sangre. Zeliha se sintió traicionada. Solo entonces se dio cuenta de que lo que en realidad tenía en contra de Alá no era que él -o sea, Él- no tuviera sangre, sino más bien que tuviera tantas hermanas de sangre, tantas a las que atender que al final no atendía a ninguna.
El episodio de amistad no duró mucho después de aquello. El konak era tan grande y tan ruinoso, y su madre tan gruñona y tan tozuda, que la mujer de la limpieza se despidió al cabo de un tiempo, llevándose también a su hija. Tras quedarse sin su mejor amiga, cuya amistad además había sido bastante dudosa, Zeliha sintió un sutil resentimiento, pero no supo muy bien hacia quién: hacia la mujer de la limpieza por marcharse, hacia su madre por hacer que se fuera, hacia su mejor amiga por jugar a dos barajas, hacia su hermana mayor por robarle a su hermana de sangre, o hacia Alá. Puesto que los demás estaban totalmente fuera de su alcance, eligió a Alá como objeto de su rencor. Y después de sentirse una infiel a tan temprana edad, no vio razones para dejar de serlo ya de adulta.
Otra mezquita se unió a la llamada a la oración. Los rezos se multiplicaban en ecos, como círculos concéntricos. Curiosamente, en aquel preciso momento, allí, en la consulta del médico, se sintió preocupada por llegar tarde a cenar. Se preguntó qué habría en la mesa esa noche y cuál de sus tres hermanas habría cocinado. A cada una de sus hermanas se le daba bien una receta particular, así que dependiendo de la cocinera del día podía esperar un plato u otro. Le apetecían pimientos verdes rellenos, un plato especialmente delicado puesto que cada una de las hermanas lo hacía de manera muy distinta. Pimientos… verdes… rellenos… Su respiración se volvió más lenta cuando la araña empezó a descender. Aunque intentara fijar la vista en el techo, Zeliha tenía la sensación de que no ocupaba el mismo espacio que la gente de esa misma sala. Había entrado en el reino de Morfeo.
Era demasiado luminoso, casi brillante. Despacio y con cuidado atravesó un puente atestado de coches y peatones y pescadores inmóviles que sostenían cañas con gusanos retorciéndose en el anzuelo. Todos los adoquines que pisaba estaban sueltos a su paso y, pasmada, Zeliha veía que debajo no había más que el vacío. Pronto se dio cuenta horrorizada de que lo de abajo también estaba arriba, y que llovían adoquines del cielo azul. Cuando un adoquín caía del cielo, otro se soltaba en el pavimento. Sobre el cielo y bajo la tierra había lo mismo: NA-DA.
Los adoquines seguían lloviendo agrandando más y más la cavidad del suelo. Zeliha sintió pánico de que el voraz abismo la tragara.
– ¡Basta! -gritó, mientras las piedras seguían rodando bajo sus pies-. ¡Basta! -ordenó a los vehículos que se precipitaban hacia ella y la atropellaban-. ¡Basta! -suplicó a los viandantes que la apartaban a empujones.
– ¡Basta, por favor!
Cuando se despertó estaba sola en una sala desconocida. Sentía náuseas. Cómo demonios había llegado hasta allí era un misterio que no tenía ningunas ganas de resolver. No sentía nada, ni dolor ni pena. Así que, concluyó, al final la indiferencia debió de ganar la carrera. No solo ella, también sus sentidos habían sufrido un aborto en aquella mesa blanca inmaculada de la otra sala. Tal vez todo aquello tendría un lado positivo. Tal vez ahora podría ir a pescar y conseguir por fin mantenerse inmóvil durante horas y horas sin exasperarse y sin sentir que se quedaba atrás, como si la vida fuera una liebre rápida que ella solo pudiera observar desde lejos sin alcanzarla jamás.
– ¡Ah, por fin se ha despertado! -La recepcionista estaba en la puerta con los brazos en jarras-. ¡Por Dios bendito! ¡Menudo susto! ¡Menudo susto nos ha dado! ¿Tiene idea de cómo gritaba? ¡Ha sido espantoso!
Zeliha se quedó tumbada sin pestañear.
– Los vecinos han debido de pensar que la estábamos matando o algo así. ¡Me extraña que no haya venido la policía, vamos!
«Pues no te extrañes. Estás hablando de la policía de Estambul, no de un aguerrido agente de una película americana», pensó Zeliha mientras por fin se permitía parpadear. Todavía no entendía muy bien por qué estaba tan alterada la recepcionista, pero no veía el propósito de alterarla todavía más, de manera que ofreció la primera excusa que le vino a la cabeza:
– A lo mejor he gritado porque me dolía…