– ¿Qué le apetece beber, caballero? -preguntó la azafata en turco, medio inclinada hacia él. Tenía los ojos de un azul zafiro y llevaba un chaleco exactamente del mismo color, con unas esponjosas nubes estampadas en la espalda.
Mustafa vaciló una fracción de segundo, no porque no supiera qué le apetecía beber, sino porque no supo en qué idioma contestar. Después de tantos años se sentía mucho más cómodo expresándose en inglés que en turco. Aun así, parecía poco natural, si no arrogante, dirigirse en inglés a una turca. Mustafa Kazancı había resuelto hasta entonces aquel dilema personal evitando hablar con turcos en Estados Unidos. Su actitud distante hacia sus compatriotas quedaba en evidencia en situaciones corrientes como aquella. Miró a su alrededor, buscando una salida, y al no encontrar ninguna cercana contestó por fin en turco:
– Zumo de tomate, por favor.
– No tenemos zumo de tomate. -La azafata le dedicó una alegre sonrisa, como si aquello le hiciera mucha gracia. Era una de esas empleadas devotas que jamás pierden la fe en las instituciones para las que trabajan, capaces de decir que no siempre con la misma expresión alegre-. ¿Le apetecería un bloody Mary?
Mustafa aceptó el denso combinado escarlata y se reclinó hacia atrás, con la frente cada vez más arrugada y los ojos avellana nublados. Entonces se dio cuenta de que Rose lo miraba fijamente, escudriñando sus movimientos con tanta atención como aprensión.
– ¿Qué pasa, cariño? -preguntó con expresión sombría-. Pareces nervioso. ¿Es porque vamos a ver a tu familia?
Ya habían hablado exhaustivamente de aquel viaje y no había mucho que añadir. Rose sabía que Mustafa no tenía ningunas ganas de ir a Estambul y no había hecho más que ceder ante su insistencia para que fueran juntos. Y aunque lo reconocía, no se puede decir que se sintiera agradecida. «Después de diecinueve años de matrimonio una mujer tiene derecho a pedirle a su marido un detalle», se dijo, mientras apretaba con ternura la mano de Mustafa.
Este gesto cogió a Mustafa desprevenido. Le asaltó una oleada de inmensa melancolía y se acercó a su mujer. De ella había aprendido dos cosas fundamentales sobre el amor: la primera, que a diferencia de lo que los románticos tan pomposamente sostenían, el amor era más un proceso gradual que un súbito estallido a primera vista, y la segunda, que él era capaz de amar.
Con los años se había acostumbrado a quererla y había encontrado en ella cierta tranquilidad. Rose, aunque exigente en extremo y difícil a veces, era también fiel a sí misma, descifrable y predecible; era un mapa de energías muy claro, y él conocía todas las posibles reacciones de esa energía. Rose jamás le desafiaba, ni jamás se enfrentaba de verdad a la vida; tenía un talento natural para adaptarse a su entorno. Era una amalgama de fuerzas encontradas que operaban sin esfuerzo por sí mismas, totalmente fuera del tiempo y por lo tanto fuera de las genealogías familiares. Después de conocerla, las tormentas familiares que tenía enconadas dentro se habían transformado en un lento pero sereno sentimiento, tal vez lo que más se parecía al amor verdadero. Puede que Rose no fuera una esposa perfecta en su primer matrimonio, ni consiguiera adaptarse a una extensa familia armenia, pero justamente por esa razón era el refugio ideal para un hombre como él, un hombre que trataba de huir de su extensa familia turca.
– ¿Estás bien? -repitió Rose, con la voz algo tensa esta vez.
Y en ese preciso instante, Mustafa Kazancı sufrió un ataque de ansiedad. Se puso pálido, tenía la sensación de que se ahogaba. No debería estar en aquel avión. No debería ir a Estambul. Rose tenía que haber ido sola a recoger a su hija y volver a casa… a casa. Cómo deseaba estar de vuelta en Arizona, donde todo estaba cubierto por el sereno flujo de la familiaridad.
– Creo que tengo que andar un poco -dijo, tendiéndole a Rose la bebida y levantándose para controlar lo que se estaba convirtiendo rápidamente en un ataque de pánico-. No es sano estar aquí sentado tantas horas.
Mientras caminaba hacia la parte trasera del avión por el estrecho pasillo, iba mirando a los pasajeros, algunos turcos, otros americanos, y unos pocos de otros países. Ejecutivos, periodistas, fotógrafos, diplomáticos, escritores de libros de viaje, estudiantes, madres con recién nacidos, absolutos desconocidos con los que se compartía el mismo espacio y hasta se podía compartir el mismo destino. Unos leían libros o periódicos, otros veían cómo el rey Arturo mataba a sus enemigos en un videojuego, mientras que algunos estaban inmersos en crucigramas. Una mujer morena de pelo oscuro, diez filas atrás, le miraba intensamente. Mustafa apartó la vista. Seguía siendo un hombre atractivo, no tanto por su cuerpo alto y musculoso, sus marcados rasgos y su pelo negro azabache, sino más bien por sus modales refinados y su elegante forma de vestir. Aunque a lo largo de su vida había llamado la atención de muchas mujeres, jamás le había sido infiel a la suya. Lo curioso era que cuanto más se alejaba de las mujeres, más parecía atraerlas.
Al pasar junto a la fila de la morena, advirtió incómodo que llevaba una falda muy corta y había cruzado las piernas de tal manera que era fácil imaginar que se le podría ver la ropa interior. No le gustó la desconcertante sensación que le produjo la minifalda: pesados y espinosos recuerdos de los que deseaba deshacerse de una vez por todas; la imagen de su hermana Zeliha, a la que siempre le habían gustado las minifaldas, correteando por las adoquinadas calles de Estambul con pasos tan apresurados como si quisiera escapar de su propia sombra. Mustafa pasó deprisa, apartando bruscamente la vista para evitar mirar donde no debía. Ahora que había alcanzado la madurez, a veces se preguntaba si le habían llegado a gustar las mujeres. Aparte de Rose, por supuesto. Claro que Rose no era una mujer. Rose era Rose.
En general había sido un buen padrastro para la hija de Rose. Aunque quería a Armanoush, no deseaba tener hijos propios. Nada de niños. Nadie sabía que en el fondo de su corazón no creía merecerlos. No estaba seguro de poder ser un buen padre. ¿A quién quería engañar? Sería un padre terrible. Incluso peor que su propio padre.
Recordó el día en que conoció a Rose en el pasillo de un supermercado. El tenía una lata de garbanzos en cada mano. El encuentro no fue muy romántico. A lo largo de los años habían hablado muchas veces de aquel día, burlándose de todos los detalles que recordaban. Ambos lo evocaban de forma distinta: Rose siempre decía que él estaba nervioso y tímido, mientras que él mencionaba el brillante pelo rubio de ella y su intrepidez, que inicialmente le había intimidado. Jamás volvió a sentirse intimidado por Rose. Al contrario, estar con Rose era como dejarse llevar por un sereno arroyo, sabiendo que jamás le ahogaría, una suave corriente sin sorpresas. No había tardado mucho en empezar a amarla.
Por las mañanas la observaba trajinar en la cocina. A los dos les encantaba aquel espacio, aunque por razones totalmente distintas. A Rose le gustaba mucho cocinar y se sentía cómoda haciéndolo. A Mustafa le gustaba observarla entre la multitud de detalles cotidianos: los trapos a juego con los azulejos; las tazas, suficientes para un regimiento; el charco de chocolate caliente endureciéndose en la encimera. Sobre todo le gustaba mirarle las manos cuando cortaba, troceaba y picaba. Verla hacer tortitas era una de las imágenes más tranquilizadoras que la vida le había otorgado jamás.