– Estaba en el médico -murmuró Zeliha, quitando con cuidado la pálida piel verde del pimiento.
– ¡Médicos! -exclamó Feride con una mueca, alzando el tenedor como si fuera un puntero con el que señalaba una cordillera lejana en un mapa y el auditorio no fuera su propia familia, sino los estudiantes de una clase de geografía. Feride tenía un problema a la hora de mirar a los ojos. Se encontraba más cómoda hablando con los objetos, y por lo tanto dirigió sus palabras al plato de Zeliha-: ¿No has visto el periódico esta mañana? Operan de apendicitis a una niña de nueve años y se olvidan dentro unas tijeras. ¿Sabes cuántos médicos de este país deberían ir a la cárcel por negligencia?
Entre las mujeres Kazancı, Feride era la que más de cerca conocía los procedimientos médicos. En los últimos seis años le habían diagnosticado ocho enfermedades, a cuál más rara. Era imposible saber si los médicos no acababan de dar con el diagnóstico adecuado o si la misma Feride se esforzaba afanosamente por adquirir nuevas dolencias. Al cabo de un tiempo ya no importaba que se tratara de una cosa u otra. La cordura era la tierra prometida, el Shangri-La del que la habían deportado de adolescente y al que estaba decidida a volver algún día. Por el camino descansaba en diversas escalas de errático nombre y espantoso tratamiento.
Ya de pequeña tenía algo raro. Fue una alumna de lo más difícil y no mostró interés alguno en nada que no fueran las clases de geografía, y en las clases de geografía solo mostró interés por unos pocos temas, empezando con las capas de la atmósfera. Sus temas favoritos eran cómo el ozono se descomponía en la estratosfera, y la relación entre las corrientes de la superficie oceánica y los modelos atmosféricos. Lo aprendió todo sobre la circulación estratosférica de alta latitud, las características de la mesosfera, los vientos de los valles y las brisas marinas, los ciclos solares y las latitudes tropicales, y la forma y el tamaño de la Tierra. Y todo lo que memorizaba en el colegio lo soltaba luego en casa, salpimentando todas las conversaciones con información atmosférica. Siempre que desplegaba sus conocimientos de geografía, hablaba con un celo sin precedentes, flotando muy por encima de las nubes, saltando de una capa atmosférica a otra. Luego, un año después de graduarse, Feride comenzó a mostrar signos de excentricidad y desequilibrio.
Aunque su interés por la geografía jamás se apagó con los años, le inspiró otra área de interés de la que disfrutaba enormemente: accidentes y desastres. Todos los días repasaba la prensa sensacionalista. Accidentes de coche, asesinatos en serie, huracanes, terremotos, incendios e inundaciones, enfermedades terminales, enfermedades infecciosas y virus desconocidos… Feride lo leía todo con gran detenimiento. Su memoria selectiva absorbía calamidades locales, nacionales e internacionales para poder transmitírselas a los demás cuando menos lo esperaban. Nunca necesitó mucho tiempo para ensombrecer cualquier conversación, puesto que ya de nacimiento estaba inclinada a detectar la negrura en cada anécdota y a crearla cuando no la había.
Pero sus noticias no perturbaban a nadie, puesto que ya hacía mucho que habían renunciado a darle crédito. Su familia había dado con la forma de tratar la locura: confundirla con la falta de credibilidad.
A Feride le diagnosticaron una «úlcera de estrés», un diagnóstico que nadie de la familia se tomó en serio porque el «estrés» se había convertido en una especie de catástrofe general. En cuanto se introdujo en la cultura turca, la palabra «estrés» fue recibida con tal euforia por los estambulíes que por toda la ciudad surgían pacientes de estrés como setas. Feride había viajado constantemente de una enfermedad relacionada con el estrés a otra, sorprendida al descubrir la inmensidad de aquel territorio, puesto que no parecía haber absolutamente nada que no pudiera relacionarse con el estrés. Después anduvo merodeando en torno al desorden obsesivo-compulsivo, la amnesia disociativa y la depresión psicótica. En otra ocasión logró envenenarse y le diagnosticaron intoxicación por dulcamara, el nombre de todas sus enfermedades que más le entusiasmaba.
En cada etapa de su viaje a la demencia, Feride se cambiaba el color y el corte del pelo, de manera que al cabo de un tiempo los médicos, en sus esfuerzos por ir siguiendo los cambios en su psicología, comenzaron a confeccionar una tabla de estilos. Pelo corto, media melena, muy largo y, una vez, totalmente afeitado; de punta, liso, cardado y en trenzas; con toneladas de gomina, gel, cera o espuma; adornado con gorros, broches o cintas; cortado a lo punky, recogido en moños de bailarina, con mechas y teñido de todos los colores posibles, cada uno de los estilos había sido un fugaz episodio mientras que su enfermedad permanecía firme y fija.
Después de un largo período de «grave desorden depresivo», Feride había evolucionado a «borderline», un término interpretado con bastante arbitrariedad por los miembros de la familia Kazancı. Su madre interpretaba la palabra border, «frontera» en inglés, como un problema relacionado con la policía, los oficiales de aduanas y la ilegalidad, de modo que veía a un «delincuente extranjero» en la persona de Feride, y, por lo tanto, sospechaba cada vez más de aquella hija loca en la que, para empezar, no había confiado nunca. En marcado contraste, para las hermanas de Feride el concepto de «border» invocaba principalmente la idea de borde, y la idea de borde invocaba la imagen de un precipicio mortal. De manera que durante un tiempo la trataron con infinito cuidado, como si fuera una sonámbula andando por una tapia de muchos metros a punto de caerse en cualquier momento. A Petite-Ma, sin embargo, la palabra «border» le sugería las estilizadas líneas de una celosía, y observaba a su nieta con profundo interés y simpatía.
Feride había emigrado recientemente a otro diagnóstico que nadie era capaz de pronunciar, y mucho menos de interpretar: «esquizofrenia hebefrénica». Desde entonces permanecía fiel a su nueva nomenclatura, como contenta al fin de lograr la clarificación nominal que tanto necesitaba. Fuera cual fuese el diagnóstico, vivía de acuerdo con las reglas de su propio país de fantasía, fuera del cual jamás ponía el pie.
Pero aquel primer viernes de julio, Zeliha no prestó atención alguna al renombrado desagrado de su hermana por los médicos. En cuanto empezó a comer se dio cuenta del hambre que había pasado todo el día. Se zampó casi mecánicamente un trozo de çörek, se echó un vaso de ayran, se sirvió otro dolma verde y lanzó la noticia que crecía dentro de ella:
– Hoy he ido al ginecólogo…
– ¡Al ginecólogo! -repitió Feride al instante, pero sin añadir ningún comentario específico. Los ginecólogos eran justo el grupo de médicos con el que tenía menos experiencia.
– Hoy he ido al ginecólogo para abortar -completó la frase Zeliha sin mirar a nadie.
Banu dejó caer el ala de pollo y se miró los pies como si tuvieran algo que ver con todo aquello; Cevriye frunció los labios con fuerza; Feride lanzó un chillido y luego, sorprendentemente, una carcajada; su madre se frotó tensa la frente, sintiendo el primer aura de una terrible jaqueca; y Petite-Ma… bueno, Petite-Ma siguió comiéndose su sopa de yogur. Tal vez porque se había quedado bastante sorda en el transcurso de los últimos meses, o tal vez porque sufría las primeras fases de la demencia senil. O quizá sencillamente pensó que la noticia no era motivo de aspaviento alguno. Con Petite-Ma nunca se sabía.
– ¿Cómo has podido asesinar a tu hijo? -preguntó Cevriye pasmada.
– No es un niño -declaró Zeliha indiferente-. En esta etapa se podría decir que es más bien un granito. ¡Eso sería más científico!
– ¡Científico! ¡Tú no eres científica, lo que pasa es que no tienes sentimientos! -Cevriye se echó a llorar-. ¡No tienes sentimientos! ¡Eso es lo que pasa!