Al principio su madre y sus hermanas le escribían constantemente, preguntándole cómo le iba, cuándo iría a verlas. Hacían preguntas de las que él se empeñaba en huir y no dejaban de enviarle regalos, sobre todo su madre. Durante esos veinte años había vuelto a ver a su madre solo una vez, no en Estambul sino en Alemania. Durante un congreso de geólogos y gemólogos en Frankfurt, le había pedido que se reuniera con él. De modo que madre e hijo se vieron en Alemania, como habían hecho durante muchos años los refugiados políticos que no podían volver a Turquía.
En aquella época su madre estaba tan desesperada por verle que ni siquiera le reprochó no haber ido a Estambul. Era sorprendente lo rápido que la gente se acostumbraba a circunstancias tan anómalas.
Una vez en la parte trasera del avión, Mustafa Kazancı se detuvo frente a los servicios, detrás de dos hombres que hacían cola. Suspiró al recordar la tarde anterior. Rose no sabía que de camino a casa había pasado por una esquina de Tucson que visitaba en secreto de vez en cuando desde hacía diez años: la capilla del Tiradito.
Era un lugar modesto y apartado en el centro de Tucson, la única capilla de Estados Unidos dedicada al alma de un pecador, decía la placa histórica. El alma de un excomulgado, un «tiradito», un pequeño paria. Hoy en día nadie sabía gran cosa de su historia, que retrocedía hasta mediados del siglo XIX: quién era exactamente el pecador, cuál había sido su pecado y sobre todo, por qué le habían dedicado un santuario. Los inmigrantes mexicanos eran los que mejor lo conocían, pero estaban poco dispuestos a compartir con extraños su información. Sin embargo, a Mustafa Kazancı no le interesaban los detalles históricos. Le bastaba saber que el Tiradito era un buen hombre, al menos no peor que los demás. Aun así había cometido espantosas infamias, errores tan abyectos que le convirtieron en pecador para siempre. A pesar de todo, le habían dedicado algo de lo que muchos carecían: una capilla.
De manera que la tarde anterior Mustafa visitó el lugar, atormentado por sus pensamientos. Aunque era una ciudad pequeña, en Tucson había muchos lugares sagrados, y podía haber ido a una mezquita de haber querido. Lo cierto es que no era un hombre religioso y nunca lo había sido. No necesitaba templos ni escrituras sagradas. No iba al Tiradito a rezar. Iba porque era el único lugar sagrado que no le obligaba a convertirse en otra persona para ser bien recibido. Iba porque le gustaba la sensación que le daba el lugar, sin pretensiones, aunque gótico e imponente. La mezcla de espíritus mexicanos y costumbres americanas, las decenas de velas ofrecidas por distintas personas, tal vez pecadores también, los papeles doblados en los resquicios de las paredes, donde los visitantes confesaban y ocultaban sus pecados… Todo le atraía en su presente estado de ánimo.
– ¿Está usted bien, caballero? -Era la azafata de los ojos zafiro.
Él asintió con un gesto brusco y contestó, esta vez en inglés:
– Sí, gracias. Estoy bien. Solo un poco mareado…
Bajo la aterciopelada luz de una farola que se filtraba por las cortinas, la tía Zeliha yacía desmadejada con el móvil todavía en la mano, la botella de vodka apoyada contra la barbilla y el cigarrillo todavía encendido.
La tía Banu entró de puntillas en la habitación. Sofocó rápidamente la quemadura que avanzaba por la manta y apagó la colilla en el cenicero. Dejó el móvil en el armario, escondió la botella de vodka bajo la cama, tapó a su hermana y apagó la luz.
A continuación abrió las ventanas. Soplaba una fresca brisa marina de olor salado que se llevó el humo y el olor de la habitación. La tía Banu miró a su hermana pequeña. Estaba pálida y el cansancio la hacía parecer mucho mayor. Bajo la tenue luz amarillenta que entraba de la calle, el rostro de Zeliha se veía incandescente, como si el alcohol y la pena le hubieran dado un resplandor que rara vez se encuentra en la naturaleza. La tía Banu le dio un tierno beso en la frente, con lágrimas de compasión en los ojos. Luego miró a derecha e izquierda a sus dos yinn.
– ¿Qué vas a hacer, ama? -preguntó don Amargo, con cierto regodeo. No se molestaba en ocultar su placer al ver a su ama tan perturbada y perdida. Siempre le divertía ver la impotencia de los poderosos.
La tía Banu arrugó un poco la frente sin contestar.
Don Amargo dio un brinco y se sentó junto a la cama, demasiado cerca de la tía Zeliha que dormía profundamente. Sus ojos se iluminaron ante la idea que se le había ocurrido. De repente agarró el extremo de la sábana, con lo que casi despertó a la tía Zeliha, y se lo ató a la cabeza como un velo.
– Te voy a decir una cosa -declaró don Amargo con los brazos en jarras, fingiendo con su falsete voz de mujer-. Hay cosas en este mundo…
La tía Banu reconoció al instante a quién estaba imitando y notó un escalofrío.
– Hay cosas espantosas en este mundo de las que la gente buena, que Alá los bendiga a todos, no tiene ni la más remota idea. Y eso está muy bien, te lo aseguro. Está muy bien que no sepan nada de esas cosas, porque eso demuestra su buen corazón. Si no, no serían buenas personas, ¿verdad? Pero si alguna vez entras en un pozo de maldad, no recurrirás precisamente a esas personas en busca de ayuda.
La tía Banu se quedó mirando a don Amargo fascinada, pero el yinni se quitó la sábana de la cabeza y de un brinco regresó a su sitio, mirando hacia el lugar desde donde había hablado, listo para representar al segundo intérprete de su diálogo imaginario. Cogió las pasas que Zeliha había dejado y en un instante las dispuso mágicamente en el aire de modo que formaran un largo collar y varias pulseras. Se puso entonces el collar y las pulseras y sonrió. No era difícil saber a quién estaba imitando ahora. No era difícil reconocer el estilo de Asya.
Invadido por el encanto de su narcisista creatividad, don Amargo prosiguió:
– ¿Y tú crees que le pediría ayuda a un yinni malo, tía?
Don Amargo se quitó el collar y las pulseras, volvió a la cama, tapó de nuevo a Zeliha con la sábana y replicó en un tono más denso:
– Tal vez, cariño. Esperemos que nunca te haga falta.
– ¡Ya está bien! ¿Qué ha sido eso? -interrumpió furiosa la tía Banu, aunque conocía la respuesta.
– Eso… -don Amargo se inclinó y saludó como un humilde actor ante un atronador aplauso al final de su representación- ha sido un momento del pasado. Un pedazo de memoria.
Entonces se enderezó con veneno en los ojos y alzó la voz:
– ¡Es un recordatorio de tus propias palabras, ama!
La tía Banu se llevó tal susto que todo su cuerpo se estremeció. Había tal malevolencia en la mirada de aquella criatura que no supo explicarse por qué no la expulsaba de su vida de una vez por todas. ¿Cómo podía sentirse atraída así hacia él, como si compartieran un secreto impronunciable? La tía Banu jamás había tenido tanto miedo de su yinni.
Nunca había tenido tanto miedo de los actos que podría ser capaz de cometer ella misma.
16
Ahí va otro mal de ojo. ¿Habéis oído ese ruido siniestro? ¡Crack! ¡Ay, me ha resonado en el corazón! Eso era alguien echando el mal de ojo, alguien envidioso y malo. ¡Que Alá nos proteja a todos!
Esto exclamaba Petite-Ma el domingo por la mañana en la mesa del desayuno, en cuyo rincón hervía el samovar. Mientras Sultán Quinto ronroneaba bajo la mesa esperando que le echaran otro trozo de queso feta, y el candidato expulsado esa semana de la versión turca de El aprendiz aparecía en televisión en una entrevista exclusiva, anunciando lo que había salido mal y por qué no debería haber sido expulsado, un vaso de té se rompía en la mano de Asya, tan inesperadamente que la chica dio un respingo. Lo único que sabía es que lo había llenado como siempre hasta la mitad de té negro, lo había terminado de llenar hasta el borde de agua caliente y justo cuando estaba a punto de beber un sorbo, se oyó un chasquido. El vaso se resquebrajó de arriba abajo en zigzag, como una inquietante grieta que un violento terremoto abriera en la tierra. En un instante el té empezó a derramarse formando un charco marrón en el mantel de encaje.