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– ¿Te han echado un mal de ojo? -preguntó la tía Feride mirándola suspicaz.

– ¿A mí? -Asya rió con amargura-. ¡Seguro! ¿Acaso no está toda la ciudad celosa de mi belleza?

– Hoy había un artículo en el periódico sobre una chica de dieciocho años que de pronto cayó de rodillas y se murió mientras cruzaba la calle. Yo creo que puede haber sido un mal de ojo -apuntó la tía Feride con cara de auténtico miedo.

– Gracias por los ánimos que me das -replicó Asya. Pero su sonrisa se convirtió enseguida en una expresión ceñuda al advertir que su tía loca miraba ahora fijamente el salero y el pimentero con forma de pareja de muñecos de nieve. Justo el día anterior Asya los había escondido en un armario con la esperanza de que nadie los encontrara al menos durante un mes. Y ahí estaban de nuevo en la mesa. La pareja de cerámica no solo era kitsch y de muy mala calidad (y lamentablemente duradera), sino que además los dos muñecos se parecían tanto que era difícil distinguir la pimienta y la sal.

– Ojalá Petite-Ma se sintiera mejor, así podría haber vertido plomo por ti -comentó la tía Banu, con la expresión más furiosa que Asya le había visto nunca. Aunque sin duda era quien más experiencia tenía con respecto a lo arcano y paranormal, la tía Banu no estaba autorizada a verter plomo, puesto que para eso tendría que haberla iniciado algún adepto, un derecho que le habían negado en su día.

Curiosamente, casi diez años atrás, cuando todavía se encontraba en las primeras fases del alzhéimer, Petite-Ma decidió que había llegado el momento de pasar el secreto del vertido de plomo al descendiente elegido. Y no eligió a la tía Banu, como todo el mundo esperaba, sino al gran paladín del agnosticismo: la tía Zeliha, una decisión que en aquel entonces causó una considerable agitación en la familia.

– ¡Venga ya! -exclamó la tía Zeliha al enterarse de aquella decisión-. Yo no puedo verter plomo. ¡Si ni siquiera soy creyente! Soy agnóstica.

– Yo no sé qué significa eso, pero estoy segura de que no es bueno -replicó Petite-Ma-. Tienes el talento. Debes aprender el secreto.

– ¿Por qué yo? -preguntó la tía Zeliha, haciendo un esfuerzo por considerar la posibilidad-. ¿Por qué no mi hermana mayor? A Banu le encantaría. Yo soy la última persona a la que deberías enseñar magia.

– Esto no tiene nada que ver con la magia. ¡El Corán nos prohíbe practicar la magia! -saltó Petite-Ma, algo indignada-. La persona apropiada eres tú, porque tienes decisión, valor y rabia.

– ¿Rabia? Pero ¿para qué hace falta la rabia? Yo sería la candidata perfecta si se tratara de lanzar obscenidades a gente insoportable, pero dudo que se me dé nada bien ayudar a los demás -sonrió la tía Zeliha.

– No subestimes la bondad que hay en ti.

Entonces la tía Zeliha quiso poner fin al tema de una vez por todas.

– Yo no soy la persona apropiada para esto. Puede que sea una agnóstica confusa, pero por lo menos tengo las narices de serlo.

– ¡Lávate la boca con jabón! -exclamó ceñuda la abuela Gülsüm, que había oído la discusión.

La tía Zeliha evitó por completo el asunto a partir de aquel día. La mitad de la familia era laicista acérrima, la otra mitad, musulmana practicante. Los dos bandos chocaban constantemente, aunque se las apañaban para convivir bajo el mismo techo, y lo paranormal, a pesar de las divisiones ideológicas, se consideraba algo tan normal en sus vidas como tomar pan y agua todos los días. En este marco general, la tía Zeliha, por su parte, había decidido rechazar ambos bandos por igual.

En consecuencia, después de tantos años, Petite-Ma seguía siendo la única vertedora de plomo en el domicilio Kazancı. Últimamente se había visto obligada a dejar la práctica, pues un día se encontró con un cazo ardiente de plomo derretido con el que no sabía qué hacer.

– ¿Para qué me dais un cazo ardiendo? -preguntó con visible pánico.

Le quitaron el cazo con cuidado y desde entonces jamás le habían vuelto a confiar la tarea. Pero ahora que había salido el tema de nuevo, todas las cabezas se volvieron hacia la anciana para ver si seguía la conversación.

Petite-Ma, que se sentía el centro de atención, alzó la cabeza y miró con curiosidad a su familia, sin dejar de masticar ruidosamente un trozo de sucuk. Se tragó el bocado, eructó y, justo cuando parecía empezar a sumirse en su propio mundo, las sorprendió a todas con la claridad de su memoria.

– Asya, cariño, yo verteré plomo por ti para alejar cualquier mal de ojo que te hayan podido echar.

– Gracias, Petite-Ma -sonrió Asya.

Cuando Asya era pequeña, Petite-Ma vertía plomo regularmente para protegerla del mal de ojo. Lo cierto es que al inicio de su vida mortal, Asya fue una niña enclenque que parecía necesitar un empujoncito. Por alguna razón tropezaba y se caía con frecuencia, siempre de narices y siempre cortándose el labio. Sospechando del mal de ojo en lugar de pensar en los pasos todavía inseguros de una niña pequeña, se la entregaban a Petite-Ma.

Al principio la ceremonia era un divertido y emocionante juego para Asya, de alguna manera gratificante, puesto que le halagaba ser objeto de todas las miradas. Recordaba cómo disfrutaba de pequeña con cada hazaña paranormal, cuando todavía era bastante joven para tener fe, no necesariamente en la magia, pero sí en la capacidad de su familia para dominar el destino. Disfrutaba con todos los detalles del rituaclass="underline" se sentaba con las piernas cruzadas en la alfombra más bonita de la casa y extendían una manta sobre su cabeza; se sentía protegida dentro de aquella peculiar tienda de campaña, escuchando las oraciones que todas murmuraban, y por último, aquel siseo, casi como un chirrido, el sonido que hacía Petite-Ma al verter plomo derretido en un cazo lleno de agua mientras repetía:

– Elemterefiş kem gözlere şiş. Göz edenin gözüne kızgın şiş.

El plomo se solidificaba rápidamente en formas siempre distintas. Si había mal de ojo en las cercanías, se hacía un agujero en el plomo parecido a un ojo. Y hasta ahora Asya no recordaba ninguna ocasión en la que no se hubiera hecho.

Al final, aunque Asya había crecido viendo a la tía Banu leer posos de café y a Petite-Ma alejar el mal de ojo, había acabado por heredar el escéptico agnosticismo de su madre. Había decidido que todo se reducía a una cuestión de interpretación. Si buscabas unicornios púrpura, no tardarías en empezar a verlos por todas partes. De manera similar, si había alguna relación entre las «técnicas de adivinación» (fueran posos de café o plomo derretido) y el proceso de interpretación, esta no era más profunda que la que existe entre el desierto y la luna del desierto. Aunque esta última necesita al primero como escenario de fondo, sin duda posee una existencia autónoma propia. La luna del desierto existe sin el desierto. De la misma manera, lo que el ojo humano veía en un trozo de plomo gris no podía reducirse a la forma que adquiriera. Si se miraba con el tiempo y la devoción suficientes, se podía ver un unicornio púrpura.

A pesar de su persistente incredulidad, ahora que Petite-Ma recordaba su rutina, Asya no pensaba protestar. Su afecto por Petite-Ma era demasiado profundo para rechazar su oferta.

– Muy bien -dijo, encogiéndose de hombros. También estaba segura de que la anciana olvidaría el asunto en cuestión de minutos-. Después del desayuno puedes verter plomo por mí, como en los viejos tiempos.

En ese momento se abrió la puerta del cuarto de baño y apareció Armanoush, con aspecto de no haber dormido nada y el desaliento pintado en sus hermosos ojos. Aquella era una Armanoush muy distinta, apenas en contacto con el mundo que la rodeaba y de alguna manera más vieja. Caminaba despacio y con cautela.