Había pasado la mayor parte del día tumbada en la cama, hojeando revistas y soñando despierta. Junto a la cama había una cuchilla con la que se había afeitado las piernas y una loción de agua de rosas que se aplicó luego para suavizar la piel. Si su madre lo hubiera visto, habría puesto el grito en el cielo. Su madre estaba convencida de que las mujeres debían depilarse con cera todo el cuerpo, pero nunca afeitarse. Afeitarse era solo para hombres. La cera, en cambio, era un ritual colectivo femenino. Dos veces al mes las mujeres Kazancı se reunían en el salón para hacerse la cera en las piernas. Primero derretían en el fogón un terrón de cera que arrojaba un olor dulce, como a caramelo. Luego se sentaban en la alfombra y se aplicaban en las piernas la pegajosa sustancia, charlando entre ellas. Cuando la cera se endurecía, la arrancaban. A veces iban todas al hamam del barrio y se hacían allí la cera en la enorme losa de mármol bajo el vapor. Zeliha odiaba el hamam, aquel espacio lleno de mujeres, igual que odiaba el ritual de la cera. Ella prefería afeitarse con cuchilla, un remedio rápido, sencillo y privado.
Ahora se sentó en la cama y se miró al espejo. Se puso más loción en la mano y mientras se la untaba lentamente en la piel, observaba su cuerpo con atención y admiración. Era sabedora de su belleza y no intentaba ocultarla. Su madre decía que las mujeres guapas tenían que ser el doble de modestas y cuidadosas con los hombres. Zeliha pensaba que aquello eran paparruchas de una mujer que jamás había sido hermosa.
Atravesó la habitación con paso lánguido y puso una cinta en el casete. Era música turca, una de sus cantantes favoritas, un transexual con una voz divina. Había comenzado su carrera como hombre, haciendo de héroe en películas melodramáticas, hasta que finalmente se operó para transformarse en mujer. Siempre llevaba vestidos extravagantes con relucientes accesorios y muchas joyas, y Zeliha haría lo mismo si tuviera tanto dinero. Le encantaban todos sus discos. Ya le tocaba sacar disco nuevo, pero recientemente los militares, que todavía controlaban el país aunque habían pasado ya tres años desde el golpe de Estado, habían prohibido su música. Zeliha tenía una teoría para explicar por qué a los generales no les gustaba la idea de que una cantante transexual anduviera por los escenarios.
– Es porque se sienten amenazados por su presencia. -Le guiñó un ojo a Pachá Tercero, que estaba acurrucado en la cama como un pesado colchón de níveo pelo blanco, observándola a través de las rendijas que eran sus brillantes ojos verdes-. Tiene una voz tan divina y sus vestidos son tan ostentosos, que a los generales les da miedo que cuando salga en la televisión nadie los escuche a ellos, con sus voces roncas y sus uniformes color verde rana. ¿Te imaginas? ¿Qué hay peor que un golpe de Estado? ¡Un golpe de Estado que pase inadvertido!
En ese momento llamaron a la puerta.
– ¿Estás hablando sola, tonta? -exclamó Mustafa, asomando la cabeza-. ¡Baja esa música espantosa!
Con sus ojos avellana relumbrando con el fulgor de la juventud y el pelo negro cargado de brillantina y peinado hacia atrás, podía haber sido guapo de no ser por el tic que había desarrollado Alá sabía cuándo. Tenía la costumbre de ladear la cabeza a la derecha al hablar, un movimiento brusco y mecánico que se intensificaba cuando estaba nervioso o se encontraba entre desconocidos. A veces esto se malinterpretaba como timidez, pero Zeliha pensaba que no era más que una señal de pura inseguridad.
Se incorporó sobre un codo y se alzó de hombros.
– Yo puedo oír lo que quiera y como quiera.
En lugar de discutir con ella o marcharse con un portazo, como había hecho muchas otras veces, Mustafa se detuvo, como distraído por una idea.
– ¿Por qué llevas esas minifaldas?
La pregunta fue tan inesperada que Zeliha se quedó perpleja, advirtiendo por primera vez el velo nublado de sus ojos. «Este año más que nunca -pensó- se ha empeñado en ser un gilipollas.» Y dijo esta última palabra en voz alta:
– ¡Gilipollas!
Fingiendo no haberla oído, Mustafa escudriñó la habitación.
– ¿Es esa mi cuchilla?
– Sí -admitió Zeliha-. La iba a devolver.
– ¿Y qué haces con mi cuchilla?
– Eso no es asunto tuyo -contestó ella, aunque algo vacilante.
– ¿Que no es asunto mío? -Mustafa arrugó más la frente-. Te metes sin permiso en mi cuarto, me robas la cuchilla, te afeitas las piernas para poder enseñárselas a todos los hombres del barrio y luego me dices que no es asunto mío. Pues te voy a decir una cosa. ¡Estás totalmente equivocada! Sí es asunto mío cuidar de tu comportamiento.
A Zeliha le chispearon los ojos.
– ¿Por qué no vas a entretenerte con algo? ¡Ve a hacerte una paja! -saltó.
Mustafa se sonrojó y miró a su hermana con expresión envenenada.
Recientemente había quedado claro que tenía problemas con las mujeres. Aunque se había criado entre mujeres de todas las edades y estaba acostumbrado a ser el centro de su atención, su experiencia con el sexo opuesto era mucho menor que la de sus compañeros. A pesar de haber cumplido ya veinte años, Mustafa se sentía aún atrapado en ese peligroso umbral entre la infancia y la edad adulta. Ni podía volver a ser un niño ni empezar a ser un hombre. Lo único que sabía sobre el paso que debía dar era que le desconcertaba y lo único que sabía sobre el desconcierto era que no le gustaba. Aborrecía las ansias carnales de su cuerpo y al mismo tiempo le atraían. Antes lograba controlar sus impulsos, a diferencia de los niños de su clase, que se masturbaban constantemente. Entre los trece y los diecinueve años consiguió suprimir lo que él llamaba «eso»: consiguió no masturbarse. Pero el año anterior, tras suspender los exámenes de ingreso en la universidad, la culpa y el odio a sí mismo explotaron, y su ansia volvió con más fuerza que nunca, de nuevo en forma de ESO.
ESO le asaltaba en cualquier parte y cualquier momento del día. En el baño, en el sótano, en el retrete, bajo las sábanas, en el salón, y de vez en cuando, cuando se metía a hurtadillas en la habitación de su hermana pequeña sin que lo vieran, en su cama, en su silla, junto a su mesa… Como un patriarca caprichoso, ESO exigía obediencia absoluta. Pero por mucho que obedeciera, Mustafa no podía usar la mano derecha. La mano derecha estaba reservada para las cosas limpias, limpias y consagradas. Con la mano derecha tocaba el Corán, sostenía el rosario y abría las puertas. Con la mano derecha tomaba la mano de los ancianos para besarla. Pero igual que la mano derecha era una mano bendita, la izquierda estaba reservada a lo abominable. Solo se podía masturbar con la mano izquierda.
Una vez soñó que se masturbaba delante de su padre. Su padre, con rostro inexpresivo, se limitaba a observarle desde su lugar en la mesa del comedor.
La última vez que Mustafa vio a su padre mirarle de aquella manera tenía ocho años y le estaban circuncidando. Recordaba a aquel pobre niño tumbado en una enorme y llamativa cama de satén, con regalos por todas partes, esperando a que «se la cortaran», rodeado de parientes y vecinos, algunos charlando, otros comiendo o bailando, mientras que unos pocos se dedicaban a burlarse de él. Acudieron setenta personas para celebrar su iniciación a la madurez. Fue aquel día, justo después de la circuncisión, justo después de soltar un espantoso grito, cuando su padre se acercó a él, le dio un beso en la mejilla y le susurró al oído:
– ¿Tú me has visto llorar alguna vez, hijo? -Mustafa negó con la cabeza. No, nadie había visto llorar a padre-. ¿Tú has visto alguna vez llorar a tu madre, hijo? -Mustafa asintió con vehemencia. Su madre lloraba todo el tiempo-. Bien. -Levent Kazancı esbozó una cariñosa sonrisa-. Pues ahora que eres un hombre, compórtate como un hombre.