Llamaron a la puerta y sin esperar respuesta Banu asomó la cabeza. Iba a decir algo; en cambio, abrió y cerró la boca sin palabras, petrificada, mirando a su hermana.
– ¿Qué te ha pasado en la cara? -preguntó ansiosa.
Zeliha sabía que si había un momento para revelar lo que había sucedido, era ese. O hablaba o callaba para siempre.
– No es nada grave -contestó despacio, el momento ya pasado y la decisión tomada-. Salí a dar un paseo y vi a un hombre que le estaba dando una paliza a su mujer en plena calle. Intenté salvarla a la pobre, pero al final recibí yo también.
La creyeron. No era nada descabellado. Era capaz de hacer algo así, era algo que solo le podía pasar a ella, si es que le tenía que pasar a alguien.
Cuando la violaron Zeliha tenía diecinueve años. Según las leyes turcas, era ya una adulta. A esa edad podía casarse, sacarse el carné de conducir o votar, una vez que los militares permitieran de nuevo elecciones libres. De la misma manera, también podía abortar.
Zeliha tuvo demasiadas veces el mismo sueño. Se veía caminando por la calle bajo una lluvia de piedras, adoquines que caían del cielo uno a uno y hacían un agujero en la tierra, cada vez más hondo. A ella le entraba el pánico, temerosa de hundirse, temerosa de que el voraz abismo la engullera sin dejar rastro. «¡Basta!», gritaba mientras las piedras seguían rodando bajo sus pies. «¡Basta!», ordenaba a los vehículos que se precipitaban hacia ella y la atropellaban. «¡Basta!», suplicaba a los transeúntes que la apartaban a empujones. «¡Basta, por favor!»
Al mes siguiente no le vino la regla. Unas semanas después fue a un laboratorio recién abierto cerca de su casa. «Por cada análisis de glucosa, un test de embarazo gratis», proclamaba el cartel de la entrada. Cuando llegaron los resultados, Zeliha tenía un nivel de azúcar normal y estaba embarazada.
Erase una vez o tal vez no fue.
En una tierra muy, muy lejana, una vieja pareja con cuatro hijos, dos niñas y dos niños. Una hija era fea y la otra hermosa. El hermano menor decidió casarse con la guapa, pero ella no quería. La joven lavó su ropa de seda y fue al agua a enjuagarla. Enjuagaba y lloraba. Hacía frío. Tenía las manos y los pies helados. Cuando volvió a casa se encontró la puerta cerrada con llave. Llamó a la ventana de su madre y su madre contestó:
– Te dejaré entrar si me llamas suegra.
Llamó a la ventana de su padre y su padre contestó:
– Te dejaré entrar si me llamas suegro.
Llamó a la ventana de su hermano mayor y él contestó:
– Te dejaré entrar si me llamas cuñado.
Llamó a la ventana de su hermana y ella contestó:
– Te dejaré entrar si me llamas cuñada.
Llamó a la puerta de su hermano pequeño, y él la dejó entrar. La abrazó y la besó y ella dijo:
– ¡Que se abra la tierra y me trague!
Y la tierra se abrió y ella escapó a un reino subterráneo. *
Asya, mirando por la ventana de la cocina con un cucharón en la mano, suspiró al ver salir el Alfa Romeo plateado.
– ¿Lo ves? -le dijo a Sultán Quinto-. La tía Zeliha no quería que fuera al aeropuerto con ellas. Otra vez está siendo mala conmigo.
Qué estupidez mostrarse vulnerable la otra noche cuando habían salido todos de copas. Qué estupidez había sido pensar que atravesaría por fin la barrera que las separaba. Esa barrera no desaparecería jamás. Esa madre que se había hecho tía se mantendría siempre a una distancia inalcanzable. «Compasión maternal, amor filial, camaradería familiar, desde luego que ella no necesitaba nada de esa… -Asya se interrumpió y escupió-: mierda.»
Artículo doce: no intentes cambiar a tu madre, o para precisar: no intentes cambiar tu relación con tu madre puesto que eso solo llevará a la frustración. Sencillamente acepta y consiente. Vuelve al artículo uno.
– No estarás hablando sola, ¿verdad? -dijo la tía Feride, que acababa de entrar en la cocina.
– Pues la verdad es que sí. -Asya salió al instante de su ira-. Le estaba diciendo aquí a mi amigo el gato lo raro que es que la última vez que el tío Mustafa estuvo aquí, él ni siquiera había nacido y Pachá Tercero era el rey de la casa. Han pasado veinte años. ¿No es curioso? El tío no viene a vernos nunca y ahora aquí estoy preparando su ashura porque todavía es bien recibido.
– ¿Y qué dice el gato?
Asya esbozó una sonrisa sardónica.
– Dice que tengo razón, que esta debe de ser una casa de locos. Que debería abandonar toda esperanza y dedicarme a mi manifiesto.
– Pues claro que tu tío es bien recibido. La familia es la familia, te guste o no. Nosotros no somos como los alemanes, que echan a sus hijos de casa de una patada cuando cumplen los catorce años. Nosotros tenemos fuertes valores familiares. No nos reunimos solo una vez al año para comer pavo…
– ¿De qué estás hablando? -preguntó Asya, perpleja. Pero antes de terminar siquiera la pregunta se imaginó la respuesta-. Ah, ¿lo dices por el día de Acción de Gracias en América?
– Da igual. -La tía Feride desdeñó la cuestión-. Lo que quiero decir es que los occidentales no tienen lazos familiares fuertes, y que nosotros no somos así. Tu padre es tu padre para siempre, y tu hermano será tu hermano hasta el final de tus días. Además, el resto del mundo ya es bastante extraño -prosiguió Feride-. Por eso me gusta leer la tercera página de la prensa sensacionalista. Las recorto y las colecciono para que no nos olvidemos de lo demencial y peligroso que es el mundo.
Asya, que jamás había oído a su tía intentar racionalizar su comportamiento, no pudo evitar mirarla con renovado interés. Se sentaron en la cocina entre apetitosos aromas. El sol de marzo brillaba en la ventana.
Se quedaron allí juntas hasta que la tía Feride se marchó al oír a su presentador favorito anunciar el videoclip de un grupo nuevo. Asya se moría por un cigarrillo. Bueno, más que por el cigarrillo en sí, por fumárselo con el Dibujante Dipsómano, y le sorprendió darse cuenta de lo mucho que lo había echado de menos. Tenía al menos dos horas hasta que llegaran los invitados del aeropuerto. Además, aunque se presentara más tarde, ¿qué más les daría a ellos?, pensó.
Unos minutos después, Asya cerraba la puerta suavemente al salir.
La tía Banu oyó la puerta, pero antes de poder decir nada, Asya ya se había marchado.
– ¿Qué tienes pensado hacer, ama? -graznó don Amargo.
– Nada -susurró la tía Banu, abriendo el cajón de una cómoda para sacar una caja. Bajo la tapa aterciopelada estaba el broche de la granada.
Al ser la primogénita de los Kazancı, la joya había sido un regalo de su padre, que a su vez lo había heredado de su madre, no de su madrastra, Petite-Ma, sino de la madre de la que nunca hablaba, la madre que lo había abandonado cuando era pequeño, la madre a la que jamás perdonó. El broche era sublime y a la vez desgarrador. No lo sabía nadie, pero la tía Banu ponía en agua con sal la granada de oro con las semillas de rubí para lavar su triste saga.
Bajo la atenta mirada de los yinn, lo acarició, fijándose en el brillo de los rubíes. Hasta conocer a Armanoush jamás se le había ocurrido investigar la historia del broche de la granada. Ahora que conocía su historia, sin embargo, no sabía qué hacer. Por tentada que estuviera de dárselo a Armanoush, porque estaba convencida de que le pertenecía a ella más que a nadie, vacilaba sin saber cómo explicarle la razón del regalo.