– Bueno, pues entonces tengo buenas noticias. No lo he matado… la he matado… ¡Es igual! -Zeliha se volvió con calma hacia su hermana-. No es que no quisiera. ¡Sí quería! Quería abortar el grano ese, pero no sé por qué, no lo hice.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Banu.
Zeliha no quiso perder la calma.
– Alá me mandó un mensaje -declaró sin expresión, sabiendo que era un error decir aquello en una familia como la suya, pero diciéndolo de todas formas-. En fin, que ahí estoy tumbada con un médico y una enfermera a cada lado. En unos minutos empezará la operación y se acabó el niño. ¡Para siempre! Pero entonces, justo cuando me voy a quedar dormida en la mesa de operaciones, oigo la oración de la tarde en una mezquita cercana… La oración es suave como el terciopelo. Envuelve todo mi cuerpo. Y de pronto, en cuanto termina la oración, oigo un murmullo, como si me susurraran al oído: «¡No matarás a este niño!».
Cevriye dio un respingo, Feride tosió nerviosa en su servilleta, Banu tragó saliva y Gülsüm frunció el entrecejo. Solo Petite-Ma permaneció alejada, en una tierra mejor, aguardando obedientemente a que llegara el siguiente plato después de la sopa.
– Y entonces… -prosiguió Zeliha-, la misteriosa voz siguió diciendo: «¡Uuuuuh, Zeliha! ¡Uuuuuuh! ¡Tú, la réproba de la recta familia Kazancı! ¡Deja vivir a este niño! Todavía no lo sabes, pero este niño será un líder. ¡Este niño será rey!
– ¡Eso no puede ser! -interrumpió la profesora Cevriye, sin dejar pasar la oportunidad de demostrar sus conocimientos-. Ya no hay reyes, somos una nación moderna.
– ¡Oooooh, pecadora, este niño reinará! -prosiguió Zeliha, fingiendo no haber oído la lección-. No solo en este país, no solo en todo Oriente Próximo y los Balcanes, sino que el mundo entero conocerá su nombre. ¡Este hijo tuyo dirigirá a las masas y traerá paz y justicia a la humanidad!
Zeliha se interrumpió y lanzó un suspiro.
– En fin, ¡buenas noticias, familia! ¡El niño sigue dentro de mí! Pronto pondremos otro plato en esta mesa.
– ¡Un bastardo! -exclamó Gülsüm-. Quieres que una criatura nacida fuera del matrimonio, ¡un bastardo!, sea un miembro de esta familia.
El efecto de aquella palabra se extendió como las ondas que forma una piedra caída en aguas tranquilas.
– ¡Eres una vergüenza! ¡No has hecho más que traer la vergüenza a esta familia! -La cara de Gülsüm estaba desencajada por la ira-. Con ese piercing en la nariz… Y el maquillaje y esas asquerosas minifaldas, ah, ¡y esos tacones! Eso te pasa por vestirte como… como una puta. Deberías dar gracias a Alá noche y día, deberías agradecer que no haya hombres en esta familia, porque te habrían matado.
No era del todo cierto. Lo de que la hubieran matado tal vez, pero no que no hubiera hombres en la familia. Los había. En alguna parte. Pero lo cierto es que en la familia Kazancı había muchas más mujeres que hombres. Como si todo el linaje sufriera una maldición, generación tras generación los hombres Kazancı habían muerto jóvenes y de forma inesperada. Riza Selim Kazancı, por ejemplo, el marido de Petite-Ma, cayó muerto de repente a los sesenta, dejó de respirar, sencillamente. Luego, en la siguiente generación, Levent Kazancı se fue al otro barrio de un ataque al corazón antes de cumplir los cincuenta y uno, siguiendo el ejemplo de su padre y del padre de su padre. Parecía que la esperanza de vida de los hombres de la familia se acortaba a cada generación.
Había un tío abuelo que se fugó con una prostituta rusa que luego le robó todo el dinero y lo dejó morir congelado en San Petersburgo; a otro pariente lo atropelló un coche cuando cruzaba la autopista borracho perdido; varios sobrinos habían muerto entre los veinte y los treinta años, uno de ellos ahogado cuando nadaba bebido bajo la luna llena, otro de un balazo en el pecho, disparado por un ultra que celebraba que su equipo había ganado la liga, y un tercero se cayó en una zanja de dos metros que había cavado el ayuntamiento para reparar las alcantarillas de la calle. Luego había un primo segundo, Ziya, que se suicidó pegándose un tiro, sin ninguna razón aparente.
Una generación tras otra, como cumpliendo una regla no escrita, los hombres de la familia Kazancı morían jóvenes. La máxima edad a la que habían llegado en la actual generación era cuarenta y un años. Decidido a no repetir el mismo patrón, un tío abuelo tercero puso exquisito cuidado en llevar una vida sana, evitando estrictamente abusar de la comida, el sexo con prostitutas, cualquier contacto con los aficionados al fútbol, el alcohol y otras drogas, y terminó aplastado por un bloque de cemento que cayó de una obra junto a la que pasaba. Luego estaba Celal, un primo lejano, que, para Cevriye, fue el amor de su vida y el marido que perdió en una pelea. Por razones aún poco claras, a Celal le condenaron a dos años de prisión acusado de soborno. Durante ese tiempo su presencia en la familia quedó limitada a las poco frecuentes cartas que enviaba desde la cárcel, tan vagas y distantes que cuando llegó la noticia de su muerte, para todos menos para su mujer fue como perder un tercer brazo, algo que nunca se ha tenido. Dejó este mundo en una pelea, no debido a un puñetazo ni a una herida, sino por haber pisado un cable eléctrico de alto voltaje al intentar buscar mejor sitio para observar a los dos prisioneros que se estaban pegando. Después de perder el amor de su vida, Cevriye vendió la casa y volvió al domicilio Kazancı como una seria profesora de historia con un espartano sentido de la disciplina y el autocontrol. De la misma forma que había declarado la guerra contra los alumnos que copiaban en el colegio, inició una cruzada contra la impulsividad, el desorden y la espontaneidad en la casa.
Luego estaba Sabahattin, el marido de Banu, un hombre muy retraído, de corazón tierno y buen fondo. Aunque no era pariente de sangre y parecía excepcionalmente saludable y vigoroso. Ambos seguían casados según los papeles pero, aparte de un breve período después de la luna de miel, Banu había pasado más tiempo en el konak de la familia que en casa con su marido. Tan conspicua era su lejanía física que cuando Banu anunció que estaba esperando gemelos, todo el mundo bromeó sobre la imposibilidad técnica del embarazo. Pero el terrible destino de los hombres Kazancı alcanzó a los gemelos a muy temprana edad. Después de perder a los niños cuando apenas tenían un año, Banu se trasladó permanentemente a la casa familiar. De vez en cuando iba a echarle un vistazo a su marido, pero más como una vecina atenta que como una amante esposa.
Luego, por supuesto, estaba Mustafa, el único hijo de la actual generación, una piedra preciosa concedida por Alá entre las cuatro hijas. Dada la obsesión de Levent Kazancı por tener un hijo que llevara su nombre, las cuatro hermanas Kazancı crecieron sintiéndose visitas indeseables. Primero llegaron tres niñas: Banu, Cevriye y Feride, todas ellas con la sensación de ser una introducción al hijo verdadero, un preludio accidental en la vida sexual de sus padres, tan decididos a tener un hijo varón. En cuanto a la quinta hija, Zeliha, sabía que había sido concebida con la esperanza de que la fortuna fuera generosa dos veces seguidas. Después de tener por fin un hijo, sus padres habían querido ver si tenían la suerte de concebir otro.
Mustafa fue adorado desde el día en que nació. Se había tomado una serie de medidas para protegerlo del sombrío destino que aguardaba a todos los hombres de la genealogía. De niño lo envolvían en cuentas y amuletos contra el mal de ojo; cuando empezó a gatear lo mantenían bajo constante vigilancia y hasta los ocho años le dejaron el pelo largo como una niña para engañar a Azrail, el ángel de la muerte. Cuando se dirigían a él le llamaban «niña». «Niña -decían-. ¡Niña, ven aquí!» Aunque fue un buen estudiante, su vida en el instituto se vio ensombrecida por su incapacidad de relacionarse socialmente. Un rey en su casa, el niño parecía negarse a ser uno entre muchos en la clase. Llegó a hacerse tan impopular que cuando Gülsüm quiso dar una fiesta para celebrar la graduación de su hijo, Mustafa no tenía a nadie a quien invitar.