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Tan arrogantemente antisocial en la calle, tan indiscutiblemente adorado en casa y, con el paso de cada cumpleaños, tan peligrosamente cerca de la maldición que sufrían todos los hombres Kazancı, al cabo de un tiempo pareció una buena idea enviarlo al extranjero. En un mes se vendieron las joyas de Petite-Ma para obtener el dinero necesario, y el hijo de la familia Kazancı dejó Estambul a los dieciocho años para estudiar ingeniería agrícola y biosistemas en Arizona, donde esperaban que sobreviviera hasta la vejez.

De ahí que aquel primer viernes de julio, cuando Gülsüm amonestaba a Zeliha y la exhortaba a agradecer la falta de hombres en la familia, hubiera algo de verdad en sus palabras. Zeliha, en lugar de responder, se fue a la cocina para dar de comer al único macho de la casa: un gato atigrado con un hambre insaciable, una insólita afición al agua y una multitud de síntomas de estrés social, que en el mejor de los casos podía interpretarse como independencia, y en el peor, como neurosis. Se llamaba Pachá Tercero.

En el konak Kazancı se habían ido sucediendo las generaciones de gatos, como las de seres humanos; todos habían sido queridos y, a diferencia de los seres humanos, habían muerto de viejos sin excepción. Aunque cada gato mantuvo su personalidad, en general en el linaje de los felinos de la casa competían dos genes. Por un lado estaba el gen «noble», proveniente de una gata persa de largo pelo blanco y morro achatado, que Petite-Ma llevó con ella cuando era una joven recién casada, al final de la década de 1920 (las mujeres del barrio se burlaban diciendo que el gato debía de ser su única dote). Por otro lado estaba el gen «callejero», proveniente de un gato desconocido, aunque supuestamente pardo rojizo, con el que la persa blanca había logrado copular en una de sus escapadas. Y, en cada generación, como si se fueran turnando, prevalecía uno de los dos rasgos genéticos en los habitantes felinos de la casa. Al cabo de un tiempo los Kazancı dejaron de molestarse en buscar nombres alternativos y se limitaron a seguir la genealogía felina. Si el gato parecía descendiente de la línea aristocrática, blanca y esponjosa y de morro achatado, lo llamaban sucesivamente Pachá Primero, Pachá Segundo, Pachá Tercero… Si provenía del linaje del gato callejero, lo llamaban Sultán, un grado superior que plasmaba la creencia de que los gatos callejeros eran espíritus libres que no necesitaban adular a nadie.

Hasta aquel entonces, sin excepción, la distinción nominal se había visto reflejada en las personalidades de los gatos de la casa. Los nobles resultaron ser de esa clase de gatos distantes, exigentes y sosegados, que se lamen constantemente para eliminar cualquier indicio de contacto humano cada vez que alguien los acaricia; los del segundo tipo eran más curiosos y activos, y se deleitaban en extraños lujos, como comer chocolate.

Pachá Tercero, naturalmente, personificaba los rasgos de su linaje. Caminaba siempre con pomposo ritmo, como si anduviera de puntillas entre cristales rotos. Tenía dos ocupaciones favoritas, que ponía en práctica en cuanto tenía ocasión: morder cables eléctricos y observar pájaros y mariposas, demasiado vago para perseguirlos. De esto último podía cansarse, pero de lo primero, jamás. Casi todos los cables de la casa habían sido mordidos, arañados, mascados y dañados varias veces. Pachá Tercero había logrado sobrevivir hasta una edad muy avanzada, teniendo en cuenta las numerosas descargas eléctricas que había recibido.

– Toma, Pachá, buen chico. -Zeliha le dio unos trozos de queso feta, el que más le gustaba. Luego se puso un delantal y la emprendió con una montaña de platos, cacharros y sartenes. Cuando por fin terminó de fregar y se calmó, volvió a la mesa, donde encontró la palabra «bastardo» todavía flotando en el aire, y a su madre aún ceñuda.

Se quedaron allí inmóviles hasta que alguien se acordó del postre. Un olor dulce y balsámico impregnó la sala mientras Cevriye servía con experta pericia el arroz con leche de una enorme olla. Feride iba detrás espolvoreando coco rallado en cada cuenco.

– Estaría mucho más bueno con canela -se quejó Banu-. No deberías haberte olvidado de la canela.

Recostada en su silla, Zeliha alzó la nariz y tomó aire como dando una calada a un cigarrillo invisible. Al exhalar su cansancio poco a poco, sintió que su indiferencia de yoyó decaía de nuevo. Su espíritu se hundió bajo el peso de todo lo que había y no había ocurrido en aquel largo día infernal. Observó la mesa de la cena, sintiéndose cada vez más culpable al ver los cuencos de arroz ahora coronados de ralladura de coco. Y entonces, sin mover la vista, murmuró con una voz tan dulce que no parecía la suya:

– Lo siento… Lo siento mucho.

2

Garbanzos

Los supermercados son lugares peligrosos plagados de trampas para los deprimidos y los alelados, o eso pensaba Rose mientras se dirigía hacia el pasillo de los pañales, esa vez decidida a comprar solamente lo que de verdad necesitaba. Además, no era momento de entretenerse. Había dejado a su pequeña dentro del coche en el parking y estaba inquieta. A veces hacía cosas de las que se arrepentía de inmediato pero que ya no podía deshacer, y a decir verdad, tales incidentes se habían multiplicado de forma alarmante los últimos meses, los últimos tres meses y medio, para ser exactos. Tres meses y medio de puro infierno durante los que se había resistido, había batallado, había llorado, había suplicado, se había negado a aceptar y por fin se había rendido al hecho de que su matrimonio se había roto. Tal vez el matrimonio fuera una locura fugaz capaz de hacer creer a cualquiera que duraría siempre, pero era difícil verle la gracia cuando no es una la que lo da por terminado. El hecho de que el matrimonio resistiera un tiempo antes de fallar irremisiblemente daba la falsa impresión de que todavía había esperanza, hasta que una comprendía que no vivía por la esperanza de algo mejor, sino por la esperanza de que el sufrimiento acabara por fin para los dos, de forma que cada uno pudiera seguir su propio camino. Y eso era justo lo que Rose había decidido hacer: ir por su propio camino. Si todo esto equivalía a una especie de túnel de angustia por el que Dios la obligaba a arrastrarse, saldría de él transformada, muy distinta a la mujer débil que había sido antes.

Como señal de su determinación, Rose intentó forzar una risita, pero no le pasó de la garganta. Lo que le salió fue un suspiro, un suspiro de inquietud más que de otra cosa, porque había llegado a un pasillo que hubiera preferido no ver: golosinas y chocolatinas. Al pasar por las chocolatinas dietéticas de vainilla sin azúcar para «cuidar la línea» frenó en seco. Cogió una, dos… cinco. No es que estuviera a dieta, pero le gustaba cómo sonaba aquello, o más bien le gustaba la posibilidad de cuidar de algo, de lo que fuera. Después de que la acusaran varias veces de ser un ama de casa chapucera y una mala madre, Rose estaba ansiosa por demostrar lo contrario de cualquier manera.

Rauda y veloz, tomó otra dirección, pero se encontró en el pasillo de la comida basura. ¿Dónde demonios estaban los pañales? Advirtió una pila de nubes de coco y de pronto tenía uno, dos… seis paquetes en el carrito. «No, Rose, no… Esta tarde ya te has zampado casi un litro de helado… Ya has engordado muchísimo…» Lo que podría haber sido una advertencia interior, no llegó con suficiente fuerza, aunque sí alcanzó a pulsar el botón que activaba la culpabilidad en el subconsciente de Rose, y una imagen de sí misma surgió en su mente. Por un fugaz instante vio su reflejo en un espejo imaginario, a pesar de haber evitado con tanta habilidad el espejo real detrás de las lechugas ecológicas. Descorazonada, miró sus anchas caderas y nalgas, pero logró sonreír ante sus altos pómulos, su pelo rubio dorado, sus ojos azul claro y sus orejas perfectas. Las orejas eran una parte del cuerpo humano en la que sí se podía confiar. Por mucho que engordara una, las orejas siempre se quedaban igual, siempre leales.