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– ¡Sí! -insistió el soldado-. Las hierbas están dobladas y son más cortas. Las han pisado durante largo tiempo y no han crecido iguales. Ahí había caminos, os lo juro.

Lejeune miró al soldado con gratitud. -¡Pero tú eres precioso!

– Oh, no, señor, no soy más que un campesino.

– Sainte-Croix-dijo Lejeune, volviéndose hacia el ordenanza de Masséna-, os dejo cruzar con vuestros tiradores, pero me quedo con éste (señaló a Paradis). Tiene muy buena vista y voy a servirme de ella en mis reconocimientos.

– De acuerdo. Sólo necesito doscientos hombres para cubrir a los pontoneros.

Paradis no acababa de comprender lo que le ocurría.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó Lejeune.

– ¡Tirador Paradis, señor, segunda compañía de línea, tercera división del general Molitor!

– Supongo que también tienes nombre propio.

– Vincent.

– Muy bien, sígueme, Vincent Paradis.

Lejeune y su descubrimiento se alejaron hacia el centro de la isla mientras que Sainte-Croix ordenaba que pusieran a flote, con dificultad, los barquichuelos descargados de los carros. Unos tiradores, con el agua hasta medio muslo, los mantenían en la corriente para que la compañía embarcara la pólvora y las armas sin que se mojaran.

Cien metros más lejos, en un calvero vigilado por centinelas, otros hombres levantaban la gran tienda del estado mayor, un auténtico piso de tela donde Berthier recibiría las órdenes del emperador y las haría llegar a los oficiales. El mobiliario estaba todavía sobre la hierba, pero Berthier no esperaba que todo estuviera instalado para organizar las operaciones. Estaba sentado fuera, en un sillón, y sus edecanes extendían los mapas y colocaban piedras encima para que no se los llevara el viento. Ante Berthier comparecieron los prisioneros austríacos prendidos la noche anterior, a los que quería interrogar. Lejeune llegó en el momento oportuno para traducir. Perdido en medio de tantos oficiales, el tirador Paradis dudaba de la actitud que debía adoptar y se retorcía las manos, muy torpe y enrojecido por la emoción. Se había sentido importante cuando Lejeune advirtió al centinela que le cerraba el paso:

– Este viene conmigo. Es un explorador.

– No tiene el uniforme, mi coronel.

– Lo tendrá.

Vincent Paradis se preguntó a qué podía parecerse un uniforme de explorador.

Con las mejillas azuladas por una barba de tres días, sucios y enfundados en andrajosos uniformes claros, dieciséis austríacos sin graduación estaban en pie en medio del calvero, torpes, apre tados unos contra otros como aves de corral, asombrados de estar todavía con vida. Respondieron dócilmente a las preguntas de Lejeune, el cual, muy cómodo en su papel, iba transmitiendo sus informaciones a Berthier.

– Pertenecen al 6.° cuerpo de ejército del barón Hiller.

– ¿Hay otros puestos avanzados? -preguntó el jefe de estado mayor.

– No saben nada. Dicen que el grueso de las tropas acampa ahí arriba, en el Bisamberg.

– Ya lo sabemos. ¿Cuántos hombres?

– Dicen que por lo menos doscientos mil.

– Una exageración. Dejémoslo en la mitad.

– Hablan de quinientos cañones.

– Pongamos trescientos.

– Hay otra cosa más interesante, afirman que el ejército del archiduque Carlos ha sido reforzado recientemente con destacamentos llegados de Bohemia y dos regimientos de húsares húngaros.

– ¿Cómo lo saben?

– Esos húngaros han hecho llegar grupos de reconocimiento hasta el Danubio. Han identificado sus uniformes, incluso han hablado con ellos.

– Bien -dijo Berthier-. Que los envíen a Viena. Servirán en nuestros hospitales.

Poco después, incluso antes de que Lejeune preguntara por un nuevo uniforme para Vincent Paradis, suponiendo que tal cosa fuese posible, llegó un mensajero para informarle de que habían tendido el puente pequeño. La caballería de Lasalle y los coraceros de Espagne lo franquearían en seguida para ocupar los pueblos de la orilla izquierda, seguidos por el resto de la división Molitor. Lejeune fue a llevar estas órdenes.

Ahora estaba en la entrada del puente pequeño construido a toda prisa y agitado por el oleaje. Habían duplicado las tablas y la mayor parte de los pontones de apoyo estaban unidos a la orilla mediante gruesos cabos, pero el agua seguía subiendo y tanta improvisación molestaba a Lejeune, pero no importaba, la obra daba la impresión de que resistiría. Los cazadores de Lasalle pasaron por detrás del general, con su eterna pipa curva en la boca y el mostacho enmarañado, y una vez llegados a la otra orilla obligaron a sus caballos a saltar el talud para desaparecer entre los árboles. Allí estaba Espagne, corpulento, de cara cuadrada, muy pálido, los carrillos comidos por unas patillas negras y tupidas, contemplando a sus coraceros que trotaban sobre el puente bamboleante. Tenía una expresión de inquietud en el semblante, pero no se produjo ningún incidente. Uno de los jinetes cruzó intencionadamente su mirada con la de Lejeune. Aquel tipo fornido, de casco adornado con crines y manto pardo, era Fayolle, a quien Lejeune había golpeado en la cara la otra noche, cuando saqueaba la casa de Anna Krauss. Atrapado en el movimiento de las tropas, Fayolle tuvo que contentarse con fruncir las cejas, y franqueó a su vez el puente pequeño para desaparecer con el escuadrón detrás de la profunda espesura en la otra orilla. A continuación, según el plan previsto por el emperador y llevado a cabo por Berthier, siguió la división Molitor en pleno, excepto Paradis, quien se sentía feliz y veía a sus compañeros de la víspera que transportaban las piezas de artillería con la fuerza de sus brazos. El tirador se pegaba a los faldones de Lejeune, temeroso de que le olvidara, y se arriesgó a preguntarle:

– ¿Qué hago, mi coronel?

– ¿Tú? -respondió Lejeune, pero no tuvo tiempo para proseguir, pues se oía un fragor de disparos en la orilla izquierda.

– ¡Ah! Ya empieza… -dijo el coracero Fayolle a su caballo, dándole unos golpecitos en el cuello.

Unos ulanos se habían dejado tirotear por los soldados de infantería franceses en el linde de un bosque, y se les veía huir al galope por los verdes campos. El general Espagne envió a Fayolle y dos de sus compañeros a examinar el terreno. Los lugareños habían huido de Aspern y Essling, su éxodo había sido observado a través del catalejo, sus carros sobrecargados, los animales y los niños, pero tal vez quedaban francotiradores capaces de hostigar y matar por la espalda. Fayolle y los otros dos avanzaban al paso en aquel paisaje interrumpido por praderas, grupos de árboles y charcas, protegidos por los oquedales, casi nunca al descubierto. Llegaron primero a Aspern, a orillas del río. Dos largas calles convergían hasta desembocar en una placita ante el campanario cuadrado de la iglesia. Los exploradores desconfiaban sobre todo de las callejas transversales, en los recodos de las casas bajas de mampostería, idénticas, con un patio delante y, en la parte posterior, un jardín cercado por un seto vivo. Un muro rodeaba la iglesia, donde podían refugiarse tiradores, pero no artillería. Una casa maciza, contigua al cementerio, con un jardín cerrado por un muro de tierra, debía de ser el presbiterio. Los hombres observaron estos detalles. Algunos pájaros emprendieron el vuelo ante la proximidad de los caballos. Por lo demás, no se oía ningún sonido humano. Los coraceros se volvieron un momento para examinar las ventanas, y entonces se cruzaron con una patrulla de los cazadores de Lasalle a quienes dejaron la inspección del pueblo para encaminarse al campanario vecino de Essling, que se atisbaba al este, a unos mil quinientos metros. Avanzaron hasta allí a través de los campos despejados, evitando los hoyos llenos de agua y barro.

Fayolle entró el primero en la desierta población de Essling. El pueblo se parecía al anterior, aunque era más pequeño, con una sola calle principal y casas no tan agrupadas pero similares. Era preciso mirar por todas partes, percibir el menor sonido anormal. Sin duda no había nada que temer, pero aquellos pueblos fantasmas causaban desazón. Fayolle trataba de imaginarlos vivos, con hombres y mujeres bajo los robles del paseo y, en los huertos, inclinados sobre sus verduras. Allí debía de haber un mercado, allá cuadras, más allá un granero. «¿Y si visitara los graneros? -se preguntó-. No han debido de llevárselo todo.» En aquel instante un rayo de sol incidió en el casco y en sus ojos. Alzó la cabeza hacia el segundo piso de una casa blanca. ¿Era un rayo reflejado por los adoquines o alguien escondido que habría empujado una ventana? Nada se movía. Confió su caballo a uno de sus acólitos y trató de abrir la puerta de madera con el otro. La puerta tenía echado el cerrojo. Dio en vano un fuerte puntapié en la cerradura, que resistió, y se volvió para sacar la pistola de la funda de arzón y reventar la tosca cerradura.