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– Eso no es discreto -dijo el otro coracero, que se llamaba Pacotte.

– Si hay gente, ya nos han visto. Y si sólo hay un gato o una lechuza, qué más da.

– Claro, nos los comeremos encebollados.

Entraron en la casa con cautela, la pistola amartillada en una mano y el sable en la otra. Fayolle abrió los postigos con un hombro para ver bien. La sala estaba poco amueblada, sólo había una mesa ancha, dos sillas con asiento de paja, un cofre de madera abierto y vacío. Las cenizas de la chimenea estaban frías. Una empinada escalera daba acceso a los pisos superiores.

– ¿Subimos? -preguntó Fayolle al coracero Pacotte.

– Si eso te divierte…

– ¿Has oído?

– No.

Fayolle se quedó inmóvil. Había percibido el chirrido de una puerta o un crujido en el suelo de tablas.

– Es el viento -dijo Pacotte, pero en voz más baja-. No sé a quién se le ocurriría quedarse en esta ratonera.

– Tal vez una rata, precisamente. Vamos a echar un vistazo…

Puso el pie en el primer escalón y titubeó, el oído aguzado. Pacotte le empujó y ambos subieron. Arriba, en la oscuridad de la estancia, no se distinguía más que la vaga forma de una cama. Fayolle avanzó a tientas a lo largo del muro hasta que notó bajo los dedos el cristal de la ventana, que rompió de un codazo y cuyo postigo abrió sin soltar el sable. Se volvió. Su compañero se encontraba en lo alto de la escalera. Estaban solos. Pacotte abrió una puerta baja y Fayolle entró en la habitación contigua, donde algo o alguien le saltó encima. Se debatió y notó la hoja de un cuchillo rechinar contra su ventrera tras haber desgarrado el manto pardo. Estiró los brazos y lanzó a su agresor contra el muro. En la semioscuridad le traspasó de una violenta estocada a la altura del vientre. Veía mal, pero ahora notaba la sangre caliente embadurnándole la mano que sostenía el arma en un cuerpo sacudido por espasmos. Entonces extrajo el sable con un movimiento brusco y su enemigo cayó al suelo. El coracero Pacotte se había apresurado a abrir la ventana para iluminar la escena: un hombre gordo y calvo, con calzón de piel, estaba tendido y era presa de estertores agónicos. La sangre le afluía a borbotones a los labios, y sus ojos en blanco parecían huevos duros sin la cáscara.

– No están mal estos zapatones, ¿eh, Fayolle?

– La chaqueta tampoco, un poco corta quizá, ¡pero este cerdo la ha ensuciado!

– Me quedo con los tirantes, de terciopelo, nada menos…

Y se agachó para quitárselos al moribundo, pero los dos hombres se sobresaltaron. Alguien a sus espaldas acababa de ahogar un grito. Era una campesina joven con refajo plisado, encajada en un ángulo, detrás de un montante de la cama. Se había llevado ambas manos a la boca y abría unos ojos inmensos y negros. El coracero Pacotte apuntó a la muchacha, pero Fayolle le bajó el brazo.

– ¡Quieto, idiota! No vale la pena matarla, por lo menos no en seguida.

Se le acerca. Su espada gotea sangre. La austríaca se acurruca. Fayolle le coloca la punta del sable bajo el mentón y le ordena que se levante. Ella no se mueve. Está temblando.

– Sólo entiende su jerga, Fayolle. Hay que ayudarla.

Pacotte le coge el brazo para alzarla contra la pared, en la que ella se apoya con las piernas temblorosas. Los dos soldados la contemplan. Pacotte silba de admiración porque la joven está metida en carnes, como a él le gusta. Fayolle da la vuelta al sable, enjuga el reverso en el corsé azul de la joven campesina y entonces hace saltar con el filo los botones plateados y rasga el camisolín de encaje. Seguidamente, con un gesto rápido, le quita el gorro de paño. El cabello de la austríaca le cae sobre los hombros; tiene reflejos dorados como de seda india y son muy lisos y brillantes.

– ¿La llevamos a los oficiales?

– ¡Estás loco!

– Puede que haya otros puñeteros labriegos con cuchillas u hoces que nos vigilan.

– Vamos a reflexionar-dijo Fayolle, arrancando el refajo de la muchacha y lo que quedaba del camisolín-. ¿Ya has conocido a las austríacas?

– Todavía no. Nada más que alemanas. -Esas no saben decir que no. -Tienes razón.

– Pero ¿y las austríacas?

– Por su cara, ésta nos dice que no o algo peor.

– ¿Tú crees? (A la muchacha.) ¿No nos encuentras guapos? -¿Te asustamos?

– Date cuenta-dijo Fayolle, cloqueando-, ¡si yo estuviera en su lugar, tu jeta me daría miedo!

En el exterior, el tercer coracero les llamaba y Fayolle se acercó a la ventana.

– ¡No berrees así! Hay francotiradores…

Se interrumpió a media frase. Abajo, el coracero no estaba solo. Sonidos metálicos, polvo, ruido de cascos de caballo… la caballería acababa de cercar Essling y el general Espagne en persona esperaba ante la casa.

– ¿Habéis localizado alguno? -preguntó.

– Desde luego, mi general -dijo Fayolle-. Hay un gordo que quería despedazarme vivo.

El coracero Pacotte arrastró hacia la ventana el cuerpo del campesino y lo colocó en equilibrio sobre el borde antes de voltearlo. El cadáver se estrelló contra el suelo como un fardo blando y el caballo de Espagne se hizo a un lado.

– ¿Hay más?

– Sólo hemos puesto a éste fuera de combate, mi general…

Entonces Fayolle dijo entre dientes a su compañero:

– ¿Eres tonto o qué? Podríamos habernos quedado con los zapatones, parecían buenos, en todo caso más que mis alpargatas…

– ¡Eh, los de ahí arriba! -gritó una vez más el general-. ¡Bajad! ¡Hay que visitar todas esas barracas y limpiar el pueblo!

– ¡A vuestras órdenes, mi general!

– ¿Y la muchacha? -preguntó Pacotte a Fayolle.

– La guardamos para luego.

Antes de regresar al batallón, Fayolle y el otro rasgaron a tiras el refajo azul y los encajes para atar a la campesina. Le metieron el gorro en la boca, anudándolo en la nuca con los tirantes de terciopelo quitados al muerto, y la arrojaron sobre un colchón relleno de crines. Antes de marcharse, Fayolle le dio un beso en la frente.

Sé juiciosa, mi niña, y no te inquietes. Eres tan guapa que uno no puede olvidarte. ¡Vaya! A nuestro botín de guerra le arde la frente…

– Debe de tener fiebre.

Los dos rompieron a reír y se reunieron con sus camaradas.

Vincent Paradis removía los leños calcinados.

– Bastaría con soplar encima para que vuelva a encenderse el fuego, mi coronel.

– Nos han visto, se han largado…

– No lo creo. Sólo somos dos. Ellos eran más. Observad el monte bajo pisoteado por sus caballos.

Con su nuevo explorador, Lejeune había examinado el terreno mucho más allá de los pueblos, sospechando la presencia de espías en cualquier bosquecillo.

– Debían de ser los ulanos de hace un momento que se han ido a toda prisa -sugirió.

– O bien otros que no están lejos. Por aquí es fácil ocultarse. Un rumor de hojas les alertó y Lejeune amartilló su pistola. -No temáis, mi coronel -dijo Paradis-. Era un animal que ha saltado a ese haya. Está más asustado que nosotros.