Los oficiales, alrededor del general Espagne, se habían refugiado en la iglesia de Essling para pasar la noche. La balaustrada de madera pintada que dividía la nave servía para alimentar braseros que emitían humo y trazaban siluetas infernales en los muros. Espagne, en pie, envuelto en su manto, permanecía apartado, apoyado en el altar, y las formas que temblaban al capricho de las llamas no le tranquilizaban. Desde hacía varias semanas tenía presentimientos. Aquella campaña no le gustaba nada. Sin temor pero como si la sentencia estuviera en suspenso, callaba y pensaba en la muerte. Los coraceros conocían las supersticiones que turbaban a su general, aun cuando éste, con su semblante serio, nunca dejaba traslucir nada. Todos respetaban su silencio, cada uno se repetía su extraña historia…
Los soldados Fayolle y Pacotte habían tomado en la misma escudilla una sopa espesa y mal definida, pero que llenaba el estómago. Precisamente hablaban de su general. Pacotte, integrado desde hacía muy poco tiempo en el regimiento, no sabía nada de él, mientras que Fayolle estaba al corriente.
– Era en el castillo de Bayreuth. Llegamos tarde, él está fatigado y se acuesta. Yo no estoy lejos, en la gran escalera, con los demás, y he aquí que en plena noche oímos gritos.
– ¿Han tratado de matar al general?
– ¡Espera! El grito procede de su habitación, en efecto, y los oficiales de ordenanza corren, mientras que yo los sigo con los centinelas. La puerta está cerrada por dentro. La rompemos sirviéndonos de un canapé como ariete, entramos…
– ¿Y entonces?
– ¡Espera! ¿Qué es lo que vemos?
– ¿Qué veo?
– La cama está en medio de la habitación, volcada, con el general debajo.
– Y grita.
– No, está desmayado. Nuestro médico se apresura a sangrarle, le observamos, abre los ojos, aterrado, y se nos queda mirando. Está pálido, hay que darle unos polvos calmantes. Entonces dice, agárrate bien, Pacotte, dice: «¡He visto un espectro que quería degollarme!».
– ¿Ah, sí?
– No te rías, imbécil. La cama se ha volcado cuando luchaba contra ese espectro.
– ¿Te crees eso?
– Le piden que describa al fantasma, cosa que él hace con precisión, y ¿sabes quién era, eh? No, no lo sabes. Yo te lo diré. ¡Era la Dama Blanca de los Habsburgo!
– ¿Quién es ésa?
– Se aparece en los palacios vieneses cuando un príncipe de la casa de Habsburgo debe morir. Ya lo había hecho tres años antes, en Bayreuth. El príncipe Luis de Prusia se batió con ella como nuestro general.
– ¿Y murió?
– ¡Sí, señor! Cerca de Saalfeld, un húsar le cortó la garganta. El general, muy pálido, dijo en voz baja: «Su aparición anuncia mi muerte cercana», y se fue a dormir a otra parte.
– ¿Crees en esas pamplinas?
– Mañana veremos.
– ¡Pues tú, Fayolle, tú crees!
– ¡Muy bien! Te pido que esperes para estar seguros.
– ¿Y si matan al general? ¿Qué sería entonces de nosotros?
– Habríamos tenido la negra…
La desventura dejó al soldado Pacotte muy escéptico. En su villa de Ménilmontant no creían demasiado en esa clase de sandeces. Cuando le reclutaron era aprendiz de carpintero y tenía el hábito de las cosas concretas, tornear una pata de mesa, clavar tablas y derrochar su paga en los ventorrillos. Dio unas palmadas en la espalda de Fayolle, a quien impresionaba esa historia.
– Hay que cambiar de ideas, amigo mío. ¿Y si fuésemos a saludar a nuestra austríaca? Nos espera. ¡Atada como está, no creo que se transforme en fantasma!
– ¿Te acuerdas del sitio?
– Lo encontraremos. El pueblo no tiene más que una calle.
Descolgaron el farol de una carreta y se encaminaron a Essling, cuyas casas eran todas parecidas. Se equivocaron dos veces. «¡Maldita sea! -gruñó Fayolle-. ¡No la encontraremos nunca!» Más adelante, Pacotte reconoció a la luz del farol el cuerpo de su asaltante, al que nadie había enterrado. Los dos hombres se miraron sonrientes y empujaron la puerta. Pacotte dio un paso en falso y la vela del farol se apagó.
– ¡No fastidies, hombre! -exclamó Fayolle, y se envolvió una mano en la capa para extraer el vidrio quemante, mientras Pacotte golpeaba el eslabón. Por fin llegaron al piso y avanzaron hasta la habitación del fondo, donde la joven no se había movido.
– ¿Cómo se dice «buenos días, hermosa mia» en alemán? -preguntó Pacotte.
– No sé nada -replicó Fayolle.
– Duerme curiosamente bien…
Dejaron el farol sobre un taburete de tres patas y Fayolle, con el sable, cortó las ataduras. El coracero Pacotte, tras quitarle la mordaza, se guardó en el bolsillo los tirantes de terciopelo atados al cuello que la mantenían fija, y entonces se inclinó y besó a su prisionera en plena boca. Dio un salto atrás.
– ¡Diablo!
– ¿No sabes despertarla? -le preguntó Fayolle, divertido.
– ¡Está muerta!
Pacotte escupió en el suelo antes de limpiarse la boca con la manga.
– Sin embargo, nuestra muñeca no tiene los pies fríos -siguió diciendo Fayolle mientras palpaba a la joven.
– ¡No la toques, eso trae desgracia!
– ¿No crees en mis fantasmas pero ahora te castañetean los dientes? Sé fuerte, gallina.
– No me quedo aquí.
– ¡Pues vete! Déjame el farol.
– No me quedo aquí, Fayolle, eso no se hace, todo esto…
– ¡Y te crees un guerrero! -se burló Fayolle, desabrochándose el cinturón.
Pacotte bajó precipitadamente la escalera en la oscuridad. Una vez en el exterior, se apoyó en el muro de la casa y respiró a fondo varias veces. Se sentía mal, le flaqueaban las piernas. No se atrevía a imaginar a su cómplice, que se afanaba con aquella pobre campesina muerta, asfixiada por la mordaza, que él, Pacotte, había debido de apretar demasiado al anudarla. Tenía aspecto de fanfarrón, pero nunca había sentido deseos de matar. En combate, pase, porque no hay manera de sobrevivir si no es así, ¿pero allí?
Transcurrieron largos minutos.
Allá abajo, cerca de la iglesia, unos soldados cantaban. Fayolle salió por fin. No intercambiaron una sola palabra acerca de la austríaca, pero Pacotte le pidió:
– Dame la luz, voy a vomitar.
– No tienes necesidad de ver, yo sí.
– ¿Ver qué?
– Mis zapatones nuevos. -Señaló el cuerpo tendido en el patinillo-. Es el momento de aligerar a este buen hombre de sus zapatos. Los necesito más que él, ¿no crees?
Fayolle se agachó y dejó el farol en el suelo. Extrajo las espuelas para probarlas en los zapatos del cadáver y soltó un juramento: ¡era imposible ajustarlas! Se levantó decepcionado.
– ¡Pacotte! -gritó.
Con el farol en el extremo del brazo extendido, se alejó calle abajo, rezongando:
– ¿Es que no puedes responderme, pedazo de cerdo?
Distinguió una forma cerca de un árbol y avanzó en aquella dirección.
– ¿Necesitas un árbol para echar la papilla?
A grandes zancadas, hollaba la hierba y las ortigas del suelo al lado de la cuneta, cuando tropezó con un obstáculo, un tronco cortado, sin duda. Lo golpeó con el pie y comprobó que no se trataba de madera. Era blando como un cuerpo. Se agachó y el farol iluminó un uniforme. Como el soldado estaba tendido de bruces, le dio la vuelta: embadurnado de vómito y sangre, su amigo Pacotte tenía un cuchillo clavado en la garganta.