– ¡Alerta!
A pocos pasos, en la oscuridad, los austríacos de la Landwehr, una milicia popular, con chaquetas gris ratón, el sombrero negro adornado con una rama provista de hojas, se agachaban para desaparecer en los trigales.
Masséna había hecho encender braseros y colocar faroles en los postes de sostenimiento. Había confiado al ordenanza el uniforme bordado de oro y el bicornio, e iba de un lado a otro para apresurar la consolidación del puente pequeño. Con las botas en el limo del río, cogió por el cuello a un pontonero ahogado a medias por un remolino del río. Masséna tenía la energía de los brutos. Trepaba a las viguetas, llevaba tablas, adiestraba con el ejemplo, haciendo el trabajo de diez hombres. Nunca había estado enfermo, excepto una sola vez, en Italia. Había conseguido trapichear unas licencias de importación que le habían aportado tres millones de francos. El emperador, advertido, le rogó que entregara una tercera parte al Tesoro. El mariscal lloró y adujo su economía, su familia que le costaba cara, afirmó que era pobre, que estaba endeudado. Esto terminó por exasperar al emperador, quien le confiscó la totalidad de la fortuna colocada en una banca de Livorno. Entonces Masséna enfermó.
En medio de la acción, el mariscal se olvidaba de sus bandidajes, su avaricia y el oro de los genoveses, del que suponía que reposaba en un cofre de Viena. Ya se ocuparía de eso más ade lante. Sin que, al parecer, le costara ningún esfuerzo, alzó una viga enorme para que los zapadores pudieran fijarla con sus cabos en uno de los barquichuelos, lastrado con proyectiles, que se bamboleaba en el fuerte oleaje. Algunos maderos se desprendieron del piso inacabado y se alejaron corriente abajo. Masséna gritaba como un energúmeno. Delante, en la isla, otros pontoneros trataban de efectuar la unión. Los dos equipos debían encontrarse hacia la mitad de aquel brazo furioso del Danubio. Casi lo habían conseguido, y ahora se lanzaban cables a los que habían fijado piedras, que los de delante cogían al vuelo para tenderlas como un esbozo de parapeto. Abajo las aguas seguían creciendo, agitadas, y así los hombres avanzaban unos al encuentro de los otros, viga tras viga, madero tras madero, arrastraban, anudaban, clavaban a la luz incierta y rojiza de las grandes antorchas, mojados por las olas que chocaban con su obra, agobiados, entumecidos, unidos con una cuerda como rosarios humanos. Masséna los alentaba e insultaba como un domador, magnífico, con la corbata arrollada por debajo del mentón, las mangas de la camisa de seda arremangadas hasta los codos. Al borde del piso reconstruido, alzó una madera de cadenas con la mano derecha y las arrojó a un sargento enganchado a un pontón: «¡Alrededor de ese tronco!». El sargento tenía los dedos helados y no lograba rodear el poste designado, su embarcación cabeceaba, las frías olas le alcanzaban el rostro, corría el riesgo de perder el equilibrio. Masséna bajó hacia él por un cordaje, apartó al incapaz y fijó las cadenas. Una ráfaga de viento desvió la humareda, los hombres tosieron y el trabajo prosiguió a ciegas. «¡A la derecha! ¡Más a la derecha!», gritaba Masséna como si, con su único ojo, viera mejor en la noche que los pontoneros habituados al ejercicio. Por el otro lado, en la Lobau, el resto del ejército esperaba pasar, con la mochila en la espalda y el fusil a los pies. Los de las primeras filas veían a su mariscal y, si no le querían, aquella noche por lo menos le admiraban. Otros rezaban para que aquella porquería de puente no se sostuviera jamás, que el Danubio lo dispersara y que ellos regresaran a sus casas.
Doscientos metros más lejos, en un claro en el centro de la isla, los oficiales del estado mayor y su personal descansaban sobre el césped. Muchos de ellos llevaban en cajitas talladas anillos, retratos en miniatura, un mechón del cabello de su querida, de cuyos méritos se jactaban para olvidar el presente. Algunos reanudaban sus cantinelas nostálgicas:
Me abandonáis para ir hacia la gloria.
Mi tierno corazón seguirá por doquier vuestros pasos…
Lejeune callaba, sentado bajo un olmo. Mientras que su ordenanza, a gatas, soplaba las brasas de un fuego de ramas, Vincent Paradis desollaba dos liebres que había abatido con la honda. Ins pirado por la noche campestre, aquella calma, aquel verdor, Périgord acababa de disertar sobre Jean Jacques Rousseau:
– Dormir en verano sobre la hierba y bajo las estrellas, pase, pero no muy a menudo. Hay hormigas y, además, los pájaros te despiertan al amanecer con su bullicio. Se está mejor entre las sábanas, con la ventana bien cerrada, preferentemente acompañado, soy un poco friolero.
Entonces se dirigió a Paradis:
– Guárdame las pieles, muchacho. Me irán de primera para lustrarme las botas… ¡Conejos! ¡Cada vez que veo a esas bestezuelas vuelvo a pensar en la caza frustrada de Grosbois! ¡Qué bobo llega a ser nuestro mayor general!
– Desmañado, es posible, pero no bobo -le corrigió Lejeune, bastante contrariado-. No exageréis, Edmond. Y además, nosotros ni siquiera participamos en esa cacería.
– ¿De qué estáis hablando? -preguntó un coronel de húsares que gozaba por anticipado del cotilleo.
– De aquella jornada en la que, para adular al emperador…
– Para serle agradable -rectificó Lejeune.
– ¡Es lo mismo, Louis-François!
– No.
– El mariscal, para adular a Su Majestad… -repitió el húsar que estimulaba al maldiciente Périgord.
– El mariscal Berthier -siguió diciendo éste- había ofrecido al emperador una cacería de conejos en sus tierras de Grosbois. Ahora bien, si había caza, no había un solo conejo. ¿Qué hace el mariscal? Encarga un millar. Llegado el día, se sueltan los conejos, pero en vez de correr para librarse de las escopetas, los animales se dirigen hacia los invitados, les aguan la fiesta, se deslizan entre las botas, en absoluto asilvestrados, y poco les falta para hacer tropezar a Su Majestad. El mariscal se había olvidado de precisar que quería conejos de coto, y le habían entregado conejos de granja: ¡al ver a toda aquella gente habían creído que les traían comida!
Périgord lloraba de risa, y el húsar también. Lejeune se había levantado antes de que finalizara la anécdota, la cual había escuchado demasiadas veces y no le divertía. Todos consideraban a Berthier un cretino, y eso le afectaba, pues le debía su grado y su papel. En Holanda fue un joven sargento de infantería, luego llegó a oficial de ingenieros gracias a su talento, Berthier reparó en él y lo llevó consigo como ayudante de campo. Lejeune recordaba que su primera misión había consistido en escoltar talegos de oro destinados a unos clérigos del Valais que debían ayudar a acarrear la artillería más allá de los Alpes… A continuación, Lejeune había seguido por doquier al mariscal. Conocía su valor y su pasado, sus combates al lado de los insurgentes de América, en Nueva York y Yorktown, su encuentro en Potsdam con Federico II, su adhesión desde la guerra de Italia al joven general Bonaparte, cuyo destino adivinaba, y luego a aquel Napoleón a quien servía por turno como hombre de confianza, confidente, nodriza y burro de carga. Al cabo de varias semanas Davout y Masséna hicieron correr rumores injustos sobre él. Era cierto que, al comienzo de la campaña de Austria, Berthier dirigía él solo las operaciones, fiándose de los despachos que le enviaba el emperador desde París, pero a menudo esas directivas llegaban tarde y la situación sobre el terreno evolucionaba con rapidez. Ello explicaba ciertas maniobras peligrosas que habían estado a punto de llevar a los ejércitos al desastre. El emperador dejaba que acusaran a Berthier, y éste no trataba jamás de justificarse, como aquel día, en Rueil, cuando el emperador, disparando al azar contra una bandada de perdices, no logró más que dejar tuerto a Masséna. Entonces se volvió hacia el fiel Berthier: