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– ¡Acabáis de herir a Masséna!

– En absoluto, Síre, habéis sido vos.

– ¿Yo? ¡Todo el mundo os ha visto tirar de través!

– Pero, Síre…

– ¡No lo neguéis!

El emperador siempre tenía razón, sobre todo cuando mentía, y no era conveniente replicarle. No obstante, el odio que Masséna sentía por Berthier era más antiguo, databa de la época en que el primero dirigía el ejército de Roma, saqueando para su beneficio personal el Quirinal, el Vaticano, los conventos y los palacios. El ejército, sin sueldo, se amotinó contra el logrero. Los romanos del Trastevere, con el pan moreno racionado, maltratados, se rebelaron aprovechando el desorden. Ante el Panteón de Agripa, los oficiales rebeldes ofrecieron entonces el mando a Berthier, quien tuvo que aceptarlo para aplacar los ánimos y pedir al Directorio la revocación de Masséna. Éste, que se había visto obligado a huir para librarse de la cólera de su propio ejército, no le perdonó jamás.

Lejeune se encogió de hombros. Esas rivalidades le parecían miserables. ¡Cómo le habría gustado quedarse en Viena, quitarse su vistoso uniforme y salir con el cuaderno y el lápiz para entre tenerse en las colinas, llevarse a Anna, viajar con ella, vivir con ella, contemplarla sin cesar! Sin embargo, el coronel Lejeune, a fuer de sincero consigo mismo, sabía que un mal había traído un bien, que sin aquella guerra él no habría conocido jamás a la joven. Un intenso clamor le hizo salir de sus ensoñaciones. Sobre el gran puente flotante, detrás del caballerizo real Caulaincourt, que sostenía la brida del caballo, el emperador llegaba a la isla Lobau aclamado por las tropas.

En Viena, en el segundo piso de una casa pintada de rosa, Henri Beyle admiraba a la luz de la candela los retratos de Anna Krauss que había esbozado su amigo Lejeune. La joven había posado con complacencia y sin pudor. Henri admiró el parecido. Contempló los croquis hasta darles volumen, carne, vida y movimiento. Allí estaba Anna, con túnica, alzándose uno de sus mechones negros; Anna pensativa, de perfil, mirando no se sabía qué a través de la ventana; Anna dormida en sus almohadones; Anna en pie y desnuda como una divinidad modelada por Fidias, a la vez irreal por sus perfecciones y provocativa en su actitud, abandonada, huraña; más allá estaba en otra pose, de espaldas; y allí, sentada en el borde de un sofá, el mentón contra las rodillas, la franca mirada posada en el artista que la dibuja. Henri se sentía deslumbrado y molesto, como si hubiera sorprendido a la vienesa en el baño, pero no lograba apartarse de aquellos croquis. ¿Y si robara uno? ¿Se daría cuenta Louis-François? Había muchos. ¿Iba a hacer cuadros a partir de ellos? Entonces pasaron por la mente de Henri unos pensamientos espantosos que rechazaba con toda su razón (pero ¿aún le quedaba razón?), en una palabra, deseaba confusamente, sin formularlo, que Louis-François muriese en combate, a fin de consolar a Anna Krauss y sustituir a su amigo, porque estaba claro que la modelo sólo podía amar al pintor.

La ventana estaba entreabierta, la noche era apacible. Henri oía las notas de un piano, sutiles, nobles, y fue a asomarse para identificar de dónde procedía la música.

– ¿Os gusta esta música, señor?

Henri se volvió, como cogido en falta. Un hombre joven y desconocido había entrado en su habitación. A la luz de la candela, Henri no le veía bien.

– ¿Cómo habéis entrado? -le preguntó.

– Teníais la puerta abierta y he observado la luz.

Henri se acercó y observó al intruso. Tenía el rostro casi femenino y los ojos claros. Hablaba francés con un acento más rudo que el de Viena.

– ¿Quién sois?

– También soy un inquilino, pero vivo en el desván.

– ¿Estáis de paso?

– Voy arriba.

– ¿De dónde venís?

– De Erfurt. Trabajo en una casa de comercio. Me ocupo de los suministros del ejército.

– Comprendo -dijo Henri-, sois alemán.

– Me llamo Friedrich Staps. Mi padre es pastor luterano.

Mientras le formulaba las preguntas, Henri había dado la vuelta a los dibujos de Lejeune para ocultarlos, pero el joven alemán no había reparado en ellos. Miraba a Henri fijamente.

– Sin duda sois amigo de la familia Krauss.

– Si queréis…

– No tengo nada que vender -replicó el joven-. No he venido a Viena para trabajar. He venido a Viena para entrevistarme con vuestro emperador. ¿Será posible?

– Si él regresa a Schónbrunn, solicitad una audiencia. ¿Qué queréis de él?

– Una entrevista.

– ¿Le admiráis, entonces?

– No como vos lo entendéis.

La conversación tomaba un giro desagradable y Henri quería ponerle fin.

– Pues bien, señor Staps, nos veremos mañana. Como estoy enfermo, apenas salgo de esta casa.

– El hombre que toca el piano, ahí delante, también está enfermo.

– ¿Le conocéis?

– Es el señor Haydn.

– ¡Haydn! -exclamó Henri, acercándose de nuevo a la ventana para oír mejor las notas del ilustre músico.

– Se metió en cama cuando vio los uniformes franceses en las calles de su ciudad -siguió diciendo Friedrich Staps-. Sólo se levanta para tocar el himno austríaco que ha compuesto.

Tras decir estas palabras, el joven apagó la candela entre dos dedos y Henri se quedó a oscuras. Oyó que se cerraba su puerta y dijo:

– My God! ¡Este alemán está loco! ¿Dónde he metido el eslabón?

A las tres de la madrugada, las tropas franquearon por fin el pequeño puente reparado y se establecieron en la orilla izquierda del Danubio, en los pueblos de Aspern y Essling. Los hombres velaban, dormían poco o mal. El mariscal Lannes no apartaba la vista de su uniforme de gala, colocado sobre la silla, cuyos dorados brillaban a la luz de la bujía. Al amanecer se lo pondría para llevar a sus jinetes a una probable carnicería, pero eso por lo menos tendría buena pinta. En cabeza de las tropas, llevaría todas sus condecoraciones, incluso el gran cordón de San Andrés que le había concedido el zar. Sabía que su uniforme le delataría al enemigo, y quería que así fuese, ya que su función era dejar que le ensartaran con elegancia. Oh, sí, ya tenía bastante. Lo que había vivido en España todavía le disgustaba, y no había vuelto a tener el sueño tranquilo. Allá abajo, nada de batallas regulares, de tropas bien alineadas, sino una guerra anónima que había estallado el mismo día en Oviedo y en Valencia, sin santo y seña, y uno veía aparecer ante sí ejércitos de veinte labriegos dirigidos por su alcalde. Pronto fueron varios millones. Los vaqueros andaluces, con sus picas para marcar los toros, habían vencido en Bailén.

Luego surgieron guerrillas en todas las montañas, libradas por hombres llenos de odio. En Zaragoza, los chiquillos se deslizaban bajo los caballos de los lanceros polacos para despanzurrarlos, los monjes fabricaban cartuchos en los conventos y raspaban el suelo de las calles para extraer el salitre. Los soldados de Lannes eran atacados con botellas vacías, con adoquines, y si por desgracia los capturaban, les cortaban la nariz o los enterraban hasta el cuello para jugar a bolos. En los pontones de Cádiz, ¿cuántos habían sido comidos por los piojos? ¿Cuántos habían sido degollados o serrados entre dos tablas? ¿Cuántos arrojados al fuego, mutilados, con la lengua arrancada, los ojos reventados, sin nariz, sin orejas?

– ¿En qué piensas, señor duque?

Lannes, duque de Montebello, no quería confiarse a Rosalie, aquella aventurera como tantas otras que marchaba en la retaguardia de los ejércitos para encontrar en ellos su felicidad, unas monedas, algunas baratijas, anécdotas que contar. Lannes no era infiel, adoraba a su mujer, pero ésta se encontraba muy lejos y él se sentía demasiado solo. Había cedido a la rubia corpulenta de cabellera desordenada que había arrojado en seguida sus ropas a la paja. Él no le respondió, otras cosas le obsesionaban. Veía de nuevo a los bebés clavados con la bayoneta en sus cunas, y aquel granadero que le había confiado: «Al principio no es facil, señor mariscal, pero uno se acostumbra». Lannes ya no se acostumbraba.