Cruzaron en fila el puente pequeño que oscilaba por encima de la corriente. En la isla, Périgord colocó su caballo a la altura del de Lejeune y le susurró en un tono confidenciaclass="underline"
– Qué sombrío es nuestro mayor general.
– Debe de ser por la incertidumbre. El emperador parece elegir la defensiva, nos parapetamos, aguardamos. ¿Atacarán los austríacos? El emperador así lo cree. Debe de tener sus razones.
– ¡Señor! -exclamó Périgord, alzando los ojos al cielo-. ¡Ojalá sepa adónde nos lleva! Sin embargo, mi querido amigo, estaríamos mejor en París, o en Viena, ¡y nuestro mayor general en sus tierras con sus dos mujeres! Mirad, estoy seguro de que piensa en la Visconti…
Lejeune no le respondió. Todo el mundo estaba enterado del triángulo amoroso de Berthier y los tormentos que éste sufría. Desde hacía trece años estaba locamente enamorado de una mi lanesa de ojos grises, casada por desgracia con el marqués Visconti, un diplomático bueno, anciano y muy discreto, poco afectado por las incesantes infidelidades de su esposa demasiado bella y ardiente. Cuando Berthier resolvió seguir a Bonaparte a Egipto, abandonando a su querida, lo hizo lleno de aflicción. En medio del desierto, bajo la tienda, levantó una especie de altar a su Giuseppa, a quien escribía sin cesar cartas alocadas y salaces. Y esto duró largo tiempo. A la larga, esta pasión interminable le pareció a Napoleón ridícula. Berthier, nombrado príncipe de Neuchátel, se vio entonces obligado a elegir una auténtica princesa para fundar una apariencia de dinastía. Dócil, desgraciado y entre lágrimas se decidió por Elisabeth de Baviera, quien tenía el morro picudo y carecía de mentón, por lo que Giuseppa Visconti no estaría celosa. ¿Y qué sucedió dos semanas después de esta ceremonia obligatoria? El marqués murió en su lecho y Berthier no podía casarse con la viuda. Tuvo accesos de fiebre, estuvo al borde de la crisis nerviosa y fue preciso consolarle, sostenerle, recompensarle, aunque sus dos mujeres tuvieran que tolerarse mutuamente, se viesen con frecuencia y jugasen juntas al whist. Aquel domingo, al de mayo de 18o9, cuando se oía el fuego de los cañones austríacos, ése era el motivo de los suspiros de Berthier.
El mariscal Bessiéres suspiraba por motivos parecidos pero secretos. Era un hombre frío, de una cortesía excepcional, poco locuaz, sin emociones aparentes, de quien no se podía sospechar el menor extravío amoroso, pero que había sabido llevar una doble vida a resguardo de los cotilleos. En realidad, debajo de su chaqueta azul y dorada llevaba dos medallones. Uno evocaba a su esposa Marie Jeanne, piadosa, muy dulce y considerada en la corte, y en el otro figuraba su amante, una bailarina de la ópera con la que gastaba millones, Virginie Oreille, llamada Letellier.
Bajo su aspecto de Antiguo Régimen, con los cabellos largos y empolvados que formaban alas de cuervo en las sienes, Bessiéres no permitía jamás que traslucieran los pensamientos poco militares que a menudo le pasaban por la cabeza. Cuando entró por primera vez en Essling al lado del general Espagne, lo primero que hizo fue mirar el campanario. ¡Menudo Pentecostés! No era el Espíritu Santo quien hoy iba a caerles sobre la cabeza, sino otras lenguas de fuego, los obuses y las balas del archiduque. En la plaza, los caballos ya ensillados comían la cebada amontonada. Los jinetes se ayudaban mutuamente a cerrar las corazas, y algunos limpiaban sus armas con cortinas arrancadas de las ventanas.
Espagne, informad a los oficiales de los deseos de Su Majestad-dijo Bessiéres mientras desmontaba.
Entonces se dirigió pensativo a la iglesia, en la que entró. El coro había sido transformado en campamento y dos reclinatorios acababan de consumirse en una fogata ante el altar despoja do de sus adornos. Bessiéres permaneció en pie ante el crucifijo que habían intentado en vano arrancar, inclinó la cabeza, buscó en el interior de su guerrera y contempló los medallones que representaban a sus amadas, uno en cada palma. MarieJeanne debía de estar en misa, en la capilla de su castillo de Grignon; Virginie, a esa hora, dormía en el magnífico piso que él le había comprado cerca del palacio real. ¿Y qué hacía él en aquella iglesia austríaca semiderruida? Era mariscal del Imperio, tenía cuarenta y tres años. Hasta entonces las circunstancias le habían sido favorables. ¡Tanto camino recorrido en tan poco tiempo! Muy joven, cuando pertenecía a la guardia de Luis XVI, había intentado proteger a la familia real durante el motín del 10 de agosto. Nunca había aprobado la vulgaridad de la Revolución ni el avasallamiento de los sacerdotes. En cierta ocasión fue sospechoso y tuvo que ocultarse en el campo, en casa del duque de La Rochefoucauld, antes de integrarse en el ejército de los Pirineos y luego el de Italia, en el entorno de aquel Bonaparte a cuyo golpe de Estado prestó su ayuda y para quien inventó un cuerpo de pretorianos que se convertiría en la Guardia Imperial… Dentro de una hora estaría a caballo. Los soldados le querían. Los enemigos también, como aquellos monjes de Zaragoza a los que había protegido de sus propios regimientos. ¿Había nacido para mandar? Bessiéres no lo sabía.
En el exterior, Espagne ya había entrado en acción. Distribuía órdenes, activaba los preparativos, inspeccionaba los caballos y las armas. Observó que unos coraceros cavaban una tumba bajo los olmos, al final de la calle principal, y envió un capitán para que apresurase al máximo aquel entierro. El capitán SaintDidier fue a pie, sin darse demasiada prisa.
Tres coraceros, con palas robadas en un cobertizo, cavaban la fosa, ya casi terminada. En la hierba, el soldado Pacotte estaba blanco y rígido.
– Hay que espabilarse, muchachos -dijo el capitán Saint-Didier.
– Lo primero es lo primero, mi capitán -se limitó a decir Fayolle, clavando la pala en el montón de tierra que rodeaba la fosa. -¡Nos vamos de este maldito pueblo!
– Enterramos a nuestro hermano, mi capitán -replicó Fayolle-, para que no lo devoren los zorros.
– Tenemos principios -añadió uno de los coraceros, un herrero forzudo que se llama Verzieux.
– ¿Y no enterráis al tipo que destripasteis anoche en la casa?
– ¡Ah, ése! -dijo Fayolle-. Es austriaco.
– Si los zorros se lo comen, que les aproveche -dijo el tercer soldado, un hombre bajo y moreno que se reía burlonamente y a quien el capitán reconvino:
– ¡Basta, Brunel!
– ¿Es que no sois religioso, mi capitán? -preguntó un Fayolle socarrón, el cual acariciaba los tirantes negros que había encontrado en el bolsillo de Pacotte y que llevaba alrededor del cuello como una corbata, a modo de recuerdo o trofeo.
– ¡Dentro de un cuarto de hora quiero veros a los tres en vuestro pelotón! -les ordenó el capitán Saint-Didier antes de girar sobre sus talones, disgustado por tener que dirigir a unos brutos.
Cuando estuvo a cien pasos, Brunel preguntó a los otros dos:
– Saint-Didier… es un apellido de aristócrata, si no me equivoco.
– Quizá nos evitará lo peor -dijo Fayolle-. Le he visto actuar delante de Ratisbona, y conoce su oficio.
– ¡Ya, ya! -dijo Verzieux, poniéndose a cavar-. Estoy harto de esos oficialillos caguetas que recogen a la salida de los colegios y que nos forman en quince días porque saben latín.
Allá abajo, cerca de la ribera del Danubio, las gaviotas emitían unos chillidos que parecían risas. Fayolle se echó el manto pardo sobre el hombro e hizo una mueca.
– Si hasta los pájaros se burlan de nosotros, esto empieza mal…
Todos los regimientos de caballería acantonados en Viena salieron a primera hora de la mañana, y el suelo temblaba bajo los cascos de los caballos. Friedrich Staps se puso al lado de un muro para que pasaran los dragones al galope, que le habrían pisoteado sin consideración, y se adentró en las viejas calles alrededor de la catedral de San Esteban. Empujó la puerta vidriera de una ferretería que acababa de abrir y tenía ya un cliente, un señor corpulento vestido de oscuro, con los cabellos grises, ralos y largos, tanto que le rozaban el cuello de la chaqueta. El cliente hablaba francés y el comerciante, con los ojos muy abiertos, trataba de explicarle en vienés, ese alemán cantado, que no le entendía. El francés se sacó del bolsillo un trozo de tiza y dibujó algo en el mostrador. Lo había hecho mal, sin duda, porque el comerciante seguía perplejo. Staps se acercó y le ofreció su ayuda.