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Con cierto cansancio, Lejeune se quitó los adornos del uniforme que podían ser un estorbo, y los dejó caer sobre la hierba: el sable, el casco, el portapliegos. Divisó a un oficial de ingenieros que se afanaba en desviar una de aquellas terribles barcas triangulares, con diez hombres que sostenían un grueso madero para detenerla, y aguardaban el choque. La veloz embarcación chocó con aquella especie de ariete improvisado, los hombres soltaron su presa, cuatro de ellos cayeron tumultuosamente al agua, pero lograron aferrarse a los postes y pontones todavía sujetos, golpeándose, gritando, tragando el agua fangosa, pero el proyectil derivó y volcó en la isla.

– ¡Capitán!

El oficial de ingenieros, empapado, con el mostacho goteante, tomó la mano que Lejeune le tendía y se alzó sobre el puente. No pidió nada y se puso a las órdenes del enviado del estado mayor con pantalones rojos. Eso le aliviaba.

– ¿Cuántas de nuestras barcas de sostén se han llevado, capitán?

– Una decena, mi coronel, y no hay manera de encontrar otras.

– Lo sé. Vamos a construir balsas.

– ¿Balsas? ¡Para eso se necesitan horas!

– ¿Tenéis otra solución?

– No.

– Reunid a vuestros hombres.

– ¿Todos?

– Todos. Van a cortar esos árboles, prepararlos, unirlos, clavarles tablas, asegurarlos con cuerdas, lo que os plazca, pero debemos disponer de las balsas lo antes posible, tantas como barcas desaparecidas.

– De acuerdo.

– Mirad, no todas las tablas del suelo se han perdido. Desde aquí veo que han quedado en la orilla de la isla. Que vayan a buscarlas.

– No hay tantas…

– ¡Son suficientes! ¡Restablezcamos el enlace con la orilla derecha a toda costa, y rápido!

– Rápido, lo que se dice rápido, mi coronel…

– Capitán -replicó Lejeune, manteniendo la calma-, los austríacos van a atacar de un momento a otro. Espero que alrededor de Ebersdorf, ahí delante, lo sepan y actúen.

Los soldados de Molitor se apretaban en un largo camino encajonado que enlazaba la zona trasera de Aspern con uno de los numerosos brazos muertos del Danubio. Habían cargado los fusiles y aguardaban en cierto modo como si estuvieran en una trinchera, al abrigo de aquel parapeto natural coronado de maleza. Creían que estaban en reserva, ya que los austríacos marchaban por la planicie, ante los pueblos, y tropezarían primero con la caballería o los cañones de Masséna. Inquietos, pero seguros de que no iban a sufrir el primer choque, algunos escuchaban para distraerse los relatos del brigada Roussillon, aunque se los sabían de memoria. Se había batido en todas partes, y haber sobrevivido le llenaba de orgullo, de modo que por enésima vez hablaba de sus heridas o de horrores que ponían los pelos de punta, por ejemplo, que en El Cairo un solo verdugo había decapitado a dos mil rebeldes turcos en cinco horas sin torcerse la muñeca. Vincent Paradis estaba separado de ese grupo. Temía estar viviendo su última jornada, y para no pensar en nada más que en lo inmediato, importunaba con una caña a una voluminosa tortuga, la cual se debatía con el caparazón en el fango y las patas al aire.

– Tu bicho nunca logrará volver a su posición normal -comentó otro tirador-. Tiene las patas demasiado cortas, como nosotros. ¡Si tuviera unas piernas más largas y que no me flaquearan, te juro que me largaría, y a toda prisa!

– ¿Y adónde irías, Rondelet?

– A meterme en un agujero, naturalmente, y esperar que pase todo esto. Envidio a los topos.

– Calla…

Paradis aguzó el oído. -¿Oyes, Rondelet? -Oigo los cuentos del brigada, pero no le escucho. -Los pájaros…

– ¿Qué? ¿Los pájaros?

– Han dejado de cantar.

Al tirador Rondelet lo mismo le daba. Mordió una galleta tan dura que estuvo a punto de romperse los dientes, y canturreó con la boca llena:

Viva, viva, Napoleón,

que nos da pato y pollo asado,

pan y vino a discreción.

Viva, viva Napoleón…

Paradis se levantó hasta el borde del camino encajonado que disimulaba a su compañía. Vio una bandera de fondo amarillo que rebasaba un otero, y luego cascos de hierro negro, destellos luminosos en las hojas puntiagudas de las bayonetas y pronto una columna de uniformes blancos, luego otra y otra más, sin tambores, sin ruido. Paradis se dejó caer sentado al fondo del camino y logró articular:

– ¡Ahí están!

– Ahí están, por nuestro lado -repitió el tirador Rondelet a su vecino, el cual se lo dijo al siguiente, y la noticia corrió hasta Aspern, cuchicheada por los jóvenes soldados.

Se dispusieron en una decena de líneas, dispuestos a trepar a las praderas y las colinas de donde procedía el peligro. Sin alzar el tono, con voz firme, los oficiales ordenaron a las tres primeras lí neas que ocuparan su posición de tiro para cerrar el paso a los austríacos. Cerca de quinientos tiradores escalaron en silencio las paredes de tierra y grava. Con una rodilla en la hierba, detrás de los matorrales que bordeaban su reducto, apoyaron el arma en el hombro, apuntando hacia las colinas. A sus espaldas, sus camaradas se preparaban para sustituir a los que hubieran disparado, a fin de darles tiempo para recargar y asegurar la continuidad del fuego.

– ¡Sin impaciencia! -gruñó el brigada Roussillon-. Dejad que se acerquen…

Los tiradores bajaron sus fusiles.

– Cuando hayan llegado a ese arbolito esmirriado (¿lo veis? A ciento cincuenta metros…), ¡entonces será el momento!

Más lejos, a su derecha, a la mitad de la distancia hasta el pueblo, se veían los cascos empenachados de otra compañía, detrás de las tapias bajas y bajo el granero de una granja, un edificio de mampostería muy grande. Molitor había dispuesto sus tropas aprovechando todos los accidentes del terreno, incluso las elevaciones de barro seco que los campesinos habían colocado para protegerse de las inundaciones. De improviso, Paradis se sintió muy sereno. Se sumió en la observación de aquellas columnas blancas, ordenadas, lentas, casi inmateriales que, no obstante, avanzaban en línea recta hacia él y que desaparecieron al rodear un otero, como si se los hubiera tragado la tierra. El suelo atormentado, cerca del Danubio, obstaculizaba las perspectivas, y aquellos austríacos bribones lo sabían.

Era la una de la tarde calurosa cuando resonaron unos disparos de fusil aislados por el lado de la granja. Los soldados permanecían tensos, con las armas hacia el suelo, la mirada fija en un horizonte móvil y aquella última colina de donde podían surgir en cualquier momento los tiradores del archiduque. ¿Dónde se habían quedado, por todos los santos? Aparecieron bruscamente en la alta hierba, en líneas oblicuas y ordenadas a la perfección, con sus largas polainas grises, los uniformes limpios y todos iguales, apuntando las bayonetas con un mismo movimiento, como en un desfile, y Paradis se miró los pantalones desgarrados ya por las zarzas. Rondelet llevaba una chaqueta de civil bajo el tahalí blanqueado con creta. El oficial que los mandaba no tenía sombrero y sus mejillas estaban ensombrecidas por una barba de dos días. Delante, los austriacos avanzaban sin cesar, en filas interminables. ¿Cuántos podrían ser?