– Nos superan diez veces en número -masculló Rondelet. -Exageras -le respondió Paradis, para que no le flaqueara el valor.
El enemigo iba a franquear el límite del árbol esmirriado, y todos encararon los fusiles, el dedo febril en el gatillo.
– ¡Fuego! -ordenó el oficial que había desenvainado el sable, cuya vaina vacía sostenía en la mano izquierda.
Paradis disparó y el retroceso fue tan violento que creyó que se había arrancado el hombro. Se puso en cuclillas para dejar que le sustituyeran sus compañeros de la segunda línea. Había disparado delante de él, a la altura del pecho, a ojo de buen cubero, e ignoraba si había alcanzado a algún enemigo.
– ¡Fuego!
Oyó la andanada siguiente, sin ver nada más, al abrigo del camino encajonado donde recargaba. Tomó un cartucho, lo desgarró con los dientes, vertió la pólvora en el cañón caliente, atacó con la baqueta y deslizó la bala. La operación duraba tres minutos cada vez, y él se tomaba ese tiempo como un respiro. Por encima del camino no dejaban de disparar. ¿Y los austríacos? Paradis aún no había visto heridos. Cuando le tocó el turno de subir, una vez disipada la humareda, los austriacos habían vuelto a desaparecer al otro lado de las colinas.
En vez de desaparecer como Vincent Paradis estaba seguro de que lo hacían, los austríacos se agrupaban según un plan estudiado. Lo que el soldado de infantería ignoraba cuando disparaba al azar en el campo, el mariscal Masséna lo había descubierto. Desde lo alto del campanario de Aspern gozaba de una visión panorámica de todo el campo de batalla. Se volvió, rozando la campana de bronce, fue de una ventana a otra, unas aberturas estrechas pero altas, terminadas en ojiva, y entonces adivinó los movimientos de las tropas contrarias, tres enormes masas de hombres disciplinados que envolvían el pueblo desde las ciénagas en el meandro del Danubio hasta la mitad de la planicie de Marchfeld, y tal vez incluso más allá de Essling, en el otro extremo del frente. Aquí y allá los regimientos se abrían para que avanzaran decenas de cañones tirados por caballos y arcones con sus artilleros sentados a horcajadas. Masséna, pálido y silencioso, golpeaba los muros con la fusta anudada en la mano derecha. Se maldecía por no haber almenado los edificios ni ordenado que cavaran grandes trincheras para retrasar el avance inevitable de los ejércitos del archiduque. Comprendía que éste quería rodear los pueblos, destruir los puentes, encerrar a los treinta mil soldados que ya habían pasado a la orilla izquierda, privarlos de refuerzos y aniquilarlos con unos efectivos tres veces superiores. Se daba cuenta de que a partir de ahora la situación dependía de sus propias decisiones. En la escalera del campanario, seguido por su edecán Sainte-Croix, gritaba:
– ¡Van a asediarnos y hacernos trizas!
– Sin duda -dijo Sainte-Croix.
– ¡Con toda seguridad! Tenéis dos ojos, ¿no? ¿Qué haríais vos en este caso?
– Daría prioridad a la protección de los puentes, señor duque. -¡Eso no basta! ¿Qué más?
– Pues…
– ¿Habéis visto osos en Baviera?
– ¿Osos? De lejos.
– Cuando un oso está herido, ¿se lame y se echa a dormir?
– No lo sé, señor duque.
– ¡Ataca! ¡Vamos a hacer lo mismo! ¡Nuestros pordioseros van a abrir una brecha en esos bonitos batallones bien uniformados! ¡Vamos a sorprenderlos! ¡Vamos a desorganizarlos! ¡Vamos a cortarlos en pedazos, señor Sainte-Croix!
Masséna cogió de la sacristía una espléndida estola bordada con hilo de oro y se la echó a los hombros, diciendo:
– Esto vale una fortuna, Sainte-Croix, sería estúpido que pisotearan este chal de cura. Vos, que tenéis ese apellido sospechoso, ¿creéis en las iglesias?
– Creo en vos, señor duque.
– Buena respuesta -dijo Masséna, echándose a reír.
Iba a tomar la iniciativa del ataque y estaba radiante. Bajo los olmos de la plaza, dijo a los oficiales reunidos que esperaban sus órdenes:
– Hemos de mantener dos kilómetros de frente antes de que lleguen nuestros ejércitos de la orilla derecha. Ahí delante nos triplican en número, y tienen por lo menos doscientos cañones que están situando. ¡Tenemos que lanzar el primer asalto!
– El puente grande aún no está reparado…
– ¡Precisamente! Ya no tenemos tiempo.
Masséna montó de un salto el caballo que le presentaba, sujeto por la brida, uno de sus caballerizos, se puso los guantes blancos, dio un golpe de fusta y fue a reunirse con los artilleros que había desplegado en el perímetro de Aspern, ocultos bajo los árboles o en las esquinas de los caserones. Todo estaba preparado. Los servidores permanecían en pie detrás de una veintena de cañones ya cargados. A una señal de Masséna, encendieron las mechas de los botafuegos. Bien visibles en la planicie, las tropas del 6.° cuerpo del ejército austríaco, al mando del barón Hiller, hábil pero entrado en años, permanecían en descanso, apretadas, compactas.
– ¡Apuntad justo por encima de los trigales! -ordenó el mariscal.
Entonces tomó el botafuego de un artillero y, sin descabalgar, con una mirada feroz, dio sus instrucciones.
– Cuando encienda la carga del primer cañón, esperad el tiempo que se tarda en aspirar y exhalar el aire y disparad el cañón número cuatro, luego el siete, el diez, el trece, a continua ción el dos, el cinco, el nueve, y así sucesivamente. ¡Quiero una línea de fuego! ¡Esos perros están a nuestro alcance!
Tras decir estas palabras, bajó el botafuego que sostenía en la mano y encendió la carga que disparó el proyectil con estrépito, seguido por el cuarto y los demás cañones a intervalos iguales, mientras que los artilleros recargaban a toda prisa bajo una nube de humo.
Esta batalla aún no tenía nombre. Cada uno la imaginaba, la temía o pensaba en ella desde hacía una semana, pero acababa de dar comienzo realmente.
A las tres de la tarde, los habitantes de Viena oyeron retumbar los cañones. Los más curiosos se precipitaron en masa hacia todos los observatorios posibles para asistir al espectáculo. Subieron a los tejados, los campanarios, las antiguas almenas de las murallas, disputándose las mejores plazas, como en el teatro. Henri Beyle, acompañado por su médico alemán, Carino, quien había cedido, autorizándole a tomar el aire, se había instalado en la punta de un bastión desde donde se veían los meandros del Danubio y la amplia y verde planicie. Le habían llevado allí las hermanas Krauss y, por suerte, el irritante señor Staps no les había seguido. Muy lejos, en la llanura de Marchfeld, los batallones en marcha parecían miniaturas inofensivas, y el humo de los cañones bolas de algodón. Henri tenía la impresión de hallarse en un palco de proscenio, y se sentía turbado. Las llamas que surgían ahora de las casas incendiadas de Aspern no le regocijaban. Anna se arropó con el chal de Egipto como si hiciera frío, y temblaba ligeramente, con los labios apretados. Desde luego, preveía lo peor para Louis-François, en aquella contienda lejana, pero Henri, carente de celos, sólo admiraba en ella la imagen del dolor impotente.
Un óptico de la ciudad vieja alquilaba anteojos de largo alcance por un tiempo determinado, que él controlaba sin cesar consultando su reloj. Por medio del doctor Carino, Henri pidió uno, pero habían desvalijado al buen hombre y respondió que aquel señor gordo que estaba allí, a la izquierda, pronto habría terminado su tiempo de alquiler, que costaba diez florines, una miseria por una representación de calidad que no volvería a verse tan pronto. Cuando Henri pudo disponer por fin del anteojo, lo dirigió hacia Aspern, donde un granero estaba envuelto en llamas. Ascendía una columna de humo negro, la casa vecina se abrasaba y el techo iba a venirse abajo, pero ¿sobre quién caería? Entonces dirigió el instrumento hacia el puente donde se afanaban los hombres diminutos como hormigas. Circulaba un rumor en el que Henri no creía: el emperador había destrozado el gran puente flotante para impedir la retirada y obligar a sus soldados a vencer. Anna tendió la mano con una sonrisa triste. Henri le dio el anteojo y ella miró a su través, inquieta, pero a tanta distancia que incluso con el instrumento no se distinguía más que movimientos, nada preciso, y ni rostros ni siquiera siluetas conocidas. El óptico protestaba. No tenían derecho a utilizar sus aparatos entre varios, y reclamaba otros diez florines. Cuando el doctor Carino hubo traducido sus recriminaciones a Henri, éste acercó la cara a la del comerciante y bramó un «¡No!» que le hizo retroceder. En aquel momento se oyó una voz femenina: