Los hombres que se han salvado por milagro se levantan, aturdidos, y caminan torpemente.
– Y recoged las cartucheras -gruñe el brigada Rousillon-. No hay que desperdiciar los cartuchos.
En el otro extremo del campo, los húsares uniformados de verde volvían a formar para un nuevo asalto. Los dos tiradores cumplen la orden sin retrasarse ni mirar demasiado los auténticos cadáveres.
A la cuarta carga mortífera, el general Molitor decidió retirarse hacia el pueblo, donde pensaba encontrar apoyo. Contenía a su caballo asustado, espada en mano, para organizar un repliegue necesario más allá del camino encajonado donde, por otra parte, fracasó un quinto asalto. Creyendo que saltaban un montículo, los húsares cayeron al vacío como si fuese un barranco. Unos se rompieron el cuello, otros acabaron atravesados por las bayonetas o con la tapa de los sesos volada a quemarropa. Los tiradores también cedieron terreno, pero acarreaban avíos arrebatados a los muertos, éste un fusil bajo el brazo y otro colgado del hombro, aquél había cogido un tahalí de cuero negro del que había pendido la hoja desnuda de un sable. Paradis, con el pecho cruzado por varias cartucheras, se había puesto el casco con copete rojo de un austríaco. Retrocedían hacia las primeras casas de Aspern, evitando los grandes caballos pardos, tendidos en el suelo, que relinchaban. Su agonía era lenta, pero no podían darles el tiro de gracia, pues los cartuchos eran preciosos y había que reservarlos para los hombres, apuntados de preferencia a la cabeza y el vientre.
Por un capricho de la percepción, el incendio era menos espectacular visto de cerca. La mayor parte de las casas de la larga calle por la que avanzaban la multitud de soldados estaban casi intactas, porque los cañones del barón Hiller habían terminado por callarse y porque las llamas violentas de hacía un rato se extinguían por falta de combustible. Los hombres intentaban apagar las hogueras que ardían por doquier arrojándoles tierra. Las armazones de vigas, ruinosas y ennegrecidas, humeaban y crujían y a veces caían en bloque, levantando cenizas. Asfixiados por el humo, los tiradores se rasgaban trozos de la camisa para ponerselos delante de la nariz y la boca. El calor de las brasas se estaba haciendo insoportable.
En la amplia explanada delante de la iglesia de Aspern, a la niebla densa y negra producida por los incendios se añadía la de la pólvora, pues los artilleros seguían disparando sin ver nada bajo una espesa humareda. Tenían la cara sucia, los labios secos, recogían las balas de cañón disparadas por el enemigo para devolvérselas. Un obús había destrozado la parte superior de la torre de la iglesia, y la campana de bronce había roto al caer la escalera de acceso. Sobre la plataforma de una carreta se amontonaban los heridos a los que habían resguardado por un momento bajo un cobertizo intacto. Iban a regresar a la cabeza del puente de la isla Lobau, donde el doctor Percy comenzaba a montar su primera ambulancia. Con una pierna o un brazo envueltos en jirones de uniforme, aquellos lisiados se quejaban, renqueaban, se arrastraban, y los que habían salido mejor parados llevaban en capotes a los que estaban en peores condiciones.
Masséna estaba en pie en la plaza ante la iglesia. Con la estola sacerdotal alrededor del cuello, sostenía un fusil cargado y gritaba órdenes en voz áspera.
– ¡Dos cañones en enfilada en la segunda calle!
Mientras los artilleros enganchaban los cañones a los caballos de tiro, Molitor se acercó al mariscal, tirando de la brida de su montura.
– ¿Muchos muertos, general?
– Cien, doscientos, quizá más, señor duque.
– ¿Heridos?
– Creo que otros tantos por lo menos.
– A mi alrededor el resto de vuestra división ha debido de sufrir pérdidas en las mismas proporciones -dijo Masséna-. Hay otra cosa…
El general fue con Molitor al inicio de la segunda calle larga para enseñarle, envueltas por un velo de bruma, las banderas amarillas con águilas negras estampadas a trescientos metros.
– Vos llegáis por un extremo del pueblo, Molitor, y los austríacos llegan por el otro extremo. Puedo contenerlos a cañonazos pero pronto nos faltará pólvora. ¡Reunid a vuestros hombres más descansados y atacad!
– Incluso los más descansados no lo están demasiado, señor duque.
– ¡Molitor! ¡Habéis batido ya a los tiroleses, los rusos y hasta al archiduque en Caldiero! No os pido más que volváis a empezar.
– Mis tiradores son muy jóvenes, tienen miedo, carecen de nuestros hábitos y nuestro desprecio.
– ¡Porque aún no han visto suficientes muertos! ¡O porque piensan demasiado!
– La verdad es que éste no es el lugar más adecuado para sermonearlos.
– Es cierto, general. ¡Dadles vino! ¡Emborrachadme a esos mequetrefes y enseñadles la bandera!
El coronel Lejeune entró impetuosamente en la plaza e hizo encabritarse a su caballo delante de Masséna.
– Su Majestad os ordena resistir hasta la noche, señor duque.
– Necesito pólvora.
– Imposible. El puente grande no será practicable antes de esta noche.
– ¡Pues bien, nos batiremos con palos!
Y Masséna le dio la espalda con impertinencia para reanudar la conversación interrumpida con Molitor.
– La nave de la iglesia está llena de vino, general. Pedí que lo descargaran de los carros de intendencia que ahora evacuan a los heridos.
Lejeune ya galopaba por el campo en el que se sucedían los setos y las empalizadas para mantener la comunicación entre Essling y el emperador, cuando se organizó la borrachera obligatoria. Hasta entonces los obuses no habían alcanzado la techumbre de la iglesia. Un centenar de grandes toneles se amontonaban en el interior, y Molitor hizo que rodaran bajo los olmos. El calor del mes de mayo aumentaba el de las ruinas ardientes y la humareda secaba los gaznates, por lo que hubo una avalancha. Cerca de dos mil tiradores exhaustos se empujaron para recibir escudillas de metal llenas hasta el borde, que bebían como si abrevaran, a toda prisa, antes de tenderlas para que se las llenaran de nuevo. El vino no metamorfoseó en guerreros convencidos a unos muchachos que tenían más deseos de evitar la muerte que de matar, pero acabó por hacerlos más inconscientes de su situación y les permitió afrontarla. Borrachos, o por lo menos achispados, se daban ánimos burlándose de los austríacos a los que Masséna seguía cañoneando para mantenerlos a distancia. Cada detonación provocaba comentarios picarescos o vengativos, y cuando los tiradores estuvieron entonados, Molitor los alineó en simulacros de columnas, enarboló la bandera tricolor en la que estaba bordado en amarillo el nombre del regimiento y ellos le siguieron, marchando con valentía por la larga calle, en cuyo extremo acababa de entrar en acción la infantería del barón Hiller. Tras haber sufrido una primera descarga y visto caer a algunos de sus camaradas, lo que achacó a la mala suerte, el soldado Paradis, ajumado como los demás, disparó adelante y luego, obedeciendo a una orden, con la bayoneta tendida a la altura del vientre, echó a correr para traspasar a aquella multitud de hombres con uniformes blancos a los que veía un poco borrosos.
El emperador, que montaba al lado de Lannes, permanecía ante Essling, en el borde de la planicie, rodeado por los granaderos de uniforme azul con gorros de piel de oso del 24 regimiento de infantería ligera.
– ¿Y bien? -preguntó a Lejeune.
– El duque de Rivoli ha jurado resistir. -Pues resistirá.
Entonces el emperador inclinó la cabeza y puso mala cara. Poco le importaban los cañones austríacos que disparaban contra Essling con la misma violencia que contra Aspern, pero un proyectil alcanzó un muslo de su caballo, el cual sacudió las crines, relinchando, antes de caer al suelo con su jinete. Lannes y Lejeune saltaron de sus monturas. Unos oficiales ayudaron al emperador a levantarse y el mameluco Roustan recogió su sombrero.
– No es nada -dijo el emperador al tiempo que se sacudía la levita, pero todos recordaban el reciente accidente de Ratisbona, cuando la bala de un tirolés le hirió en un talón. Habían tenido que vendarle, sentado en un tambor, antes de que volviera a montar.