Un general con sombrero de plumas clavó su espada en el suelo cubierto de hierba y exclamó:
– ¡Rendición si el emperador no se retira!
– ¡Si no os marcháis de aquí -vociferó otro- haré que mis hombres se os lleven!
– A cavallo!-ordenó Napoleón, poniéndose de nuevo el sombrero.
Mientras sus mamelucos despachaban a puñaladas al caballo herido, Caulaincourt le trajo otro, y Lannes le ayudó a encaramarse. Berthier, que no se había movido, pidió a Lejeune que acompañara a Su Majestad a la isla y que le buscara un observatorio desde donde pudiera vigilar las operaciones sin correr peligro. Protegido en medio de una escolta, silencioso, el emperador se alejó al trote corto atravesando Essling y luego un bosque grande y frondoso que se extendía entre ese pueblo y el Danubio. La tropa bordeó el río hasta el puente pequeño, franqueado al paso, y durante esta breve travesía el caballerizo mayor dirigió el caballo del emperador. Una vez en la isla Lobau, éste montó en cólera e insultó a Caulaincourt en jerga milanesa, percatándose de que sus oficiales le habían dado órdenes, incluso amenazado, y de que él había obedecido. ¿Se habrían atrevido a hacerle retroceder por la fuerza? Planteó la pregunta a Lejeune, el cual respondió que sí, y entonces el furor de Napoleón remitió y se puso a refunfuñar.
– ¡Desde aquí no se ve nada!
– Eso puede arreglarse, Síre-dijo Lejeune.
– ¿Qué proponéis vos? -inquirió el emperador en un tono socarrón…
– Ese gran abeto…
– ¿Me tomáis por un chimpancé de la casa de fieras de Schónbrunn?
– Podemos fijar una escala de cuerda, y desde ahí arriba no se os escapará nada.
– ¡Entonces presto!
Al pie del árbol se improvisó una especie de campamento, y el emperador se dejó caer en un sillón. No miraba a los jovencísimos soldados que trepaban por las ramas para fijar la escala de cuerda, apenas oía el cañoneo incesante, ni siquiera percibía el olor a quemado procedente de la planicie. Permanecía impasible, los ojos clavados en las puntas de las botas, y pensaba: «¡Todos me detestan! ¡Berthier, Lannes, Masséna, los demás, todos los demás, me detestan! No tengo derecho a equivocarme. No tengo derecho a perder. Si pierdo, esos canallas van a traicionarme. ¡Incluso serían capaces de matarme! ¡Me deben su fortuna y se diría que tienen algo contra mí! Simulan su fidelidad, sólo se mueven para amasar oro, títulos, castillos, mujeres. Me detestan y no quiero a nadie, ni siquiera a mis hermanos. Bueno, tal vez a José, por costumbre, porque es el mayor. Y también a Duroc. ¿Por qué? Porque no sabe llorar, porque es severo. ¿Dónde está? ¿Por qué no está aquí? ¿Y si también él me detesta? ¿Y yo? ¿Acaso me detesto? Ni siquiera eso. No tengo ninguna opinión sobre mí mismo. Sé que me empuja una fuerza y nada puede impedírselo. Debo avanzar a pesar de mí mismo y contra ellos».
El emperador aspiró por la nariz un poco de tabaco y estornudó sobre Lejeune, quien le anunciaba:
– La escala está instalada, Sire. Con vuestro telescopio de campaña cubriréis todo el campo de batalla.
El emperador alzó los ojos hacia el abeto y la escala flexible que pendía del árbol y se balanceaba. ¿Cómo iba a subir allá arriba, él, que tenía tanta dificultad para mantenerse sobre la silla de montar? Suspiró.
– Subid, Lejeune, y dadme cuenta con detalle.
Lejeune ya estaba por encima de las ramas bajas cuando el emperador añadió:
– ¡No consideréis a los hombres sino a las masas, como para pintar vuestros dichosos cuadros!
Una vez en lo alto del árbol, el coronel se enrolló una mano con la cuerda, aplicó un pie en la base de una rama sólida y extendió el telescopio para barrer el paisaje. Sólo veía una masa. Como había aprendido con Berthier a reconocer los regimientos del archiduque por sus enseñas, podía nombrarlos, saber quiénes eran los jefes, calcular el número de soldados. Gracias al catalejo del emperador, incluso podía distinguir los banderines amarillos de los ulanos, las felpillas negras enroscadas en los cascos de los dragones. En aquel embrollo de tropas, veía a la derecha la infantería de Hohenzollern y la caballería de Bellegarde que se concentraban hacia Essling sin entrar en la población. En la otra ala, en Aspern, que seguía ardiendo, veía la temible ofensiva del barón Hiller. En medio de esos dos lugares que aún resistían, veía también, algo apartado ante los campos, el estandarte verde con franjas plateadas oblicuas del mariscal Bessiéres, los coraceros de Espagne inmóviles, distribuidos en diecisiete escuadrones dispuestos al ataque, y los cazadores de Lasalle. Ante ellos, en la humareda, había líneas de cañones que escupían fuego, pero menos batallones y tropas de caballería. Ahora las tropas austríacas se desplazaban hacia los dos pueblos para llevar allí lo esencial de su esfuerzo. El centro estaba a cada momento más desguarnecido. Lejeune volvió a bajar del árbol para dar esta información al emperador. Llegó abajo al mismo tiempo que dos jinetes: uno venía de Essling y el otro de Aspern.
El primero, Périgord, sonreía. El segundo, Sainte-Croix, con el cabello chamuscado por las llamas, tenía el semblante serio y ojeroso. El emperador los observó muy de prisa.
– Comencemos por las buenas noticias. ¿Périgord?
– El mariscal Lannes mantiene Esslin, Sire. Con la división Boudet, no ha perdido un solo palmo de terreno.
– ¡Valiente Boudet! ¡Desde el sitio de Toulon, ese hombre es un valiente!
– ¿Sabéis, Sire? El archiduque en persona dirigía el asalto…
– ¿Dirigía?
– Ha sufrido una de sus fiebres convulsivas.
– ¿Quién le sustituye?
– Rosenberg, Sire.
– La fortuna é cambiata! ¡Allí donde Carlos no ha tenido éxito, ese desdichado Rosenberg va a fracasar!
– Eso es lo que piensa el mayor general, Sire.
– Rosenberg es valeroso, pero en exceso, y además le falta resolución, es prudente por naturaleza… ¿Sainte-Croix?
– El señor duque de Rivoli tiene necesidad urgente de municiones, Sire.
– Ya ha conocido esta clase de situación.
– ¿Qué debo responderle, Sire?
– Que anochece a las siete y que se las arregle hasta entonces para conservar Aspern o sus ruinas. Luego el puente volverá a estar en condiciones y los batallones que esperan en la orilla izquierda cruzarán el Danubio. Entonces seremos sesenta mil…
– Menos los muertos -murmuró Sainte-Croix.
– ¿Cómo decís?
– Nada, Sire, me aclaraba la voz.
– Mañana por la mañana el ejército de Davout llegará de Saint-Polten. Dispondremos de noventa mil hombres y los austríacos estarán agotados…
Apenas habían montado de nuevo los dos mensajeros cuando el emperador se volvió sin decir palabra hacia Lejeune, el cual respondió en seguida al mudo interrogante.
– Síre, los austríacos avanzan en tropel hacia los pueblos. -Entonces aligeran su dispositivo en el centro.
– Sí.
– ¡Tienen el vientre fofo! Seguramente Berthier se ha dado cuenta, id a verle al tejar de Essling y decidle que es el momento de lanzar nuestra caballería contra la artillería del archiduque. Que el jefe de estado mayor discuta los detalles con Bessiéres. ¡Caulaincourt! Sustituid a Lejeune en lo alto del abeto.
El coronel partió a su vez para transmitir la orden, y el emperador se puso ceñudo en su sillón y masculló:
– ¡No tengo inconveniente en que me acusen de temeridad, pero no de lentitud!
Fayolle, que estaba bajo el sol desde la mañana, empezaba a hervir bajo la coraza y el casco de hierro. Su caballo golpeaba el suelo para desentumecerse, o restregaba el cuello contra el de su vecino. En la decimosexta fila del escuadrón, al soldado no le llegaban de la batalla más que ruidos sordos, y percibía a cada lado las llamas de las casas bombardeadas. De repente, más adelante, notó un movimiento entre las espaldas de sus compañeros. El estandarte de los cazadores de Bessiéres flotó por encima de las tropas, y entonces Fayolle reconoció el cabello largo y empolvado del mariscal que alzaba el sable. Sonaron las trompetas, la voz de los oficiales transmitió la orden de marchar y, en un frente de un kilómetro, los millares de jinetes se pusieron en movimiento hacia los cañones disimulados por una bruma que olía a pólvora.