Fayolle avanzaba. Su pesada armadura, sacudida por el trote, le molía las articulaciones de los hombros. Había enrollado su manto español para ponerlo en diagonal sobre el pecho. La hoja de la espada, que sostenía dirigida hacia el suelo, pendía contra la pierna enfundada en paño gris. Se concentraba, imaginaba el asalto inminente, volvía a ver a su amigo Pacotte con la garganta abierta y se sentía dispuesto: cosería a estocadas a los asquerosos austriacos. Cuando por fin las trompetas ordenaron la carga, clavó las dos espuelas en los flancos del caballo negro y se lanzó con sus compañeros a un galope salvaje, la espada tendida, azotado por el viento de la carrera y el polvo, la boca torcida, lanzando un grito interminable para olvidar el peligro, para insultar a la muerte, para asustarla, para infundirse valor y cegarse, para sentirse un mero elemento de una tropa invencible. Una carga anterior de los cazadores había fracasado ante las baterías cuyos proyectiles quemantes habían segado muchas vidas, y era preciso salvar los obstáculos de los cadáveres despedazados y evitar que los cascos de los caballos tropezaran o resbalaran en aquella papilla sanguinolenta de tripas y huesos. A lo lejos, y gracias a sus penachos de color verde crudo, se distinguía a los dragones de Bade dirigidos por el gordo Marulaz, y los pesados gorros de piel de los suboficiales de Bessiéres que concentraban a sus jinetes hacia atrás, mientras que los coraceros arremetían antes de que los artilleros hubieran tenido tiempo de recargar. Los primeros aguantaron el choque y los siguientes, entre ellos Fayolle, Verzieux y Brunel, volaron por encima de los toneles y las ruedas de los arcones. Fayolle atravesó un corazón con la espada, pisoteó a un tipo que llevaba una bala de cañón, clavó a otro en el maderamen de su pieza de artillería y siguió dando tajos a ciegas. Hacía girar a su caballo cuando se encontró con unos soldados de infantería que vestían de blanco, estaban formados en cuadro y disparaban. Sonó el impacto de una bala contra su casco, e iba a lanzarse contra aquel gigantesco erizo de bayonetas cuando una trompeta señaló el repliegue, a fin de dejar sitio a otras oleadas de asalto dirigidas por el general Espagne en persona, desfigurado por la cólera, solo en cabeza, con una expresión demencial en los ojos, expuesto como si quisiera dar razón a los fantasmas que le amenazaban en sueños desde su percance en Bayreuth.
Demasiado adelantado detrás de la línea de los cañones, Fayolle vio llegar a su general como una furia y, volviendo grupas, quiso ponerse en fila, pero su caballo alzó las patas delanteras, al canzado por un proyectil entre los ojos. Fayolle cayó de espaldas desde el lomo de su montura y el barboquejo del casco le serró el mentón. Semiaturdido, tendió la mano hacia la espada, en el trigal pisoteado, y se alzaba sobre un codo cuando recibió un sablazo, amortiguado por el penacho del casco, que rechinó sobre el espaldar metálico. Tanto el oficial austríaco con guerrera de color rojo como el coracero a gatas fueron arrollados por la carga del general Espagne, y entonces Fayolle notó una mano fuerte que le aferraba el brazo y se encontró en la grupa detrás de su compinche Verzieux. Retrocedieron con el escuadrón de Espagne, que cedía el terreno a una nueva carga. Fuera del alcance de fusiles y cañones, Fayolle se deslizó hasta caer en la hierba y quiso dar las gracias a Verzieux, pero éste se había doblado y se crispaba sobre la perilla de la silla, incapaz de otro gesto. Fayolle le llamó. Verzieux había recibido un casco de metralla en la coraza, a la altura del vientre, en el lado izquierdo. La sangre brotaba a pequeños borbotones del orificio abierto por la metralla y le corría por la pierna. Fayolle le hizo desmontar con ayuda de Brunel. Le tendieron en el suelo y desataron las correas de cuero del peto pegado a la guerrera empapada de sangre caliente. Verzieux se quejaba, y gritó cuando Fayolle le metió en la herida un puñado de hierba para contener la hemorragia. Con las manos enrojecidas y pringosas, Fayolle, en pie, vio que se llevaban al herido hacia las ambulancias del puente pequeño. ¿Llegaría allí? Los coraceros le transportaban en unas parihuelas improvisadas con ramas y capotes. Entonces Fayolle se quitó el casco y lo tiró al suelo.
– Él por lo menos no va a volver -comentó Brunel.
Apoyado en la barriga tibia y blanda de un caballo muerto, Vincent Paradis disparaba contra los austríacos del barón Hiller. Un furioso ataque a la bayoneta dirigido por Molitor los había expulsado de Aspern, pero volvían en gran número. Algunos caían y otros los sustituían para cerrar las filas. Se habría dicho que sus muertos se relevaban, que aquello no servía para nada. Desaparecida la exaltación del vino, Paradis notaba la lengua rasposa, le dolía la nuca y sentía pesadez en los párpados. Lo que veía en el extremo de la larga calle ya no eran hombres, se decía, sino más bien conejos disfrazados, espectros enmascarados por la humareda, demonios, una pesadilla o un juego. Después de cada disparo tendía su fusil, unas manos lo cogían y recibía otro. En el hueco de una puerta, sin interrumpirse, los soldados cargaban y recargaban las armas.
– ¡No te duermas! -le instó Rondelet.
– Lo intento -replicó Paradis, con el dedo en el gatillo, el hombro derecho magullado por los retrocesos.
– Si te duermes van a liquidarte. Un difunto que ronca… eso no cuela.
Y, a modo de ejemplo, alzó el brazo inerte de uno de sus compañeros, el cual tenía embadurnada la cara con sus propios sesos,,porque una bala de metralla le había destrozado la frente. -Este no hace ningún ruido -siguió diciendo Rondelet.
– ¡Ya está bien!
Alcanzado por las andanadas austríacas, el cuerpo del caballo se estremecía. Delante, en la calle, unos tiradores se habían emboscado detrás de un arado volcado. Se levantaron de súbito para retroceder corriendo. El herido al que llevaban como un saco, sujetándole por el cuello de la guerrera, gemía con un mohín infantil y dejaba tras él un arroyuelo de sangre absorbido en seguida por la tierra. Al pasar ante el caballo muerto que servía como puesto de cazador a Paradis, Rondelet y unos cadáveres muy destrozados, los fugitivos gritaron:
– ¡Tienen cañones, hay que largarse o volaremos en trocitos con los pájaros!
En efecto, las bocas de fuego tomaban ahora en enfilada la alineación de las casitas, por lo que más valía salir pitando. Rondelet y Paradis convinieron en correr a la plaza de la iglesia, donde se concentraba el grueso del batallón.
– ¡Hay que pasar atrás, y rápido!
Reptaron hacia la puerta de una casa por el suelo guijarroso y se levantaron en cuanto estuvieron en el interior, donde encontraron a sus camaradas que seguían desgarrando cartuchos.
– La pólvora se está agotando -se quejó un tirador fornido con mostacho y la cabellera recogida en la nuca.
– ¡Nos largamos por los jardines! ¡Los cañones!
– ¿Y el sargento está de acuerdo? -preguntó el del mostacho.
– ¿Estás ciego? -le gritó Paradis, mostrándole con un gesto del brazo los cadáveres en la calle.
– ¡Ah, no! -dijo el otro con terquedad-. El sargento ha movido la pierna.
– ¡No ha movido nada!
– ¡No podemos dejarle aquí!
– ¡Vuelve en ti, idiota!
El soldado salió corriendo, doblado por la cintura, pero le alcanzó una andanada antes de que llegara al cuerpo que había visto moverse, giró sobre sí mismo, con sangre en la boca, y se desplomó contra las patas tiesas del caballo que servía de barricada.