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– ¡Maldita sea! -gruñó Rondelet.

– ¡Estamos perdiendo el tiempo! -vociferó Paradis-. ¡De prisa!

Los supervivientes de aquel puesto demasiado avanzado recogieron los fusiles, y se los pusieron bajo el brazo como si fuesen haces de leña. Rondelet recogió al pasar un asador dejado en la chimenea, y se encaminaron al jardincillo cerrado por setos bajos, que saltaron rasguñándose para rodear la calle peligrosa. Se guiaron por la ruina del campanario de Aspern, se perdieron, se alejaron, regresaron, tropezaron con un murete derrumbado, se internaron en la maleza, treparon por cascajales, se torcieron los tobillos, cojearon, cayeron, se golpearon, se desgarraron la ropa en las zarzas, pero el temor de morir sepultados o calcinados les causaba una loca energía. Oyeron los cañones que barrían la calle principal. Un obús cayó sobre la casa que acababan de abandonar y las vigas del techo fueron pasto de las llamas. Se cruzaron con otros fugitivos cuyos uniformes estaban chamuscados y cuando llegaron a los muros del cementerio su grupo se había ampliado. Todavía tuvieron fuerzas para escalarlos, saltar al otro lado, sobre las tumbas, y de cruz en cruz llegaron a la iglesia. Masséna y sus oficiales estaban en pie. Las ramas de los grandes olmos fulminados les caían encima.

Fayolle había recuperado el caballo de su amigo Verzieux, más nervioso que el suyo y cuyos flancos debía apretar, pero la jornada avanzaba y al cabo de una decena de cargas brutales el jinete y su montura estaban extenuados por igual. Los hombres volvían a la carga, se iban, repartían sablazos, las filas se desparramaban y los austríacos no retrocedían. A Fayolle le dolía la espalda, los brazos, sentía dolor por todas partes y el sudor le entraba en los ojos, que se enjugaba con la manga en la que la sangre de Verzleux se había secado formando una costra pardusca. Clavó las espuelas en el caballo hasta hacerle sangrar, y el animal resopló. Con el sable en una mano y un botafuego austríaco encendido en la otra, sujetaba la brida con los dientes y se disponía a retroceder con su pelotón para descansar un momento entre dos asaltos, cuando los cazadores de Lasalle pasaron rozándole y gritando:

– ¡Por aquí! ¡Por aquí!

¿Quién estaba al mando en el tumulto y la confusión de la batalla? En aquel momento Fayolle y su colega Brunel descubrieron al capitán Saint-Didier que salía de la humareda, perdido el casco y con los brazos alzados en su dirección para incitarlos a seguir a los cazadores, así como otros coraceros de la tropa diseminada. Juntos forzaron a sus caballos todo lo posible para abalanzarse de costado sobre los ulanos que agobiaban a los jinetes de Bessiéres. Los austríacos, sorprendidos, volvieron sus lanzas con banderines hacia los atacantes, pero no tuvieron tiempo de maniobrar sus caballos y recibieron la embestida de costado sin poder cargar. Fayolle hundió la mecha encendida de su botafuego en la boca abierta de un ulano, empujó el mango con todo su peso en el gaznate, y el otro cayó al suelo retorciéndose, presa de violentos espasmos, con los ojos en blanco y la garganta quemada. A unos pasos, el mismo mariscal Bessiéres, a pie, sin sombrero, con una manga arrancada, paraba los golpes con dos espadas que cruzaba por encima de la cabeza. En el cuerpo a cuerpo, los ulanos tropezaban con sus lanzas demasiado largas y no tenían tiempo de desenvainar sus espadas o los fusiles de arzón, por lo que abandonaron rápidamente la plaza, dejando allí a sus muertos y algunos caballos. Bessiéres montó uno de aquellos caballos de crines rapadas y silla roja ribeteada de oro, y entonces volvió hacia la retaguardia acompañado por sus salvadores y los restos de su escuadrón.

En el vivaque le esperaba un oficial con uniforme de gala. Era Marbot, el edecán favorito del mariscal Lannes, el cual le anunció con cierto embarazo:

– El señor mariscal Lannes me ha encargado que diga a Vuestra Excelencia que le ordena cargar a fondo…

Bessiéres se sintió insultado. Su semblante adquirió el color de la ceniza, y replicó en un tono despectivo. Jamás lo hago de otro modo.

La antigua enemistad entre los dos mariscales volvía a surgir a la menor ocasión. Los dos eran gascones, cada uno tenía celos del otro y se oponían desde hacía nueve años, cuando Lannes es peraba esposar a Caroline, la frívola hermana del primer cónsul. Acusaba a Bessiéres de haber apoyado a Murat contra éclass="underline" ¿acaso no había sido el testigo de ese matrimonio?

Berthier había instalado su cuartel general en los toscos edificios del tejar de Essling, que parecía un reducto con vigías en los tejados, tiradores en las ventanas e incluso cañones en la planta baja. Lannes entró furioso en la sala donde Berthier había desplegado sus mapas sobre caballetes, unos mapas que iba modificando según las noticias que le llegaban del frente o las órdenes del emperador.

– ¡La caballería es incapaz de liberarnos rompiendo el cerco! -dijo Lannes.

– A la larga lo conseguirá.

– ¿Y Masséna? ¡En su lado todo arde! ¿Cuántos ejércitos tendremos encima cuando Hiller haya terminado con él?

– Aspern no ha caído todavía.

– ¿Hasta cuándo? ¿Por qué no enviamos ahí el refuerzo de la Guardia?

– ¡La Guardia se quedará delante del puente pequeño para garantizar el paso a la isla!

El emperador acababa de entrar en la estancia, y había pronunciado esta última frase en un tono de disgusto. Apartó con rudeza a Berthier para consultar los mapas. Inquieto ante el cur so de los acontecimientos, no había podido soportar durante mucho tiempo permanecer al margen bajo los abetos de la isla Lobau. Napoleón comprendía que si el archiduque hubiera atacado antes, por la mañana, le habría vencido, pero la suerte aún podía dar un giro. La victoria de Austerlitz se había ventilado en quince minutos. El sol se pondría al cabo de hora y media, y había llegado el momento de replicar. Berthier explicó:

– Una parte del cuerpo de Liechtenstein ha reforzado las tropas de Rosenberg, Sire, pero Essling resistirá hasta la noche. Nuestros parapetos son sólidos.

– Por desgracia -añadió Lannes-, nuestros jinetes multiplican las cargas inoperantes que apenas nos alivian.

– ¡Deben derrotar a los austríacos en la planicie! -exclamó el emperador-. ¡Lannes, reunid a toda la caballería y lanzadla en bloque! ¡Atacad! ¡Llevad los cañones de Hohenzollern! ¡Volvedlos contra él! ¡Quiero que lo arraséis todo bajo un diluvio de fuego y hierro!

Lannes inclinó la cabeza y salió con sus oficiales. El gran puente flotante seguía sin estar consolidado, los soldados de Oudinot y Saint-Hilaire no podían acudir en su rescate. ¿Y si la caballería se perdía en ese asalto masivo? Los austriacos, estimulados, sin nadie que les cerrase el paso, se lanzarían en gran número y por todas partes contra los dos pueblos.

– ¿Qué opinas, Pouzet? -preguntó Lannes tomando el brazo de su viejo amigo, un general de brigada que le seguía de campaña en campaña y que no hacía mucho le había dado lecciones de estrategia.

– Su Majestad razona sin cesar de la misma manera. Sigue basando su acción en la rapidez y la sorpresa, como lo hiciera antes en Italia, pero en estas grandes planicies del norte de Europa el terreno se presta mal, y luego el movimiento, la ofensiva, requiere ejércitos ligeros y muy móviles, motivados, que viven en el país como bandas de condotieros. Pues bien, nuestros ejércitos se han vuelto demasiado pesados, lentos, fatigados, jóvenes, desmoralizados…

– ¡Cállate, Pouzet, cállate!

– Su Majestad ha leído a Puységur, Maillebois, Folard, y luego a Guibert y Carnot, quien quena restituir a la guerra su salvajismo. Lo que preconizaban Carnot y Saint Just era válido para su época. ¡Por supuesto, un ejército que tiene alma debe prevalecer sobre los mercenarios! ¿Dónde están hoy los mercenarios? ¿Y de qué lado están los patriotas? ¿No lo sabes? Te lo voy a decir: los patriotas toman las armas contra nosotros, en el Tirol, en Andalucía, en Austria, en Bohemia, y pronto en Alemania, en Rusia…