Una bala de cañón alcanzó una parte de la techumbre de la casa en la que reposaban los dos hombres, y Masséna se levantó de un salto.
– ¡Ahí tenéis la realidad! ¡Pero, por Dios, esos perros tratan de enterrarnos bajo los escombros!
Por el lado de la planicie llegó un jinete al galope, aminoró la velocidad de su caballo cerca de la iglesia, interrogó a un suboficial, advirtió a Masséna que encadenaba reniegos y se encaminó directamente hacia él. Era Périgord, siempre impecable.
– ¿Por dónde diablos ha pasado ése? -inquirió Masséna. -¡Señor duque! -Y Périgord tendió un pliego al mariscal-: Un despacho del emperador.
– Veamos todo el mal que me desea Su Majestad…
Masséna leyó el mensaje y alzó los ojos al sol que descendía por el oeste. Los dos edecanes de Berthier charlaban:
– ¿Estáis herido, Edmond? -preguntó Lejeune al otro. -¡No, señor!
– Pues cojeáis.
– Porque mi criado no ha tenido tiempo de domarme las botas, y como el cuero está mal flexibilizado, padezco a cada paso. ¡En cuanto a vos, mi querido amigo, vuestro pantalón necesita una buena pasada de cepillo!
Masséna les interrumpió.
– Supongo, señor de Périgord, que no habéis atravesado las líneas austríacas.
– La pequeña planicie que linda con el pueblo por este lado estaba expedita, señor duque. Sólo me he cruzado con un batallón de nuestros voluntarios de Viena.
– Entonces podríamos replegarnos para pasar la noche, antes de dejar que destrocen la división de Molitor…
– Hay setos, cercados de matorrales, barreras de madera, bosquecillos, un montón de sitios donde abrigarnos…
– Bien, Périgord, bien. Por lo menos tenéis buena vista. Masséna pidió un caballo.
Uno de sus caballerizos se apresuró a traerle uno, pero no podía montarlo bien porque habían ajustado demasiado corto el estribo derecho. Entonces llamó de nuevo al caballerizo, sentado a la mujeriega tras haber pasado la pierna por encima de la cruz del caballo. Una bala de cañón decapitó al atareado caballerizo y arrancó de cuajo el estribo, el caballo se hizo a un lado y Masséna cayó en brazos de Lejeune.
– ¡Señor duque! ¿Estáis bien?
– ¡Otro caballo que sirva! -aulló Masséna.
Transfigurado por el combate, Lannes, junto con Espagne, Lasalle y Bessiéres, cargaron en cabeza de sus millares de jinetes para embestir al centro austríaco, trocearlo, separarlo de sus alas, socorrer a los dos pueblos sometidos al fuego y apoderarse de los cañones. Fayolle no gozaba de esa vista de conjunto. Presa de furor, se comportaba como un autómata, no temía a nada pero tampoco quería nada, ni detenerse ni proseguir, era una marioneta movida por los clarines y los gritos de guerra, vociferante, y golpeaba, se protegía, hundía su acero, abría pechos y atravesaba cuellos. Los coraceros habían exterminado a una escuadra de artilleros, y enganchaban las piezas de artillería capturadas a los caballos de tiro. Espagne dirigía la operación; su caballo babeaba mucho y movía los ollares de arriba abajo. Fayolle le observaba de reojo, mientras enganchaba los arneses a la parte curva de un obús: el general estaba gris de polvo, erguido sobre la piel de carnero de la silla, pero su mirada perdida desmentía las órdenes breves y precisas dictadas por el hábito. El soldado sabía qué era lo que atormentaba al oficial, pero, sin poder evitarlo, dudaba de los presagios. ¡No faltaba más! ¿El héroe de Hohenlinden, que ya había abierto a las tropas francesas la ruta de Viena años atrás, a pesar de la tormenta de nieve, temía a los fantasmas? Como hemos dicho, Fayolle había estado presente al final de aquella curiosa trifulca en el castillo de Bayreuth, cuando el general Espagne había llevado la peor parte en el encuentro con un espectro, pero ¿de qué se trataba en realidad? ¿De una alucinación? ¿De la fatiga? ¿De una fiebre maligna? Él, Fayolle, no había visto al fantasma con sus propios ojos. ¡La Dama Blanca de los Habsburgo! Conocía esas apariciones maléficas con las que amenazaban a los críos de su pueblo. Merodeaban cerca de los calvarios y daban miedo. Él no había creído jamás en esas cosas.
– ¿Creéis que estáis de veraneo, Fayolle? -le preguntó el capitán Saint-Didier, agitando la espada enrojecida y goteante.
El soldado apresuró la maniobra para llevarse sin tardanza los catorce cañones que habían tomado al enemigo.
El general Espagne alzó una mano enguantada y la comitiva se puso en marcha. Fayolle y Brunel azotaban a los caballos de tiro para que acompañasen el galope, pero a su derecha aparecie ron los gorros de unos granaderos, envueltos en la humareda que se había estancado en estratos, y a continuación uniformes blancos y polainas grises que llegaban a las rodillas…
– ¡Cuidado! -gritó Saint-Didier.
La mayoría de los coraceros lanzan sus caballos a todo galope para atacar a los soldados de infantería, cuando el general Espagne recibe una bala de metralla en pleno pecho que atraviesa la coraza. El herido se desliza del caballo, cae, con el pie metido en el estribo, y el animal se desboca y lo arrastra como un saco, haciéndole rebotar en el suelo socavado por las explosiones. Fayolle espolea a su caballo en la misma dirección, se inclina sobre el cuello de la montura y corta la correa del estribo con el filo de su espada. Los otros llegan tras él y levantan el cuerpo destrozado del general. Le quitan el peto y el espaldar y le envuelven en la capa blanca y larga de un oficial austríaco, que en seguida se tiñe de rojo vivo. Entonces depositan el cuerpo sobre una cureña, la cabeza y los brazos colgantes, como un fantasma.
Había más muertos sobre las tumbas del cementerio de Aspern que en los panteones. Los tiradores, allí sumidos, luchaban a pedradas contra las tropas del barón Hiller. Paradis tuvo la satisfacción de alcanzar a varios con su honda, pero retrocedió con el resto de su batallón diezmado, y todos esperaban dispersarse por los campos donde los arbustos y las hierbas altas podrían camuflarlos. Los austríacos subidos a los muros fanfarroneaban agitando sus banderas con la negra águila bicéfala estampada o una virgen con túnica azul celeste que parecía desplazada en aquellos lugares infernales. Los tambores redoblaban con arrogancia. Los franceses eran abatidos como presas de caza. Un cañón situado en uno de los montones de escombros del recinto tomó puntería. Paradis y Rondelet huyeron sin poder replicar. Se agacharon para recuperar el aliento detrás del cadáver de un suboficial llenito, caído sobre una cruz de la que había quedado colgado, como un espantapájaros. Rodelet se levantó a cierta distancia del cadáver para constatar el avance del enemigo.
– ¡Mira por dónde, es el brigada!
Cogió al muerto por los sobacos para mostrárselo a Paradis. El brigada Roussillon tenía los ojos abiertos y fijos, y una sonrisa inmóvil en los labios azulados. Rondelet se pinchó un dedo al desprender la Legión de Honor de los harapos que habían sido un uniforme.
– Como recuerdo -dijo.
Ésa fue su última frase, que no pudo terminar porque una bala de cañón rasante le arrancó el hombro. Aturdido, pues estaba cerca de su amigo, Vincent Paradis cayó sobre una losa cubierta de ortigas y musgo. Le zumbaban los oídos y los sonidos le llegaban amortiguados. Se llevó una mano a la cara y tuvo un acceso de hipo. Su mano no había encontrado más que una papilla de carne. También la tenía en el cabello y en la boca, y la escupió en trozos blandos, sosos y tibios. ¿Estaba desfigurado? ¡Un espejo! ¿Nadie tenía un espejo? ¿No había ni siquiera un charco? ¿No? ¿Nada? ¿Estaba casi muerto? ¿Aún se hallaba sobre la tierra? ¿Acaso dormía? ¿Se despertaría? ¿Y en ese caso, dónde? Notó que unas fuertes manos le cogían y le alzaban como si fuese un paquete, y se encontró junto a una barrera de madera que dividía un campo. Unos tiradores tendidos boca arriba farfullaban palabras incomprensibles, estaban ensangrentados, vendados con pañuelos y trapos, uno con un brazo en cabestrillo, el otro aferrado a una rama como una muleta, el pie envuelto en un trozo de guerrera. Unos jóvenes con largos delantales inspeccionaban a los heridos y decidían la gravedad de su estado, pues no transportarían a los más graves. Sostenían a los traumatizados para ayudarles a amontonarse en la plataforma de una carreta de heno de la que tiraban dos percherones con los ojos vendados. Paradis dejó que se ocuparan de él y no respondió a los aprendices de enfermero que le interrogaban y se admiraban de que con la cara hecha picadillo no se hubiera desmayado todavía. La ambulancia improvisada tardó mucho tiempo en llegar al puente pequeño de la isla Lobau. Era preciso zigzaguear continuamente en los prados cercados y ondulados, romper una empalizada para evitar un rodeo. Los ayudantes de cirujano seguían a pie, examinando su cargamento, y de vez en cuando señalaban a un herido: Ese de ahí, ya no merece la pena…