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Entonces alzaban al moribundo de la plataforma y lo depositaban sobre la hierba, mientras seguían avanzando al paso lento de los percherones. Paradis permanecía en pie, alelado, sujetán dose a los montantes del carro de heno como si fuesen los barrotes de una celda. Reconoció a lo lejos el vivaque de la Guardia, y luego llegaron cerca del puente pequeño. Eran las siete, anochecía, el resplandor de los incendios iluminaba una multitud de por lo menos cuatrocientos heridos a los que habían tendido sobre haces de paja o incluso en el suelo. Dejaron a Paradis cerca de un húsar que se arrastraba como una serpiente, con una pierna hecha trizas, y arañaba el suelo mientras maldecía al emperador y el archiduque. En una choza, el doctor Percy y sus ayudantes, empapados en sudor, no cesaban de amputar piernas y brazos con sierras de carpintero. No se oían más que aullidos y maldiciones.

Capítulo cuarto . PRIMERA NOCHE

A la luz de la vela, Henri hurgó en su baúl metálico con un águila estampada y sacó un cuaderno gris que puso sobre la mesa. La cubierta demasiado manoseada

mostraba un título en tinta negra: Campaña de 1809 de Estrasburgo a Viena. Recorrió las últimas páginas. Su diario se detenía el 14 de mayo y no lo había proseguido. Las últimas palabras que había escrito eran: «Añado aquí un ejemplar de la proclamación. Tiempo soberbio y muy cálido». En esta página estaba plegada una famosa proclamación que el emperador hizo imprimir la víspera de la capitulación de Viena. Henri la desplegó para releerla: «¡Soldados! Sed buenos con los pobres campesinos, con el pueblo que tanto derecho tiene a vuestra estima. No conservemos ningún orgullo por nuestro éxito, y veamos en él una prueba de la justicia divina que castiga al ingrato y el perjuro…». Se interrumpió. Como no creía una sola palabra de esta declaración rimbombante, Henri sacudió la cabeza e hizo una mueca de disgusto. Unos días antes, en un villorrio, al no encontrar ni un huevo tan siquiera, había anotado: «Lo que los soldados no se habían llevado, lo habían destrozado…». Dio la vuelta a esta proclamación sin efecto para escribir a lápiz en el reverso:

22 de mayo por la noche. Viena.

Al crepúsculo hemos vuelto a las murallas. El horizonte estaba enrojecido y temblaba todavía a causa de los incendios causados por la batalla, de la que no teníamos ninguna noticia cierta. Un boletín oficial tranquilizador no me tranquilizó, y la señorita K. todavía menos. La veo debilitarse a medida que transcurre el tiempo y que, allá abajo, aumenta el peligro. ¿Cuántos muertos? Soy yo, el enfermo, quien debe sostenerla. Tiene la cara de Julieta ante el cuerpo presuntamente sin vida de su Romeo: «0 happy dagger, this is thy sheath! There rust, and let me die…».'

Henri garabateó en el margen «comprobar la cita», suspiró, como en el teatro, y reanudó su anotación para consignar el extraño comportamiento del joven señor Staps. Al oír pasos en la escalera, creyó que éste subía hacia el sobradillo, pero llamaron a su puerta, por lo que cerró el cuaderno con un gesto de irritación y masculló: «¿Qué quiere ahora ese iluminado?». Pero no era el alemán. En el pasillo, con una palmatoria en la mano, la vieja aya con turbante precedía a un hombre al que Henri no reconoció en seguida, tan insólita podía parecer su presencia. Una vez en la habitación, Henri no tuvo ya dudas: se trataba del óptico que alquilaba anteojos en las murallas, un poco jorobado, con el cabello blanco que formaba una corona alrededor del cráneo liso y unas antiparras redondas que cabalgaban en medio de la nariz. El hombre chapurreaba un francés aproximado.

– Tseñor, os traigo fuestro dinerro.

Avanzó contoneándose hasta la mesa, sobre la que arrojó una bolsa de cuero gastado cerrada con un cordón.

– ¿Mi dinero? -dijo Henri, y se apresuró a volver del revés los bolsillos de la levita y el chaleco para constatar que sus florines habían desaparecido.

– La habéis perdido en el camino de ronda.

– ¡Vaya!

– Como soy honesto…

– ¡Un momento! ¿Cómo conocéis mi dirección?

– Oh, mi joven señor, eso no es muy difícil.

De repente el intruso hablaba en voz baja y timbrada, sin acento. Henri se quedó boquiabierto. El aya les había dejado solos. El hombre se quitó la levita, desanudó las tiras que retenían su joroba ficticia y se desprendió de la peluca, diciendo con marcado júbilo:

– Soy Karl Schulmeister, señor Beyle.

Henri le observó con detalle a la luz débil de la bujía. El falso óptico que alquilaba anteojos era rechoncho, de talla mediana y piel rojiza, con profundas cicatrices que le cruzaban la frente. ¡Schulmeister! Todo el mundo le conocía, pero ¿cuántos podían reconocerle? A fuerza de espiar para el emperador había llevado el arte del disfraz a tal grado de perfección que los austríacos, que le acosaban, le habían dejado escapar cada vez. ¡Schulmeister! Se contaban mil anécdotas de él. Un día se introdujo en el campamento del archiduque maquillado como mercader de tabaco. Otro día abandonó una ciudad asediada sustituyendo al difunto en un ataúd. En otra ocasión, disfrazado de príncipe alemán, pasó revista a los batallones austríacos e incluso asistió a un consejo de guerra al lado de Francisco 11. Napoleón le había confiado la policía de Viena, como en 1805, y Henri estaba asombrado.

– ¿Con la tarea que os ha encomendado Su Majestad y encontráis todavía tiempo para disfrazaros?

– Sin duda tengo el gusto de hacerlo, señor Beyle, y además esta manía es muy cómoda.

– ¿De qué os sirve alquilar anteojos en los bastiones?

– Escucho los rumores, me acuerdo de las conversaciones deshonestas, recojo informaciones. En tiempo de guerra, las malas intenciones pueden causar estragos.

– ¿Decís eso por mí?

– No, no, señor Beyle.

– ¿Soy entonces tan importante para recibir vuestra visita? ¿Queréis reclutarme para vuestros servicios?

– En absoluto, señor Beyle. ¿Sabéis que el padre de las señoritas Krauss es pariente del archiduque?

– Perdéis el tiempo.

– Jamás, señor Beyle.

– La señorita Anna Krauss sólo piensa en el coronel Lejeune…

Henri lamentó al instante haberse ido de la lengua, pero acabó de meter la pata cuando quiso atenuar sus palabras-:

– Lejeune, mi amigo Lejeune, es el ayudante de campo del mariscal Berthier.

– Lo sé. Nació en Estrasburgo, como el general Kapp, como yo mismo. Habla perfectamente la lengua de nuestros adversarios.

– ¿Y bien?

– Nada…

Schulmeister se había acercado a la mesa y examinaba el cuaderno gris, del que leyó en voz alta una o dos frases:

«Escribir por prudencia upan myself. Nada de política.» Cerró el cuaderno y se volvió hacia Henri.

– ¿Por qué escribís por prudencía, señor Beyle?

– Porque no quiero dar la menor información militar a quienes, por azar, pudieran leer mi diario.