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– ¿Tus hombres tocan La marsellesa? -preguntó a Masséna.

– No. Son los austríacos que están acantonados en la planicie. La música llega lejos.

Se callaron para escuchar el antiguo himno del ejército del Rhin, extendido en toda la Francia sublevada por los voluntarios de Marsella, que acompañó a la Revolución y a sus soldados has ta que llegó el Imperio, cuando fue prohibido por decreto como una vulgar canción sediciosa. Lannes y Masséna evitaban mirarse. Recordaban sus exaltaciones pasadas. Ahora eran duques y mariscales, poseían tantas tierras y oro como los aristócratas, pero no hacía mucho que La marsellesa les había sublevado, habían abandonado sus provincias para batirse mientras lo oían, ¿y cuántas veces habían entonado aquellas estrofas a voz en cuello para infundirse valor? Sin poder evitarlo, Lannes tarareó las palabras del estribillo, acompañado por la música que tocaba el enemigo, por provocación o porque creían librar a su vez una guerra de liberación contra el despotismo. Masséna y Lannes pensaban en las mismas cosas, revivían las mismas escenas, experimentaban las mismas emociones, pero no se decían nada. Escuchaban con semblante serio, conmovidos, absortos. Habían sido jóvenes, pobres y patriotas. Habían amado aquellas estrofas guerreras. Y he aquí que sus adversarios se les oponían con ellas como una injuria o un remordimiento.

Estertores, quejas, gemidos, sollozos, gritos y aullidos… el canto de los heridos en la isla Lobau no tenía nada de nostálgico. Los enfermeros que ya no tenían sentimientos, vestidos con uniformes cuyas piezas estaban desparejadas, apartaban con las palmas los enjambres de moscas que se posaban en las heridas. Su largo delantal y los antebrazos goteaban sangre, y el doctor Percy había perdido su llaneza. Sin descanso, en la choza de ramajes y cañas bautizada con el nombre de ambulancia, sus ayudantes depositaban sobre la mesa que habían recuperado a los soldados desnudos y casi muertos. Los ayudantes que el doctor había conseguido gracias a su insistencia, jamás habían estudiado cirugía, pero como él solo no se bastaba para atender a tanto lisiado y trataba tantas heridas diversas, indicaba con tiza, sobre los cuerpos contorsionados por el dolor, el lugar donde era preciso serrar, y los ayudantes improvisados serraban, a veces sobrepasaban las articulaciones, brotaba la sangre, atacaban el hueso al descubierto. Su paciente desfallecía y dejaba de agitarse. Muchos sucumbían así a causa de un paro cardíaco o desangrados, pues por desgracia les habían seccionado una arteria. El doctor gritaba:

– ¡Cretinos! ¿Es que nunca habéis trinchado un pollo?

Cada operación no debía exceder de veinte segundos, pues había que practicar demasiadas. A continuación, arrojaban el brazo o la pierna a un montón de brazos y piernas. Los enferme ros ocasionales bromeaban para no vomitar o desviar la vista: «¡Otra pierna de cordero!», exclamaban al arrojar los miembros que habían amputado. Percy se reservaba los casos dihciles y trataba de volver a juntar, de cauterizar, de evitar la amputación, de aliviar, pero ¿cómo, con unos medios tan miserables? Dado que tenía la posibilidad de hacerlo, aprovechaba para instruir a los enfermeros más espabilados:

– ¿Veis, Morillon? Aquí los fragmentos de tibia se traslapan y están de nue…

– ¿Es posible volver a colocarlos en su sitio, doctor?

– Lo seria si tuviéramos tiempo.

– Hay muchos que esperan detrás.

– ¡Lo sé!

– ¿Qué hacemos entonces?

– ¡Cortamos, imbécil, cortamos! ¡Y eso me horroriza, Morillon!

Se enjugó con un trapo el rostro empapado en sudor. Le dolían los ojos. El herido, más bien el condenado, tuvo derecho a una línea de tiza que Percy trazó por encima de la rodilla, y le tendieron sobre la mesa donde, hacía muy poco, los campesinos austríacos debían de tomar la sopa. Un ayudante que sacaba la lengua serró, aplicándose en el seguimiento del trazo. Percy estaba ya inclinado sobre un húsar reconocible por las bacantes, las patillas y la coleta.

– Se declara la gangrena -masculló el doctor-. ¡La pinza!

Un muchachote torpe le tendió una pinza goteante mientras se tapaba la nariz con un pañuelo. Percy lo usó para arrancar las piltrafas quemadas, y vociferaba:

– ¡Si tuviéramos quinina en polvo, la haría macerar en zumo de limón, empaparía un tampón de estopa y lavaría todo esto! ¡Podría aliviar, salvar!

A éste no, doctor, ha fallecido -dijo Morillon, con una sierra de carpintero ensangrentada en la mano.

– ¡Tanto mejor para él! ¡El siguiente!

Con un pico del delantal, Percy quitó los gusanos que se habían infiltrado en la herida del siguiente, el cual deliraba, con los ojos en blanco.

– ¡Está listo! ¡El siguiente!

Dos ayudantes, uno sujetándole por las axilas y el otro por los tobillos, depositaron al soldado Paradis sobre la mesa del cirujano.

– ¿Qué tiene este muchacho aparte de un chichón? -No lo sabemos, doctor.

– ¿De dónde viene?

– Estaba con el grupo que han recogido cerca del cementerio de Aspern.

– ¡Pero no está herido!

– Tenía trozos de carne en la cara y la manga, y creyeron que le había alcanzado un proyectil, pero el estropicio ha desaparecido al limpiarle la cara.

– Bueno, ha recibido en pleno rostro el cuerpo de un camarada destrozado. De todas maneras, eso ha debido de afectarle la cabeza.

Percy se inclinó sobre el falso herido: -¿Puedes hablar? ¿Me oyes?

Paradis permaneció inmóvil pero farfulló para recitar su identidad:

– Soldado Paradis, tirador, segunda compañía de línea, tercera división del general Molitor a las órdenes del mariscal Masséna…

– No te preocupes, que no te vamos a enviar de nuevo allá abajo, ya no estás en condiciones de empuñar un fusil. (A Moríllon.) Este chico es robusto, id a vestírmelo, tengo ocupación para él.

El doctor y su ayudante pusieron a Paradis en pie, y el tirador en calzoncillos siguió a Morillon con docilidad. En el exterior,

sobre montones de paja, los heridos a los que Percy consideraba condenados, por falta de medicamentos y material, tenían en la frente una cruz a tiza, para que no los confundieran con los recién llegados y no se corriera el riesgo de llevarlos por inadvertencia a la mesa de operaciones. Sin duda los agonizantes no verían el amanecer, estaban perdidos para la batalla y para la vida. Muy cerca, bajo una hilera de olmos, los proveedores de pacientes para las ambulancias habían dispuesto una especie de tienda donde revendían por su cuenta capotes, talegos, cartucheras y prendas de vestir, todo ello arrebatado a los cadáveres austríacos y franceses diseminados por la planicie.

– Gordo Louis -dijo Morillon a un tipo pesado con un gorro en la cabeza-, vas a equiparnos a este mozo.

– ¿Tiene dinero?

– Es una orden del doctor Percy.

Gordo Louis suspiró. Toleraban su comercio, pero si se negaba a obedecer al médico, éste podría prohibirle vender los efectos militares que recuperase. Hizo a regañadientes lo que le pe dían y Paradis se vio emperifollado con unos pantalones verdes ribeteados de amarillo, unas botas demasiado grandes, una camisa con la manga derecha arrancada y un chaleco de jinete de caballería ligera que se abrochó con dificultad. Morillon le integró en un equipo de cantineros encargados del caldo para los heridos.

La cena era menos basta en la mesa del emperador, puesta en su vivaque, en la cabeza del puente pequeño. Los pinches hacían girar las aves ensartadas en los espetones sobre un fuego de ramitas, y las pieles chisporroteaban, se doraban, olían bien. El señor Constant había dispuesto sus caballetes, sus manteles y faroles bajo un bosquecillo, de modo que no se viera el cortejo de los desgraciados que llevaban al doctor Percy y que, si no perecían antes, tendrían en seguida algún miembro serrado. Cenaban tranquilos, olvidando por un instante los cañones. Lannes se sentaba a la derecha del emperador, quien le había invitado para engatusarle. El mariscal había contado su altercado, modificando la verdad en su beneficio, y Napoleón había convocado a Bessiéres para sermonearle vivamente antes de despedirle. Bessiéres había sido el ofendido, pero se convertía en el ofensor porque Su Majestad así lo había decidido y porque le encantaba esa clase de injusticia para templar a quienes le rodeaban dando abrazos o bofetadas sin razones evidentes, según su antojo. En vez de reconciliar a los dos mariscales, los dividía aún más, atizaba su odio, pues tenía necesidad de sentirse el único juez en toda circunstancia, el único recurso, y de que sus duques no se entendieran demasiado entre ellos para que un día no se entendieran contra él.