El mariscal Lannes, entristecido por la última querella, era ajeno a estas consideraciones y él, que de ordinario era un devorador de pollos en serie, mordisqueaba con desgana un muslo dorado. Prefería entregarse a los pensamientos melancólicos, se complacía en ellos. Imaginaba que estaba en otro lugar, con su mujer, en una de sus casas, o cabalgando sin peligro en Gascuña, hecha su fortuna y en paz. El emperador volvió a escupir huesos de pollo a la hierba y observó el talante taciturno de su mariscal. -¿No tienes hambre, Jean?
– He perdido el apetito, Síre…
– ¡Se diría que estás de morros como una chiquilla regañada! Basta! ¡Mañana Bessiéres te obedecerá y ganaremos esta punetera batalla!
El emperador despedazó con los dedos el ave asada que tenía delante, le clavó los dientes y, con la boca llena, tras haberse limpiado los labios con la manga y los dedos con el mantel, explicó a Berthier, Lannes y su estado mayor el método que iban a seguir.
– Decidme, Berthier, con las tropas que van a franquear el puente grande, ¿cuántos hombres podremos emplear?
– Cerca de sesenta mil, Sire, sin olvidar los treinta mil de Davout que deberían haber llegado a Ebersdorf.
– ¡Davout! ¡Que le apremien! ¿Y los cañones?
– Ciento cincuenta piezas.
– Bene! Lannes, embestirás el centro austríaco con las divisiones Claparéde, Tharreau y Saint-Hilaire. Bessiéres, Oudinot, la caballería ligera con Lasalle y Nansouty esperarán que abras una brecha para penetrar, y luego regresarán hacia las alas enemigas concentradas ante los pueblos…
El emperador hizo un gesto a Constant, el cual le puso la levita sobre los hombros, pues estaba refrescando. Caulaincourt le sirvió un vaso de chambertin, y Napoleón siguió diciendo:
– Con el apoyo de Legrand, Carra-Saint-Cyr y los tiradores de mi guardia, Masséna volverá a tomar una posición más firme en Aspern. Los tiradores de Molitor permanecerán en reserva, esos hombres se lo han merecido. Boudet defenderá Essling.
El emperador bebió y, levantándose, se despidió de sus invitados. Lannes se marchó solo, con el bicornio bajo el brazo. Tenía tan poco sueño como apetito. Cruzó el puente pequeño, atestado de heridos, para dirigirse a la casa de piedra donde había reposado la víspera en brazos de Kosalie, pero aquella noche el pabellón de caza estaba vacío. La joven había vuelto a cruzar el puente antes de que se rompiera, la víspera, a primera hora. A él le hubiera gustado hacerle un regalo, una crucecita de plata cincelada y con incrustaciones de diamantes que llevaba al cuello desde que estuvo en España, y este pensamiento le hizo remontarse a unos meses atrás, cuando estaba en Zaragoza y un capellán español que protegía el relicario de Nuestra Señora del Pilar le ofreció un tesoro a cambio de la vida de sus monjes. Tenía una fortuna que se aproximaba a los cinco millones de francos: coronas de oro, un pectoral de topacio, una cruz de la orden de Calatrava, de oro esmaltado, retratos, la crucecita… Se abrió la guerrera y la camisa, cogió la joya con la mano derecha y le dio un tirón seco para romper la cadena. Se dirigió a la orilla arenosa y arrojó el objeto con todas sus fuerzas a las aguas del Danubio que no dejaban de crecer. Entonces permaneció largo tiempo ante el río que rugía.
En la misma ribera de la isla Lobau, cerca de un kilómetro más al oeste, en la maleza donde desembocaba el gran puente flotante, Lejeune y su amigo Périgord aguardaban el final de los trabajos de consolidación. Los pontoneros y marinos de la Guardia no habían dejado de trabajar en él. Algunos hombres se habían ahogado sin que pudieran evitarlo las precauciones y la pericia. A decir verdad, faltaban materiales y, en vez de construir, se hacían chapuzas. Los dos edecanes de Berthier contemplaban desolados el ímpetu incesante de las aguas, los remolinos, las olas y el aspecto del macareo, los troncos arrancados que se estrellaban contra la frágil construcción. Tendrían que haber alzado estacadas corriente arriba, esa especie de diques formados por pilotes y cadenas capaces de domar la corriente, de retener a los árboles arrastrados y las terribles barcas triangulares que seguían enviando los austríacos, o aminorar su velocidad. Aquellos proyectiles eran todavía más temibles por la noche, a pesar de los faroles colgados de astas, a pesar de las antorchas. Cuando divisaban un islote de follaje o árboles transformados en arietes por la velocidad, casi siempre era demasiado tarde y tenían dificultades para desviarlos de su rumbo. Era preciso reparar continuamente lo que acababan de reparar y las obras se eternizaban.
De repente, Lejeune distinguió unas formas extrañas y móviles que parecían debatirse en las aguas oscuras y agitadas. Se preguntó qué habrían inventado esta vez los estrategas del archiduque, pero reconoció todo un rebaño de ciervos a los que la inundación había expulsado del bosque e iban a la deriva, con la cabeza y la cornamenta por encima del agua. Algunos animales se enredaban en los cordajes, otros eran arrojados a la isla, y cada uno, al verlos, se decía: «He ahí una carne que nos llega a punto». Un gran ciervo había conseguido levantarse de entre las cañas y se sacudía el agua, confiado como un animal doméstico, a pocos pasos de Lejeune. En seguida le rodearon unos soldados de regimiento desconocido, pues estaban en mangas de camisa, pero armados con bayonetas que sostenían como si fuesen cuchillos. Périgord y Lejeune se aproximaron al grupo. El ciervo les miraba con una lágrima en la comisura de un ojo, comprendiendo que su muerte era inminente.
– Qué curioso es -observó Périgord-. Lo he constatado cien veces en la caza de montería, el ciervo acosado se pone rígido, se muestra orgulloso y lagrimea para enternecer al cazador.
– Edmond, vos que tenéis modales -dijo Lejeune- intentad por lo menos matar limpiamente a este animal.
– Tenéis razón, querido mío, esos bribones sólo saben matar hombres.
Périgord empujó al círculo de soldados.
– El animal está agotado, señores, pero dejadme hacer. Sé cómo actuar para que la carne no se estropee.
De un buen tajo de espada, Périgord degolló al ciervo, al cual le temblaron las patas delanteras antes de derrumbarse, la lengua afuera y los ojos abiertos, con aquella lágrima persistente.
Los soldados se apoderaron de su presa y la cortaron en cuartos para asarlos. Estaban hambrientos. Lejeune dio media vuelta y su amigo le siguió tras haber limpiado la espada en la hierba. Un brigada hirsuto llegó a la carrera y les comunicó:
– ¡Terminado! El puente está en condiciones.
– Molto tiene -replicó Périgord, imitando la voz del emperador.
– Gracias -dijo Lejeune, complacido porque podía enviar un correo a Viena con su carta para Anna.
– ¿Venís, Louis-François? Vamos a informar a Su Majestad. Montaron los caballos que sus caballerizos mantenían algo más lejos, en un claro reservado a los oficiales. Éstos no cantaban como la víspera. Acostados sobre sus mantos, contemplaban un cielo sin estrellas y el último recorte del cuarto menguante de la luna. Otros acariciaban el césped distraídamente, como si fuese un lomo de gato o una cabellera femenina. Descansaban soñando en la vida civil.
El emperador estaba en su vivaque, las manos a la espalda, en pie ante los mapas que Caulaincourt había sujetado con piedras para que el viento no se los llevara. Meditaba en la batalla inminente y la suerte le parecía favorable. A los mismos austríacos fatigados por una jornada de combate iba a oponer unas tropas nuevas y despiertas. Las lanzaría todas en la ofensiva, allí donde el enemigo era más débil y menos numeroso, en el centro, como lo había anunciado a su estado mayor durante la cena. Cuando Lejeune y Périgord se presentaron para anunciarle que el puente grande estaba por fin bien asentado, ni siquiera se mostró contento. Aquello estaba previsto. Los acontecimientos se iban desarrollando de acuerdo con su plan, que él modificaría según las circunstancias y con su rapidez acostumbrada. Napoleón se sentía fuerte. Ordenó que las tropas de la orilla izquierda cruzaran el Danubio y se reunieran en las inmediaciones de la planicie. Caulaincourt y su mameluco Roustan le ayudaron a encaramarse a un caballo para poder asistir al desfile de sus nuevos regimientos. En aquel momento sonó un disparo y una bala, que pasó rozando al emperador, se estrelló contra la corteza de un olmo. Hubo un momento de pánico. Un tirador austríaco, oculto a menos de doscientos metros, había apuntado al turbante de muselina blanca del mameluco.