– ¿Por qué os sobresaltáis? -inquirió el emperador-. ¡Cuando uno oye silbar una bala es que no le ha alcanzado!
Su séquito cerró filas a su alrededor, y partieron hacia el puente grande. En medio de aquel grupo de jinetes con uniformes bordados de oro, a los que pidió, para la puesta en escena, que se quitaran los sombreros con penachos de plumas y saludaran a los refuerzos, el emperador contempló la llegada de sus soldados. Primero pasaron las tres divisiones de granaderos bajo el mando de Oudinot, luego la división del conde Saint-Hilaire, las tres brigadas de coraceros y carabineros dirigidas por Nansouty, la otra parte de la Guardia Imperial y, finalmente, la artillería, más de cien cañones, y bajo el peso de las cajas y los armazones los presentes vieron que el suelo del puente descendía bajo el niveldelagua.
A las tres de la madrugada los austríacos reanudaron el bombardeo. A las cuatro, con las primeras luces, se inició de nuevo la batalla.
Capítulo quinto . SEGUNDA JORNADA
«¡Qué paz la de la muerte! Como Ifigenia, lamentaré la luz del día, no lo que ésta ilumina.»
Demi jour, JACQUES CHABDONNE
La planicie estaba cubierta de bruma. Un sol rojo, que se alzaba en el horizonte, coloreaba el campo con una luz de sangre. Aspern seguía ardiendo. Un viento persistente acarreaba espesos torbellinos de humo negro y acre. En los vivaques algunos hombres acurrucados se calentaban alrededor de las brasas. El coronel Sainte-Croix sacudió el hombro de Masséna, el cual había dormido dos horas entre unos árboles talados. El mariscal se levantó, despojándose de su manto gris, bostezó, se estiró y miró a su ayudante de campo bajando la cabeza, pues el joven no era mucho más alto que el emperador, pero más delgado, rubio, imberbe como una señorita. Al verle nadie habría imaginado su energía.
– Acabamos de recibir municiones y pólvora, señor duque -le dijo.
– Decid que las distribuyan, Sainte-Croix.
– Ya lo he hecho.
– Entonces ¿volvemos allá?
– El cuarto de infantería de línea y el vigesimocuarto ligero están cruzando el puente pequeño y marchan para reunirse con nosotros.
– Ataquemos primero, hay que aprovechar esta niebla para tomar de nuevo la iglesia. Que Molitor reúna a los supervivientes de su división.
Los tambores llamaron a concentración, los batallones volvieron a formar, llegaban caballos bien domados incluso sin sus jinetes. Masséna detuvo el caballo pardo de un húsar que debía de estar agonizando en la planicie, lo montó sin ayuda, ajustó la brida a su mano y le hizo caracolear en dirección a Aspern. A su alrededor los hombres se vestían, frioleros, entumecidos tras haber dormido muy poco y mal, y se deslizaban a tientas hacia los pabellones para recoger sus armas. Sumisos por la fatiga y la fatalidad, no hacían ningún ruido, no decían nada, y se habría dicho de ellos que eran sombras. Siguieron a Masséna, que avanzaba hacia el final de la larga calle. No se veía nada a diez metros de distancia. La iglesia, que albergaba desde la víspera una brigada del barón Hiller, al mando del general Vacquant, se había perdido en la humareda y la bruma. Sólo resonaban los sonidos de cascos y pisadas. Masséna desenvainó la espada e indicó con la punta, en silencio, el camino que debían seguir los supervivientes de la división Molitor. Éstos, en columnas, avanzaban ante las casas de ambos lados y se reagrupaban detrás de los árboles o las ruinas que rodeaban la plaza principal.
– ¿Veis lo mismo que veo, Sainte-Croix? -Sí, señor duque.
– ¡Esos canallas han demolido el muro del cementerio y del recinto! ¡Sólo se les puede atacar al descubierto! ¿Qué os parece?
– Que es preciso esperar a las tropas de Legrand y de CarraSaint-Cyr, para tener por lo menos la ventaja del número.
– ¡Y la niebla se levantará! ¡No! Esta niebla nos protege. ¡Que se emprenda el asalto!
Un millar de tiradores todavía con sueño se lanzaron a la carrera contra la iglesia transformada en ciudadela. En plena niebla, con las bayonetas de punta, a veces tropezaban con los cadá veres de la víspera o caían en los agujeros abiertos por los obuses. Los austríacos habían previsto el asalto y replicaban disparando desde todas partes, incluso desde el campanario a medias calcinado. Una y otra vez los soldados caían de bruces. En aquel momento, entre las tumbas del cementerio y el muro bajo, se divisó un comandante a caballo que alzaba una bandera con franjas doradas. Una tropa compacta le rodeó y, tras un grito, echaron a correr hacia los tiradores para ensartarlos. En el cuerpo a cuerpo todo está permitido, y unos sostenían sus fusiles como si fuesen mazas, otros como hoces o mechadores, y se destripaban rugiendo. Algunos esperaban un instante antes de abalanzarse. Los hombres caídos al suelo quedaban en seguida inmovilizados, los demás chapoteaban entre los intestinos, ya no escuchaban los estertores, mataban para que no les matasen, chocaban, se desgarraban con uñas y dientes, se cegaban arrojándose tierra y, debido a la niebla que los envolvía, los combatientes siempre se daban cuenta del peligro demasiado tarde.
Masséna consultaba un reloj y Sainte-Croix rabiaba de impaciencia:
– ¡Nuestros hombres pierden pie, señor duque!
– ¡Señor duque, señor duque! ¡Dejad de martirizarme el oído con vuestros señor duque! ¿Duque de qué, eh? ¿De un villorrio italiano, de un símbolo? (Y en un tono burlón.) ¡Yo no os llamo sin cesar señor marqués, mi querido Sainte-Croix!
Sainte-Croix apretaba con tanta fuerza la empuñadura de su espada que los dedos le palidecían. En efecto, su padre era marqués y había sido embajador de Luis XVI en Constantinopla, pero él, a quien su familia destinaba a la diplomacia, siempre se había sentido atraído por la vida militar. Muy joven había estado bajo las órdenes de Talleyrand, antes de enrolarse por recomendación en uno de aquellos regimientos que el emperador había formado con antiguos nobles y emigrados. Masséna se había fijado en él y lo había incorporado a su séquito.
– Vigilad esos nervios, Sainte-Croix, si os gusta mandar. ¿Habéis visto retroceder a cien tiradores? Yo también.
– ¡Yo podría hacer que volvieran a la batalla, si Me diérais la orden!
– También yo podría, Sainte-Croix.
Y Masséna explicó al joven coronel que se trataba de utilizar a los austríacos igualmente agotados por una jornada de combates, mientras aguardaban a los regimientos frescos. Sainte-Croix tenía veintisiete años, y más impetuosidad que experiencia, pero comprendió en seguida. Poseía un verdadero talento para la gloria. Los relatos de la Ilíada le habían conmovido en su infancia. Durante largo tiempo había querido igualar a Héctor, Príamo, Aquiles, había imaginado sus luchas con jabalina bajo las murallas ocres de Troya, cuando los dioses se hacían cómplices de aquellos gigantes feroces, magníficos y ágiles por pesado que fuese el metal de sus cotas y grebas. Esa mañana creía divisar a Aquiles, con su manto de piel de lobo, su casco adornado con colmillos de jabalí, aquel glorioso tunante cuyas mentiras admiraba la diosa Atenea. Entonces Sainte-Croix oyó el redoble de los tambores y volvió la cabeza. Los penachos rojos salían de la bruma. Eran los fusileros de Carra-Saint-Cyr que llegaban.