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Lejeune tenía la desagradable impresión de que se hundía en una nube gris. Ya no reconocía el camino recorrido cien veces la víspera entre la isla Lobau y Essling. Arboles y setos surgían ante su caballo en el último momento y había perdido sus puntos de referencia. Avanzaba al paso y se guiaba por los ruidos más próximos. Alertado por un rumor a su izquierda, sin duda por el lado de la planicie cubierto de niebla, desenvainó la espada y se mantuvo inmóvil. Una masa borrosa se movía cerca de él. La interpeló en francés y en alemán, pero, como no obtuvo respuesta alguna, imaginó un peligro y se abalanzó contra aquella forma indecisa dando sablazos en todas direcciones. No había más que un voluminoso matorral azotado por el viento. Cubierto por las hojas y las ramitas que había cortado, Lejeune se sentía aliviado y ridículo. Finalmente vio un resplandor, hacia el que se encaminó con prudencia, sin soltar la espada. El resplandor desapareció cuando se aproximaba. En la bruma que empezaba a convertirse en jirones de vapor, se encontró con un grupo de coraceros que extinguían, pisoteándola, la fogata que les había calentado por la noche.

– ¡Soldados! -les dijo Lejeune-. ¡He de ir a Essling por orden del emperador! Señaladme el camino más corto.

– Habéis avanzado demasiado por la planicie -replicó un capitán con las mejillas oscurecidas por una barba de varios días-. Os daré una escolta para guiaros. Por aquí mis hombres se orientan incluso con los ojos vendados.

El capitán Saint-Didier gruñó mientras se abrochaba el cinturón. A un centenar de metros los vivaques todavía brillaban, a pesar de la consigna.

– ¡Brunel! ¡Fayolle! ¡Y tú, y vosotros dos de ahí! ¡Id a confirmar a esos imbéciles que es preciso apagar todos los fuegos!

– Yo les acompaño -dijo Lejeune.

– Como gustéis, mi coronel. Después os llevarán a Essling… ¡Fayolle! ¡Poneos la coraza!

– Se cree invulnerable, mi capitán -dijo el coracero Brunel, subiendo de un salto a su caballo.

– ¡Basta de pamplinas! -gruñó Saint-Didier y, en un tono más bajo, se dirigió a Lejeune-: No puedo tomármelo a mal, la muerte de nuestro general los ha trastornado…

Mientras Fayolle cerraba su coraza, Lejeune le miraba. Había tenido unas palabras con aquel mozo que esperaba saquear la casa de Anna, incluso le había golpeado. El soldado, que no le había reconocido, tomó la carabina con un gesto maquinal y montó a caballo. Los seis jinetes partieron hacia los vivaques iluminados. Cuando estaban bastante cerca y las siluetas se dibujaban mejor, identificaron los uniformes pardos de la Landwehr. Un grupo comía alubias directamente del caldero, otros bruñían los fusiles con manojos de hojas. Los austriacos no se percataron a tiempo de que estaban rodeados de jinetes franceses y, como los creían más numerosos, se levantaron mostrando sus manos sin armas. Antes de que Lejeune hubiera podido dar una orden, Fayolle espoleó a su caballo y se arrojó contra los austríacos. De un disparo de carabina destrozó el cráneo del primero y luego, con el sable, cortó de golpe la mano levantada del segundo.

– ¡Detened a ese loco! -ordenó Lejeune.

– Está vengando a nuestro general-dijo Brunel, con una sonrisa angélica muy irónica.

Lejeune lanzó a su caballo contra el de Fayolle y, por la espalda, cuando el otro iba a descargar su sable sobre un austríaco acurrucado en el suelo, le agarró la muñeca y se la retorció. Los dos hombres se encontraron cara a cara, jadeando, y Fayolle soltó un bufido.

– ¡No estamos en el baile, mi coronelito!

– ¡Cálmate o te mato!

Lejeune apuntó la pistola de arzón que sostenía en la mano izquierda a la garganta del coracero.

– ¿Todavía quieres romperme los dientes?

– Me muero de ganas.

– ¡No te andes con chiquitas, aprovéchate de tus galones!

– ¡Idiota!

– Más tarde o más temprano… lo mismo me da.

– ¡Idiota!

Fayolle movió bruscamente un hombro y su caballo se hizo a un lado. Durante este corto altercado, los coraceros habían reagrupado a sus prisioneros sin defensa. Tres de ellos habían logra do escabullirse durante el enfrentamiento de los dos franceses, pero los otros se dejaron prender, en absoluto disgustados porque ya no tenían que batirse.

– ¿Qué hacemos con estos pájaros, mi coronel? -preguntó Brunel, quien había desmontado para probar las alubias del caldero.

– Llevadlos al estado mayor.

– ¿Y vos? ¿Ya no os conducimos al pueblo?

– No tengo necesidad de una tropa, y ése conoce el camino. Lejeune señaló a Fayolle, el cual recobraba el aliento, inclinado sobre el cuello de su montura.

Tras confiar el grupo de prisioneros a los coraceros, Lejeune siguió al soldado Fayolle, que cabalgaba entre las capas de bruma. Al pie de una colina se cruzaron con los impecables batallones de tiradores de la joven Guardia, con el arma en el portafusil, polainas blancas y chacós provistos de un largo penacho blanco y rojo, y luego una división del ejército de Alemania que ascendía en silencio hacia la planicie. Oyeron restallar los látigos de los conductores del convoy de artillería, divisaron sus guerreras azul claro y las charreteras de lana roja de los artilleros que remolcaban decenas de cañones. Finalmente marcharon a lo largo de las interminables columnas de infantería que mandaban Tharreau y Claparéde. Fayolle se detuvo para ceder el paso a unos cazadores montados que iban a reunirse con la caballería de Bessiéres. La niebla se disipaba y ya se veían bien las primeras casas quemadas de Essling.

– No voy más adelante, mi coronel -dijo Fayolle, sin mirar a Lejeune.

– Gracias. Esta noche celebraremos la victoria, te lo prometo.

– Bah, eso a mí no me beneficiará en nada, formo parte del ganado…

– ¡Vamos, hombre!

– Cuando veo ese pueblo destrozado, tengo unas curiosas impresiones.

– ¿Tienes miedo?

– No tengo un miedo normal, mi coronel. No es temor, no sé qué es, es como un destino espantoso.

– ¿Qué hacías antes?

– Nada o poca cosa, era trapero, pero tanto el gancho como el sable son oficios sucios con los que ganas una miseria. Mirad, ahí está el mariscal Lannes que sale de Essling…

Y Fayolle volvió grupas. Lannes cabalgaba con los generales Claparéde, Saint-Hilaire, Tharreau y Curial.

Calzado con botas polvorientas, acampado ante los muros del tejar con su estado mayor, el emperador estaba cruzado de brazos y sonreía a la niebla que se dispersaba. Tenía la impresión de que gobernaba los elementos, puesto que aquel mal tiempo era su aliado. En el pasado había sabido utilizar el invierno, los ríos, las sierras y los valles para llevar a cabo golpes rápidos y fulminar a sus enemigos. Hoy, gracias a aquella pantalla de bruma que velaba todavía el campo, su ejército podía aparecer en bloque ante los austríacos en la explanada que separaba los pueblos. Lejeune había llevado sus órdenes al mariscal Lannes, y se distinguían las masas de infantes que maniobraban en cuadro en la pendiente del talud. El hierro de los sables alzados y de las bayonetas, los dorados de los generales, las águilas de las banderas brillaban bajo el sol naciente. Los tambores redoblaban y se respondían de un regimiento a otro, se mezclaban, confundían sus ritmos, crecían como un trueno permanente y acompasado. Los escuadrones seguían en segunda línea, formados en la parte baja de los pequeños valles, lanceros azules de Varsovia, húsares, guardias de corps de Saxe y Nápoles, cazadores de Westfalia. Al ver tal espectáculo, Napoleón pensaba que ya no eran gentes de Baden, gascones, italianos, alemanes, loreneses, sino una sola fuerza ordenada que se movía para derrotar con su fuerza de choque a las debilitadas tropas del archiduque.