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Poco antes los coraceros de patrulla habían conducido a los prisioneros de la Landwehr, con sus curiosos sombreros provistos de hojas, ante el emperador, el cual los había interrogado, y el general Rapp, un alsaciano que conocía su lengua, sirvió como intérprete. Habían indicado y nombrado sus unidades, evocado su fatiga, sus debilidades, su falta de convicción. Así pues, Lannes iba a lanzar veinte mil soldados de infantería entre la guardia de Hohenzollern y la caballería de reserva mandada por Liechtenstein, aquel príncipe que el emperador habría querido como embajador en París. Por fin la iglesia de Aspern había sido conquistada y Masséna consolidaba su posición. Périgord, procedente de la isla Lobau, confirmó la llegada de los treinta mil hombres de Davout, que avanzaban en aquel momento hacia Ebersdorf, en la otra ribera del Danubio, y franquearían el puente grande al cabo de una hora. Todo parecía ceñirse a los planes de la ofensiva concebidos durante la noche. Los seis mil jinetes de Bessiéres irían a meterse en la brecha abierta por Lannes para envolver al enemigo de costado, mientras que Masséna, Boudet y Davout saldrían al mismo tiempo de los pueblos para atacar las alas contrarias. El emperador calculaba que antes del mediodía la victoria sería suya.

Puesto que era consciente de la influencia que tenía sobre sus hombres, y sabía aprovecharla, Napoleón decidió mostrarse ante las columnas extendidas. Al verle, los hombres se animarían y su valor se multiplicaría. Pidió que le preparasen su caballo gris más dócil, subió a un pequeño taburete que le habían desplegado y montó en la silla.

– Sire -le dijo Bethier-, nuestras tropas están en marcha, será mejor que os quedéis aquí, desde donde dominamos el conjunto del campo de batalla…

– ¡Mi cometido es el de embrujarlos! Debo estar en todas partes. Esos hombres me siguen por el afecto que me tienen.

– ¡Por piedad, Sire, permaneced fuera del alcance de los cañones!

– ¿Oís los cañones? Yo no. Han retumbado para despertarnos al amanecer, pero después se callan. ¿Veis esa estrella?

– No, Sire, no veo ninguna estrella.

– Allá arriba, no lejos de la Osa Mayor.

– No, os aseguro…

– ¡Pues bien, Berthier, mientras la vea yo solo, seguiré mi camino y no aceptaré ninguna observación! ¡Vamos! ¡Vi mi estrella cuando partí hacia Italia con vos. La vi en Egipto, en Marengo, en Austerlitz, en Friedland!

– Sire…

– ¡Me fastidiais, Berthier, con vuestra prudencia de vieja dama! ¡Si tuviera que morir hoy, lo sabría!

El emperador partió, las riendas flotantes, seguido de cerca por sus oficiales. Cerraba el puño sobre un escarabajo de piedra que no abandonaba jamás desde la campaña de Egipto, un amu leto de buena suerte recogido en la tumba de un faraón. Tenía la sensación de que la fortuna estaba de su parte. Sabía que una batalla era parecida a una misa, que exigía un ceremonial, que las aclamaciones de las tropas que partían hacia la muerte reemplazaban a los cánticos, y la pólvora al incienso. Se santiguó apresuradamente dos veces, a la manera de los corsos cuando toman una diñcil decisión. Los granaderos de la Vieja Guardia le acogieron con un clamor eléctrico, dispuestos detrás y a la izquierda del tejar. Al verle, el general Dorsenne alzó el bicornio y gritó: «¡Presenten armas!», pero los veteranos pusieron sus gorros de piel de oso o sus chacós en la punta de las bayonetas mientras gritaban el nombre del emperador.

En medio de las tropas dispuestas en el lindero de la planicie, el mariscal Lannes daba instrucciones a sus generales.

– El tiempo se despeja, señores, id a ocupar vuestros puestos. Oudinot y sus granaderos a la izquierda del frente, y luego Claparéde, Tharreau en el centro, y vos, Saint-Hilaire, a la derecha, delante de Essling.

– ¿No esperamos al ejército del Rhin?

– Ya está aquí. Davout vendrá de un momento a otro para apoyarnos.

El conde Saint-Hilaire tenía un perfil de medalla romana, los mechones de cabello cortos y caídos sobre la frente, el cuello hundido en el de la guerrera, muy alto y bordado. Erguido en su caballo caprichoso, cuya rienda sostenía con firmeza, partió para reunirse con sus cazadores, una cohorte con uniformes de fantasía sólo identificables por sus charreteras de lana verde. Se detuvo ante la línea de los tambores, reparó en uno que le parecía un niño e interrogó al comandante, un coloso de altura realzada por el gorro empenachado, el uniforme resplandeciente, sobrecargado de guirnaldas y adornos desde el cuello hasta las botas.

– ¿Qué edad tiene ese rapaz?

– Doce años, mi general.

– ¿Y qué? -gruñó el jovencito.

– ¿Cómo que «y qué»? Creo que tienes mucho tiempo para hacer que te maten. ¿A qué viene tanta prisa?

– Ya he estado en Eylau y he tocado la carga de Ratisbona, y no he sufrido ni un rasguño.

– Yo tampoco -replicó Saint-Hilaire, riéndose, pero mentía, olvidándose de una herida recibida en la planicie de Pratzen, en Austerlitz.

Desde lo alto de la silla de montar miraba al chiquillo sentado en el tambor de piel de vaca, casi tan alto como él.

– ¿Cómo te llamas?

– Louison.

– No te pregunto el nombre de pila sino el apellido.

– Todo el mundo me llama Louison, señor general.

– ¡Pues bien, Louison, saca tus palillos de la bandolera y toca como en Ratisbona!

El muchacho obedeció. El tambor mayor alzó su bastón de junco con empuñadura de plata y los demás se pusieron a tocar al unísono con el chiquillo.

– ¡Adelante! -ordenó Saint-Hilaire.

– ¡Adelante! -gritó más lejos el general Tharreau a sus hombres.

– ¡Adelante! -gritó Claparéde.

El ejército avanzaba por los trigales verdes. La bruma se disipaba en jirones, y los austríacos descubrieron a la infantería de Lannes cuando marchaba contra ellos. El mariscal llegó al galope y se puso a trotar al lado de Saint-Hilaire. Alzó su espada y la división emprendió el paso de carga, precedido por Louison, que tocaba como un demente sobre la piel del tambor, persuadido de que también él tenía algo de mariscal.

Sorprendidos por el vigor y la brusquedad del ataque, los soldados de Hohenzollern intentaron replicar, pero los cazadores pasaban por encima de sus camaradas caídos y arremetían a la ba yoneta. Bajo la arremetida, las primeras lineas austríacas retrocedieron una vez y otra más: detrás del tropel de infantes atisbaban las bocas de cien cañones que les apuntaban desde la cresta del glacis.

En lo más encarnizado de la batalla, Lannes perdió sus dudas. No era más que un guerrero. Se desgañitaba, gesticulaba entre sus hombres, a los que impulsaba siempre adelante. Al darles ejemplo los entusiasmaba, los deslumbraba, paraba los golpes del enemigo, incluso le arrancaron una condecoración del pecho. Hele ahí lanzando su nervioso caballo contra unos artilleros, a los que espanta, arrolla y golpea furiosamente con el sable. Hele ahí que embiste un cuadro contrario, oye silbar las balas sin hacerles caso, se apodera de una bandera amarilla con un diseño complicado y ensarta a un teniente con la punta dorada del asta. Saint-Hilaire acude en su ayuda y clava su espada en la espalda de un granadero vestido de blanco. Los dos hombres luchan, espantan, inflaman a sus soldados hasta tal punto que los enemigos, que primero se habían retirado con método, empiezan a perder la cabeza, como se observa en su desorden al replegarse, en las brechas que ofrecen cuando se dispersan por los campos pisoteados.

– Ganamos, Saint-Hilaire -dijo Lannes, jadeante, y señaló una escena que tenía lugar en la retaguardia del ejército austríaco: a cien metros, los oficiales provistos de palos golpeaban a los fugitivos para que volvieran a las filas.