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Lejeune montó en su caballo árabe, se ajustó el cinturón de seda negra y oro, se quitó una mota del dolmán de piel y contempló la partida del coche imperial con su escolta. Se quedó rezagado y, como buen profesional, estudió el Danubio y las islas fluviales batidas por la corriente. Ya había participado en la construcción de puentes sobre el río Po, con maderos, anclas y almadías, a pesar de las lluvias intensas, pero ¿cómo colocar soportes en aquellas aguas amarillentas que formaban espumeantes torbellinos?

El gran brazo del río discurría por el sur a lo largo de la isla Lobau, y el ayudante de campo sospechaba que hacia la otra orilla, que era preciso alcanzar, había tierras pantanosas, lodazales que, según fuese su nivel, el río dejaba aparecer en forma de lenguas de arena.

Lejeune hizo que su caballo, demasiado nervioso, diese la vuelta y tomó la dirección de Viena. No lejos del pueblo de Ebersdorf divisó un arroyo en uno de cuyos meandros protegidos pondría a flote pontones y barcas. Detrás del bosquecillo estaría a cubierto el maderamen, las cadenas, los pilotes, las viguetas, todo un taller oculto. A continuación Lejeune se dirigió sin tardanza hacia los arrabales donde acampaba el duque de Rivoli, un espadachín a quien Napoleón llamaba primo mío, ávido, sin normas por las que regirse y deslenguado, pero un estratega impecable, cuya infantería, adiestrada por aquel loco furioso que era Augereau, alcanzó fama en el pasado al franquear el puente de Arcole. Era Masséna.

Los ejércitos de Lannes, con tres divisiones de coraceros, estaban acantonados en la ciudad vieja. Los de Masséna habían tomado posiciones junto a los arrabales, en el campo raso, donde el mariscal se había reservado un pequeño castillo de verano con pináculos barrocos, abandonado por los nobles vieneses que habían debido alcanzar una provincia más segura o el campamento del archiduque Carlos. Cuando entró en el patio de armas, Lejeune no tuvo necesidad de presentarse, puesto que sólo los edecanes de Berthier tenían derecho a llevar pantalones rojos, que les servían de salvoconducto. Siempre llevaban directrices del estado mayor, es decir, del mismo Napoleón. Eso no impedía que los guripas vieran sin ninguna simpatía tales privilegios, y el dragón a quien Lejeune confió su lujoso caballo miró de soslayo, con envidia, las fundas de arzón y la silla de montar dorada. Los hombres despechugados habían sacado de las salas de la planta baja cátedras y sillas tapizadas, que ahora estaban diseminadas por doquier sobre el empedrado. Algunos, parecidos a corsarios, fumaban en largas y finas pipas de barro. Se pavoneaban ante los vivaques cuyas fogatas alimentaban con fragmentos arrancados de marquetería de ébano y violines. Otros bebían vino del mismo tonel, por medio de pajas, y se daban empellones mientras reían, soltaban juramentos y se salpicaban. Unos cuantos corrían detrás de una bandada de ocas chillonas; intentaban cortarles el cuello al vuelo, con los sables, para asarlas sin eviscerarlas siquiera, y volaban las blancas plumas que los hombres se arrojaban al rostro mutuamente, a puñados, como chiquillos.

En las dependencias, los soldadotes se habían divertido lacerando los retratos de familia. Las telas de los cuadros pendían en tiras lamentables. Delante de la escalera de mármol, un artillero disfrazado de mujer, envuelto en un vestido de baile, indicó a Lejeme el camino con una voz de falsete, mientras sus compañeros de saqueo se desternillaban de risa. También ellos iban disfrazados, uno con una peluca empolvada que le caía sobre la nariz, otro con una levita parda tornasolada cuya espalda había desgarrado al ponérsela, un tercero llenando su gorra de cuartel de cucharas y cubiletes plateados extraídos de un mueble panzudo que había roto. Lejeune hizo una mueca de disgusto y subió al piso donde estaban los aposentos del mariscal. Sus botas hacían crujirlos fragmentos de porcelana. En una sala que se abría a un balcón con columnas salomónicas, oficiales, ordenanzas y comisarios de civil charlaban mientras elegían candelabros o jarrones que sus criados colocaban en cajas rellenas de paja. En un sofá, un coronel de húsares incordiaba a la hija de un granjero de la vecindad, requisada como sus hermanas y al servicio de un escuadrón. Subido a una consola de palo de rosa, un ayuda de cámara con guantes blancos trataba de descolgar una araña de luces. Lejeune, agarrándole las pantorrillas, le pidió que le anunciara.

– Eso no es de mi competencia -replicó el sirviente, muy atareado en su pillaje.

Entonces Lejeune, de un brusco puntapié, volcó la consola, y el sirviente quedó suspendido de la araña, pataleando y chillando, lo cual divirtió sobremanera a los presentes. Aplaudieron a Lejeune, y un general de brigada, al reparar de improviso en su uniforme del estado mayor, le ofreció vino alemán en una taza. En aquel momento se abrió una puerta de doble batiente.

Masséna, con atuendo y babuchas de sultán, entró en el salón, gritando:

– ¡Podríais vociferar menos, hatajo de sabandijas!

El mariscal, tuerto, de cara ancha pero con la nariz aguileña, el cabello negro y tupido, corto y peinado a lo Tito, tenía una hermosa y recia voz, pero no obtuvo más que un guirigay en lugar de silencio y, al ver a Lejeune, el único hombre digno en medio de aquel barullo, le ordenó:

– Venid, coronel.

Entonces volvió la espalda levemente curvada para regresar a su habitación, seguido al punto por el mensajero del emperador. En el recodo de un pasillo, Masséna se paró en seco ante un macizo reloj de péndulo, dorado y bermejo, que representaba unos ángeles rollizos golpeando una especie de gong.

– ¿Qué os parece?

– ¿La situación, señor duque?

– ¡La situación no, pedazo de alcornoque! Me refiero a este péndulo.

– A primera vista, es un hermoso objeto -dijo Lejeune.

– ¡Julien!

Un criado con librea granate apareció como salido de ninguna parte.

– Nos llevamos esto, Julien -dijo Masséna.

Señaló el reloj de péndulo, que el otro tomó con cuidado en sus brazos, resoplando porque era pesado. Una vez en la habitación que formaba ángulo, Masséna se sentó en el borde de un lecho con dosel de terciopelo y preguntó por fin:

– Y bien, joven, ¿cuáles son las órdenes?

– Construir un puente flotante sobre el Danubio, a seis kilómetros al sudeste de Viena.

Masséna permanecía impasible cualquiera que fuese la tarea encomendada. A sus cincuenta y un años, ya lo había sufrido todo y no le quedaba nada por hacer. Se sabía de él que era un ladrón, decían que era rencoroso, pero una vez más el emperador tenía necesidad de su pericia bélica. De ordinario, el mariscal despreciaba a quienes denominaba «los papanatas de Berthier» o «los arrendajos», porque él, hijo de un mercader aceitero de Niza, contrabandista durante cierto tiempo, no había nacido mariscal ni duque, como aquellos Juan Lanas procedentes de la banca o del mundo aristocrático, marqueses, fatuos que llevaban pomadas y objetos de tocador en las cartucheras, los Flahaut, Pourtalés, Colbert, Noailles, Montesquiou, Girardin, Périgord… Sin embargo, no incluía entre ellos a Lejeune: era el único burgués de aquella pandilla, aunque al igual que los otros hubiera aprendido a saludar en casa de Gardel, el maestro de los ballets de la ópera. Y además tenía un talento con los pinceles que Su Majestad apreciaba.

– ¿Habéis descubierto el lugar apropiado? -inquirió Masséna.

– Sí, señor duque.

– ¿Cómo es? ¿Qué longitud tiene?

– Unos ochocientos metros.

– Es decir, ochenta barcas para sostener el piso del puente…

– He previsto un río, señor duque, donde podríamos ponerlas a resguardo.

– Y tablones, digamos nueve mil… Para eso hay bosques a talar en este dichoso país.

– Más unas cuatro mil viguetas y, por lo menos, nueve mil metros de cordaje resistente.