Dos jóvenes caminaban por la Jordangasse. Eran casi de la misma edad, vestían levita de paño y se tocaban con sombreros de forma alta. El mayor debía de tener veinte años y jugueteaba con el bastón para darse un aire despreocupado. El otro, Friedrich Staps, no había pasado la noche en su habitación de la casa Krauss y, por lo tanto, ignoraba que la había visitado el policía Schulmeister, y que sus tejemanejes, sus mofas, sus secretos y la estatuilla de Juana de Arco habían puesto sobre aviso a Henri Beyle, el inquilino francés del piso superior. Cuando por fin llegaron ante la vivienda, en lugar de despedirse, Ernst le acució sin mirarle:
– Sigamos caminando como unos paseantes cualesquiera, no te vuelvas…
Friedrich le obedeció, puesto que su amigo adivinaba una amenaza, pero no osó preguntarle la razón de esa desconfianza hasta que estuvieron en la vecina Judenplatz. Fingieron que miraban el escaparate de una sastrería.
– ¿Qué he de temer?
– Delante de tu puerta había una berlina.
– Es posible.
– Tengo un sexto sentido para presentir a los guindillas.
– ¿La policía? ¿Estás seguro? En Viena no me conoce nadie.
– Seamos prudentes. Nuestros compañeros te alojarán, no vuelvas a poner los pies en esa casa. ¿Has dejado ahí tus cosas?
– Sí, claro…
Pensaba sobre todo en la estatuilla, puesto que llevaba el cuchillo encima.
– Mala suerte -dijo Ernst.
– Mala suerte -suspiró el joven Staps, pero sus futuras hazañas exigían sacrificios.
El día anterior, por la tarde, Staps se había reunido con Ernst von der Sahala en la tranquila sala de un café vienés. Se habían reconocido con la mirada, por sus afinidades, sin tener siquiera necesidad de presentarse.
– ¿Cómo le va a nuestro hermano el pastor Wiener? -le había preguntado Ernst.
– ¡Le bendigo por haberme recomendado a ti!
Ambos eran alemanes y luteranos, pero Ernst pertenecía a la secta de los iluminados que, como otras de la época, los filadelfos del coronel Oudet, los concordistas, los caballeros negros, afirmaban que eran tiranicidas y querían acabar con la vida de aquel Napoleón opresor de los pueblos. Los dos muchachos conversaron sentados en mesas contiguas, en un ambiente amenizado por la música de un violín. Luego habían vagabundeado por las murallas para admirar el campo iluminado por los incendios de la batalla. Staps le había hablado de su misión y contado que una mañana se marchó de casa dejando una nota a su padre: «Parto para realizar lo que Dios me ha ordenado». Se creía elegido, había oído voces. Había leído con pasión el Oberon de Wieland, ese ingenuo poema inspirado en la Edad Media en el que un enano, rey de los elfos, apoyaba a Huon de Burdeos en su expedición a Babilonia. Gracias a un corazón mágico y a una copa encantada, Huon logró casarse con la hija del califa tras haber obtenido de éste unos pelos de su barba y tres muelas. Había leído sobre todo a Schiller, el sentimental Schiller, tan noble que llegaba a ser inhumano, y su Doncella de Orléans le había arrebatado, hasta tal extremo que se había convertido en Juana de Arco. Al igual que ella, liberaría del Ogro a Alemania y Austria. Para ello había adquirido un cuchillo.
Dieron las ocho de la mañana. Los dos muchachos se internaron en las calles de la ciudad vieja, cogidos del brazo, y canturreaban como si estuvieran achispados.
– En tiempo de guerra -había dicho Ernst-, las patrullas no interpelan a los borrachos jaraneros.
Pasaron ante la iglesia de los dominicos, se cruzaron con una patrulla de la policía que se burló de ellos y, finalmente, Ernst llevó a su nuevo adepto a un pasadizo cubierto. Helos ahí, en un pa tio pavimentado. Ernst se dirige a una de las puertas y llama varias veces de acuerdo con un código, les abren, entran en un pasillo y luego en una habitación alargada e iluminada por dos palmatorias de luz débil. En el extremo de una mesa, un hombre delgado y entrado en años, vestido de negro, está leyendo la Biblia.
– Hay que albergar a este hermano, pastor-le dice Ernst. -Que deje su equipaje. Martha le conducirá al aposento del tercer piso.
– No tiene equipaje. Habría que procurarle lo necesario.
– ¿Lo necesario? -replica el viejo pastor-. Escuchad lo que nos dice el profeta Jeremías… (Toma la Biblía y lee en voz trémula:) «Éste es un día del Señor, el Eterno de los ejércitos. Es un día de venganza. La espada devora, se sacia, se embriaga con la sangre de sus enemigos. Las naciones se enteran de tu vergüenza, hija de Egipto, y tus gritos llenan la tierra, pues los guerreros se tambalean uno sobre otro, caen todos juntos».
– Qué hermoso es -dice Ernst.
– Y cuán cierto -añade Friedrich Staps.
Napoleón estaba muy pálido, la piel casi transparente, con el semblante liso y desprovisto de expresión de una estatua inacabada. Contempló el cielo, y entonces posó en el suelo la mirada de sus ojos vacíos. En pie a la entrada del puente grande que acababa de romperse y cabeceaba como un barco, observaba el molino consumido del que sería preciso extraer los restos humanos antes de empalmar las dos partes del largo piso que había reventado allá, a un centenar de metros, en una abertura donde la corriente se precipitaba con la fuerza de un torrente. Silencioso, más abrumado que contrariado, el emperador tenía las manos a la espalda y apretaba una fusta. Aquella mañana la situación había sido favorable, la ofensiva eficaz: Lannes había derrotado el centro austríaco y llevado lejos sus incursiones; Masséna y Boudet esperaban para salir del pueblo con sus divisiones. En aquellas inmensas planicies, el emperador ya no podía aplicar su estrategia habitual. Había probado la sorpresa y la rapidez al surgir de la isla Lobau, incluso había estado al borde de la victoria, pero la guerra estaba cambiando y, como durante los reinados, una batalla se libraba artillería contra artillería, regimiento contra regimiento, con masas que se lanzaban sobre otras masas, cada vez más hombres, más cadáveres, más metralla y fuego. El emperador estaba iracundo al ver, en la otra ribera, aquel suplemento de hombres que necesitaba, el ejército de Davout inmovilizado, con sus cañones inútiles, sus carros de pólvora y víveres, sus columnas ociosas.
Unos pasos atrás, irritados, inquietos, Berthiery un grupo de oficiales no osaban decir palabra ni hacer un gesto. Esperaban la orden fulgurante, la idea que invertiría la suerte. Lejeune se encontraba entre ellos, despeinado, sin el chacó, el uniforme deshecho. El emperador, fascinado por aquel puente demasiado frágil y demasiado largo que se mofaba de él, gritó sin volverse:
– ¡Bertrand!
El conde Bertrand, un general discreto y abnegado, se le acercó, con el sombrero bajo el brazo, y se puso firmes. El emperador había decidido el lugar donde se tendería el puente, sólo él había determinado el plazo necesario para su construcción, pero quería señalar continuamente responsables, y Bertrand estaba al frente del cuerpo de ingenieros.
– Sabotatore!
– He cumplido vuestras órdenes al pie de la letra, Sire.
– ¡Traidor! ¡Ved ahí vuestro puente!
– En una noche, Sire, no podíamos hacer una obra mejor en este río dificil.
– ¡Traidor, traidor! (Y a los demás:) Ha agita da traditore! ¡Y vosotros también! ¡Todos! ¡Me traicionáis!
Nadie le respondió, pues era inútil. Había que esperar a que la cólera del emperador se aplacase.
– ¡Bertrand!
– Sire?
– ¿Cuánto tiempo para reparar vuestro sabotaje?
– Por lo menos dos días, Sire…
– ¡Dos días!
Bertrand recibió en pleno rostro un vigoroso golpe de fusta. El emperador respiraba con dificultad. Se encaminó hacia su caballo y, con un impaciente gesto de la mano, pidió a Berthier que le siguiera.