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– ¿Habéis oído las insolencias de ese puñetero Bertrand?

– Sí, Sire-respondió Berthier.

– ¡Cuarenta y ocho horas! ¿Dónde está el archiduque?

– En su campamento de Bisamberg, Sire.

– Hummm… No tardará en enterarse de nuestra desgracia.

– Dentro de una o dos horas, ciertamente. Y aprovechará la situación para enviar contra nosotros el conjunto de sus reservas.

– ¡Salvo si perseveramos en el ataque, Berthier! ¡Lannes está en una posición excelente, ha desorganizado a la infantería de Hohenzollern!

– Pero van a faltarnos municiones.

– Davout puede abastecernos por medio de barcas.

– En pequeñas cantidades, Síre, y corriendo el riesgo de zozobrar.

– Entonces ordenemos el repliegue.

– Si retrocedemos, Síre, los ejércitos del archiduque volverán a formarse.

– ¡Y si no nos replegamos, el archiduque intervendrá contra nuestros flancos mal protegidos y habrá una matanza! Es preciso replegarse.

– ¿Dónde, Síre? ¿En la isla?

– ¡Naturalmente! ¡No será en el Danubio, idiota!

– Es imposible que pasen a tiempo cincuenta mil hombres con los cañones y el material antes de que los austriacos nos sorprendan de costado en el borde del río.

– Primero repleguémonos sin apresuramiento hacia nuestras posiciones de la noche. Masséna y Boudet se parapetan en sus pueblos y Lannes resiste en el glacis.

– Así pues, será preciso resistir durante diez horas…

– ¡Sí!

A las nueve de la mañana, una vez más el coronel Lejeune galopaba sin alegría por los campos. Iba a entregar al mariscal Lannes la orden de repliegue. Se cruzó con una columna de prisioneros austríacos que avanzaba en sentido contrario, todo un batallón de fusileros sin sombreros y sin armas, cabizbajos, varios de ellos con chirlos, un vendaje provisional alrededor del cráneo o un brazo en cabestrillo. Algunos rezagados les seguían cojeando, las polainas ensangrentadas. Pasaban por los trigales y el joven Louison los conducía como si fueran una bandada de ocas, improvisando una zarabanda fatigosa con su gran tambor. Lejeune tenía el corazón oprimido, pero sonrió. Aquello le recordaba la aventura de Guéhéneuc después de la victoria de Eckmühl. El coronel de ese nombre iba a llevar un mensaje cuando tropezó con un regimiento de la caballería enemiga, extraviado en la noche, el cual se rindió de inmediato. El emperador se mostró regocijado: «¿Sois vos, Guéhéneuc, vos completamente solo, quien ha cercado a la caballería austríaca?». Pero aquella mañana, detrás de los prisioneros venían los hombres de Lannes, hirsutos y fanfarrones, ataviados con despojos como bandoleros. Llevaban haces de fusiles confiscados y arrastraban cinco cañones intactos, con arcones enganchados a caballerías, las cartucheras llenas de cartuchos y una bandera agujereada.

Lejeune prosiguió su camino hacia la línea del frente, que estaba muy avanzada, pues se divisaban a lo lejos cazadores montados en el villorrio de Breintenlee, donde apoyaban el fuego. El mariscal Lannes estaba sentado en una caja de artillería sin ruedas. Dirigía su batalla distribuyendo órdenes de circunstancias a sus ayudantes de campo, los cuales las llevaban corriendo a SaintHilaire, Claparéde o Tharreau.

Cuando Lejeune desmontó, Lannes frunció las cejas y exclamó:

– ¡Ah! ¡Aquí tenemos al coronel catástrofe!

– Me temo que Vuestra Excelencia tiene razón.

– Decid.

– Vuestra Excelencia…

– ¡Decid! Estoy acostumbrado a escuchar horrores.

– Debéis suspender el ataque.

– ¿Cómo? ¡Repetidme esa idiotez!

– La ofensiva se ha interrumpido.

– ¡Otra vez! Hace apenas una hora, vuestro compinche Périgord me ha pedido lo mismo, para reparar ese puente del diablo al que una balsa en llamas ha hecho polvo. ¿Acaso vuestro puente es de paja?

– Vuestra Excelencia…

– ¿Sabéis lo que ha ocurrido, Lejeune? Esos de ahí delante han vuelto a formar al primer respiro, y hemos tenido que reanudar la penetración. ¡Han caído algunos de los nuestros, pero de nuevo hemos desbaratado a los austríacos! Bien, ¿tenemos que mirar sentados cómo se recuperan los títeres de Hohenzollern?

– El emperador ha ordenado el repliegue en Essling.

– ¿Cómo?

– Esta vez es más grave.

Lejeune contó a Lannes los últimos acontecimientos. El mariscal, desconcertado, se exasperó.

– ¡La victoria era nuestra! ¡Lo era, creedme! Una hora más, el apoyo de Davout y el archiduque estaba listo… -Entonces dictó sus órdenes a los ayudantes de campo-: Que Bessiéres vuelva a lle var la caballería entre los dos pueblos, que Saint-Hilaire y los demás se retiren en orden pero con lentitud, para no mostrar nuestro cambio de opinión repentino, como si tuviéramos una nueva estrategia, como si esperásemos refuerzos inminentes o dejásemos que nuestra artillería se despliegue en la planicie. Hay que intrigar a los austríacos y no alertarlos.

Se levantó para mirar a sus oficiales que partían a comunicar la orden funesta, y entonces reparó en que Lejeune no se había movido.

– Gracias, coronel. Podéis regresar al estado mayor. Si salís de ésta y algún día contáis nuestra historia un poco loca, os permito decir que habéis visto al mariscal Lannes desarmado, no en el com bate, desde luego, sino por una orden. Basta una palabra para herir a un soldado. ¿Qué piensa de esto Masséna?

– No sé nada, Vuestra Excelencia.

– Debe de estar tan enfurecido como yo, pero es menos iracundo y gritón. No revela nada. A menos que le importe un bledo… -Lannes aspiró aire tan hondo que se le hinchó el pecho-: Quiero que este repliegue sea un modelo en su género. Corred a decírselo a Su Majestad.

Lejeune se alejó dejando al mariscal Lannes en los trigales. Pensaba que aquella batalla no era ordinaria, que la gente se exaltaba y desencantaba demasiado a menudo y que eso influía en los nervios. La acción se diluía. Ya hacía mucho calor y Lejeune deseaba tenderse y hacer una larga siesta. ¡Cuánto le habría gustado Viena, si la hubiera visitado como un simple viajero! Oía resonar en sus oídos el alemán cantarín de Anna Krauss. Cuando terminara la guerra, irían juntos a la Ópera. Su caballo brincaba entre cadáveres indiferenciados.

El ordenanza del coronel Lejeune devoraba con glotonería carne de ave fría. Una vez entregada la carta a la señorita Krauss, se había encontrado con Henri, el cual le abrumó con sus preguntas. Era un buen muchacho, pero fanfarrón; le gustaba darse importancia y simulaba la fatiga de los combates vividos de lejos, al abrigo de la isla Lobau. Cuando Henri le preguntó si tenía hambre, la cara del ordenanza se iluminó, y le siguió a la cocina ensuciando con las botas embarradas las tablas del suelo. Así pues, estaba sentado a la mesa ante las provisiones entregadas a la chita callando por la intendencia. Bien instalado, con la guerrera desabrochada, hundía los dedos en los platos, puntuaba las frases agitando un muslo de pollo a medio comer y vertía en el vaso un vinillo vienés del que se servía sin cesar, embadurnando la botella de grasa.

– La jornada de ayer ha sido dura -decía mientras masticaba y bebía-, pero el coronel no ha sufrido ni un rasguño, os lo juro, y esta mañana, cuando le he dejado en el puente grande, el ejército del mariscal Davout llegaba a punto, con cañones y furgones de víveres.

– ¡Víveres de los que, a juzgar por vuestro apetito, había una carencia extrema!

– De eso sí, señor Beyle. Ya era hora. A fuerza de cazar furtivamente, ya no quedaba nada que abatir en la isla.

– ¿Y sobre el terreno?

– Todo se desarrolla de maravilla, según las inspiraciones de Su Majestad, o por lo menos eso es lo que me ha confiado el coronel Lejeune, señor, pero no mentía, eso se notaba por su aire de confianza. Los austríacos reciben un palizón, de eso no hay duda, y nuestros soldados se desenfrenan. La victoria está al alcance de la mano.