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A poca distancia del puente pequeño, donde iban a dejar su lastimosa carga, el personal de la ambulancia se topó con un cortejo. Unos tiradores transportaban el cuerpo de un oficial que se convulsionaba.

– ¡Vaya! -exclamó Paradis-. ¡Por lo menos es un coronel, y con esa colección de dorados en el pecho!

– El conde Saint-Hilaire -dijo Morillon, quien conocía de vista a los generales del Imperio.

Paradis, olvidando a los heridos que había recogido, se situó junto a la puerta de la ambulancia. Los soldados depositaron el cuerpo del oficial sobre la mesa de Percy.

– La metralla le ha destrozado el pie izquierdo…

– ¡Ya lo veo! -replicó Percy, desgarrando lo que quedaba de la bota-: ¡Hilas!

– No quedan.

– ¡Un trozo de chaqueta, un trapo, paja, hierba, lo que sea! Paradis desgarró un trozo de su camisa y lo tendió al doctor, y éste lo cogió para enjugarse el sudor. Estaba agotado, pues no había cesado de practicar amputaciones desde la víspera, y se le nublaba la vista. Con un cauterio incandescente quemó la herida para matar los nervios. Saint-Hilaire abrió mucho la boca, como para gritar, se limitó a hacer una mueca, se contrajo, se puso rígido y cayó sobre la mesa en el momento en que Percy le serraba el tobillo, pues se había declarado el tétanos. El doctor se detuvo, alzó un párpado del paciente y anunció:

– Señores, pueden llevarse a su general. Acaba de morir. Paradis no supo si el general Saint-Hilaire había tenido derecho a una sepultura o si esperaban llevarlo a Viena, porque Morillon le envió con otros diez servidores de la ambulancia a repartir el caldo de los heridos. Fueron a regañadientes, pero la faena no era peligrosa. El avituallamiento seguía a cargo de Davout, quien estaba en la orilla derecha, nadie podía batirse ni sobrevivir con el estómago vacío y los batallones de Percy debían ayudar a los cocineros de las cantinas ambulantes. Por la noche unos equipos habían recorrido la pequeña planicie en busca de los caballos muertos cuya panza empezaba a hincharse, habían atado con cuerdas los cadáveres y unos pencos de artillería los habían arrastrado a los parajes donde estaba la ambulancia: había un terrible amontonamiento de morros, crines, cascos, corvejones. Paradis y sus nuevos colegas tenían que cortarlos en trozos con espadas embotadas o trinchadores. Luego los cuartos de carne fresca se pondrían en corazas recuperadas, lavados con el agua terrosa del Danubio y, sazonándolos con pólvora, se pondrían a hervir en una serie de fogatas. Así pues, Paradis estaba cortando carne de caballo cuando se presentó un grupo de tiradores hambrientos.

– ¿Vas a dar todo eso a los moribundos?

– Vosotros tenéis raciones -replicó Gordo Louis, quien dirigía a los aprendices de carnicero.

– Tenemos las escudillas vacías. -¡Pues qué lástima!

Los tiradores los rodearon y amenazaron con las bayonetas. -¡Haceos a un lado!

– ¡Si quieres practicar esgrima -dijo Gordo Louis, alzando su ajadera-, los austríacos te están esperando!

– Y además -añadió Paradis- en la llanura hay montones de caballos para comer.

– Gracias, muchacho, pero venimos de ahí. ¡Apártate!

El tirador apartó a Paradis de un empujón para clavar su bayoneta en el cuello de un asno gris. Gordo Louis rompió la bayoneta con su tajadera. Dos soldados delgados y aviesos como lobos le agarraron por detrás, llamándole sucio paisano. Él embistió y llovieron los golpes. Paradis fue a esconderse detrás del montón de caballos de ojos vidriosos. Soldados y personal de la ambulancia se arrojaban tripas a la cara. Uno que era astuto cortó un trozo y clavó los colmillos en la carne.

Bessiéres estaba muy molesto por la injusta reprimenda del emperador y había resuelto no volver a tomar la menor iniciativa. Se limitaba a obedecer las órdenes de Lannes, tanto si las aprobaba como si no, sin pensar en mejorarlas variando algunos aspectos, lo cual retardaba sus acciones. Se las ingeniaba para conservar su caballería, y sólo enviaba al frente los escuadrones exigidos. ¿Que debían retirarse? Estaba de acuerdo. ¿Que atacaban? También lo estaba. Se había pasado la noche entera rumiando su cólera, y eso le había mantenido despierto. Había inspeccionado a su tropa, fatigado dos caballos, mordisqueado con sus dragones de Gascuña una rebanada de pan frotado con ajo. El emperador le decepcionaba, pero le ponía buena cara. Tenían un pasado común, el odio de los jacobinos y el desprecio de la República, aunque la nobleza del mariscal Bessiéres sólo se debiera a su educación, dispensada por un padre que era cirujano, un abad de la familia y los profesores del colegio Saint-Michel de Cahors. Comprendía el sistema del emperador, y se llenaba de aflicción: ¿era necesario despertar tanto odio para reinar? Dos años antes, Lannes se había sentido mortificado cuando Su Majestad, en el último momento, prefirió a Bessiéres para entrevistarse con el zar en Tilsit. Mientras observaba la planicie, Bessiéres se decía que la voluntad arbitraria casa mal con la razón. Veía con su anteojo a los austríacos que traían de nuevo su artillería y rociaban de metralla a los batallones del pobre Saint-Hilaire, que el cabezota de Lannes concentraba a sus espaldas. Resonó una detonación aislada, seca y clara en el estrépito confuso de los combates. Provenía de un escuadrón de coraceros. Bessiéres dirigió allí su caballo y se encontró con dos jinetes que habían desmontado y reñían. Uno de ellos tenía una mano ensangrentada. El capitán Saint-Didier, en lugar de separarlos, ayudaba al más corpulento a inmovilizar en el suelo al herido, el cual pataleaba.

– ¿Un accidente? -preguntó Bessiéres.

– El coracero Brunel ha intentado matarse, Vuestra Excelencia -respondió el capitán.

– Y yo he desviado el disparo -completó Fayolle, mientras sujetaba a su amigo en el suelo con todo su peso, una rodilla hincada en el pecho.

– Un accidente. Que le venden la mano.

Bessiéres no exigió que castigaran de alguna manera a Brunel, el soldado que había flaqueado. Tanto los suicidios como las deserciones se multiplicaban en el ejército. Ya no resultaba extraño que en medio de las batallas un recluta exasperado se escabullera al abrigo de un bosque para levantarse la tapa de los sesos. El mariscal volvió la espalda y dio alcance a un regimiento de dragones que lucían crines negras en los cascos de cuero enturbantados con piel de foca brillante bajo el sol, entre los que desapareció. Brunel, que tenía dificultades para respirar, se irguió apoyándose en los codos. Un coracero cortó unas tiras de su manta sudadera para vendarle la mano, dos de cuyos dedos le había arrancado el disparo. El capitán Saint-Didier sacó de la funda de arzón un frasco de licor, lo abrió y puso el gollete entre los dientes del herido voluntario:

– ¡Bebe y monta!

– ¿Con la mano destrozada? -inquirió Fayolle.

– ¡No necesita la mano izquierda para sostener la espada!

– Pero sí que la necesita para sostener la brida.

– ¡Sólo tiene que enrollársela en la muñeca!

Fayolle ayudó a Brunel a poner de nuevo los pies en los estribos, y rezongó:

– Tampoco nuestros caballos pueden continuar.

– ¡Los montaremos hasta que revienten!

– ¡Ah, mi capitán! ¡Si los caballos supieran disparar, seguro que se matarían en seguida!

Brunel miró a su compañero.

– No deberías haberlo hecho.

– Bah…

A Fayolle no se le ocurría nada inteligente que decir, pero no habría tenido tiempo, pues una vez más las trompetas llamaron a formar, una vez más los hombres desenvainaron las espadas y una vez más lanzaron sus monturas al trote corto hacia las baterías austríacas.