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Desde lo alto del glacis vieron que estaban ante unos cañones que levantaban la tierra de los trigales verdes, pero cuando las trompetas dieron la señal de ataque fue imposible poner los caballos al galope, tan agotados estaban por demasiadas cargas repetidas. Su alimentación a base de cebada era deficiente, estaban debilitados y no lograban pasar del trote largo que, para los coraceros, era el paso más extenuante, pues sufrían continuas sacudidas y el peto y el espaldar de acero les cizallaban hombros, codos y caderas. Además estaban expuestos a los disparos incesantes, porque los cañones escupían fuego sin descanso, algo semejante a una descarga de fusilería, y la densa lluvia de proyectiles causaba estragos en sus filas. Aun así, los jinetes de Saint-Didier cargaron a poca velocidad bajo la granizada de fuego, con la espada de punta. Fayolle creyó que corría hacia su fin seguro, pero fue su vecino Brunel quien le precedió al infierno: una bala de cañón le decapitó y, como el corazón seguía latiendo por costumbre, los chorros de sangre surgían a sacudidas del cuello de la coraza. El jinete sin cabeza, rígido en la silla, el brazo extendido y paralizado, fue a estrellarse contra la linea de los artilleros. En el mismo instante, y bajo la misma andanada, el caballo de Fayolle se quebró una pata y dio media vuelta, relinchando de dolor. Fayolle desmontó sin preocuparse de la metralla, y contempló con simpatía al animal agotado. Se sostenía sobre tres patas, y le lamió la cara como si le dijera adiós. Entonces el coracero se tendió cuan largo era en la mies, puso los brazos en cruz, cerró los ojos y se durmió para olvidarse de la muerte y su trapatiesta.

Napoleón se había detenido ante el lindero de la peligrosa planicie que los austríacos bombardeaban sin descanso con doscientas bocas de fuego. Sus oficiales habían logrado persuadirle de que no entrara en Aspern, donde quería avivar el valor de los hombres de Masséna.

– ¡No corráis riesgos inútiles!

– ¡La batalla está perdida si os matan!

– Tembláis como mi caballo -gruñó el emperador, apretando demasiado las riendas, pero había enviado un emisario al pueblo para saber cómo evolucionaba la situación.

– Síre, aquí está Laville…

Un oficial joven de atuendo elegante cabalgaba al galope y puesto que a fin de presentarse a informar lo antes posible, saltaba las vallas que delimitaban los cercados, llegó sin aliento.

– El señor duque de Rivoli, Síre…

– ¿Ha muerto?

– Ha vuelto a tomar Aspern, Sire.

– Entonces ¿había perdido ese pueblo del demonio?

– Lo perdió y lo ha vuelto a tomar, Síre, pero las fuerzas de Hesse, pertenecientes a la Confederación del Rhin, le han prestado una gran ayuda.

– ¿Y ahora?

– Su posición tiene un aspecto de solidez.

– ¡No os pregunto de qué tiene aspecto su posición, sino lo que él piensa al respecto!

– El señor duque estaba sentado en un tronco de árbol, con una serenidad absoluta, y ha afirmado que podría resistir veinte horas si fuese necesario.

El emperador no respondió nada al joven ayudante de campo que le irritaba. Hizo girar su caballo con un gesto brusco y el pequeño grupo regresó hacia el tejar donde el mayor general le esperaba, rogando que no le mataran. El emperador le pidió el brazo para bajar del caballo recalcitrante que motivaba sus quejas y, una vez en el suelo, se apresuró a decir:

– Berthier, enviad al general Rapp para que ayude al duque de Rivoli que le necesita.

– Es un general de vuestro estado mayor, señor Sire.

– ¡Lo sé perfectamente bien!

– ¿Con qué tropas?

– Confiadle el mando de dos batallones de fusileros de mi Guardia.

Entonces el emperador se concentró en el mapa que dos ayudantes de campo mantenían desplegado ante sus ojos. Al igual que la víspera, el frente se extendía de un pueblo al otro, en arco de círculo, para adosarse al Danubio en sus dos extremos. Era preciso impedir que los austríacos atravesaran ese dispositivo para realizar de noche un repliegue total en la isla Lobau. El emperador no podía titubear más, debía utilizar la Guardia, hasta entonces mantenida en reserva, y reforzar una posición muy dificil. Berthier, que había dictado y firmado las órdenes de Rapp, volvió para transmitir las últimas informaciones que había recibido:

Boudet está parapetado en Essling, Sire, con puestos de tiro por todas partes, pero aún no está amenazado. El archiduque lanza sus fuerzas principales contra nuestro centro. Dirige en perso na la ofensiva, con los doce batallones de granaderos de Hohenzollern…

– ¿El avituallamiento?

– Davout nos envía como puede municiones, por medio de barcas, pero los remeros tienen dificultades para no derivar más abajo de la isla.

– ¿Lannes?

– Su ayudante de campo informará a Vuestra Majestad.

Berthier señaló con un dedo al capitán Marbot, el cual, instalado en un arcón de artillería, deshilachaba estopa para taponar una herida en el muslo que sangraba y le manchaba el pantalón.

– ¡Marbot! -le dijo el emperador-. ¡Sólo los estafetas del mayor general tienen derecho a usar calzones rojos!

– Tengo derecho a ello en una sola pierna, Sire.

– ¡Vuestro turno llegará muy pronto!

– No es nada grave, Sire, un poco de carne que se ha esfumado.

– ¿Y Lannes?

– Mantiene el combate llevando a los soldados de Saint-Hilaire contra Essling.

– ¿Enfrente?

– Al principio del enfrentamiento, los granaderos húngaros asustaban a los reclutas más jóvenes, que no habían visto jamás a unos mozos tan altos y bigotudos, pero Su Excelencia ha sabido entusiasmarlos gritándoles: «¡Nosotros no valemos menos que en Marengo y el enemigo no vale más!».

El emperador hizo una mueca de displicencia y la tonalidad azul de sus ojos pasó por un momento al gris, pues, al igual que los gatos, tenían esa facultad de cambiar de color según su estado anímico. ¿Marengo? El ejemplo de Lannes era desmañado. Cierto que en aquella ocasión la infantería de Desaix había derrotado a los granaderos del general Zach, los mismos a los que el archiduque dirigía hoy, pero fue una victoria por los pelos. La caballería de Kellermann, el hijo del vencedor de Valmy, efectuó entonces una carga decisiva, pero ¿y si el cuerpo de ejército del general austríaco Ott hubiera llegado a tiempo? Napoleón pensó en Davout, quien no había llegado a tiempo. ¿De qué dependen las victorias? De un retraso, un viento repentino, el capricho de un río.

– Comprobadlo, coronel.

El general Boudet hizo entrar a Lejeune en una casamata de tablas amañada con montantes de armarios y cofres. Aquella parte de las fortificaciones de Essling ofrecía un panorama de la pla nicie, y desde allí se controlaban los movimientos del ejército contrario sin demasiados riesgos. Lejeune observó, tal como le invitaban a hacerlo. Boudet insistió con una expresión de fatiga en el semblante:

– Pronto tendremos encima varios regimientos. El archiduque no ha podido franquear los batallones de Lannes y los escuadrones de Bessiéres, por lo que, con toda razón, viene a este pueblo al que supone menos provisto de tropas. Las descargas de fusilería y los bombardeos durante horas y horas nos han puesto de rodillas. Los hombres tienen sueño, tienen hambre, empiezan a tener miedo.

En efecto, Lejeune veía a los regimientos húngaros que avanzaban hacia Essling en orden de asalto, que iban a romper como olas enormes contra aquellas débiles barricadas de muebles y piedras que no resistirían mucho tiempo. Iban a abrumar con su número a la división ya diezmada del general Boudet. En medio de la infantería y de los negros gorros de piel llamados colbacks el archiduque en persona, con la bandera en la mano, guiaba a la multitud que partía para atacar el pueblo. Los tiradores que montaban guardia contemplaban silenciosos la escena con escalofríos o una sensación de abatimiento.

– Llevad la noticia a Su Majestad -pidió el general a Lejeune-. Lo habéis visto y comprendido. Si no recibo ayuda con más rapidez, corremos al desastre. Una vez en Essling, los austríacos podrán llegar al Danubio. La caballería de Rosenberg piafa detrás del bosque, y por esta brecha podrá introducirse y separarnos de nuestra retaguardia. El ejército entero quedará cogido en una tenaza.